Un teatro en una cárcel alemana, contra el extremismo islamista
La prisión de Wiesbaden aloja un escenario semiprofesional y busca, a través del arte, distanciar a los presos de los focos de radicalización.
En varias cárceles de Alemania hay talleres de teatro, pero Wiesbaden –una ciudad prolija y bella, cercana a Frankfurt– es el único sitio adonde hay un teatro real adentro de una cárcel. Y algo más: ya ha estrenado varias obras, siempre actuadas por presos.
La “Justizvollzugsanstalt” –JVA– de Wiesbaden es una institución para detenidos de entre 17 y 25 años, en la que conviven ahora unos 220, sin motines ni violencia. Hace algunos años, cierta tensión en el ambiente llevó a las autoridades a buscar en las clases de teatro una válvula de escape. Pero lo que no esperaban era que el teatro de esta cárcel, llamado Die Werft (El Astillero), algún día terminaría estrenando obras para cientos de espectadores que llegarían a la cárcel desde afuera, ávidos por ver puestas alternativas y de calidad.
“Al principio, las autoridades querían tener el efecto psicológico del teatro; es decir, el desarrollo de la empatía de los presos, del compañerismo y del trabajo en equipo; pero no al teatro en sí mismo”, dice Arne Dechow, gestor de Die Werft y director de las obras desde 2007. “No querían tener un artista ahí adentro que les dijera que la calidad de la obra era lo más importante, aún más que el efecto terapéutico que tenga esto sobre los presos. Esa fue nuestra primera discusión”. Si la obra es aburrida, opina este director, el arte no logra transformar a nadie.
El teatro en la cárcel de Wiesbaden no es algo menor. En Alemania, las prisiones para jóvenes –como ésta– son las más progresistas de toda Europa y el índice de reincidencia ronda el 30 por ciento (en Argentina, es del 50 por ciento). Alemania tiene un sistema penitenciario con números mágicos: el total de presos es de alrededor de 63.000, la misma cantidad que Argentina, un país que tiene la mitad de la población; y, por otro lado, Alemania tiene un índice de encarcelamiento diez veces menor al de Estados Unidos. Más del 80 por ciento de los delincuentes alemanes sentenciados tiene la chance de pagar dinero a la víctima para evitar penas mayores, y sólo el 5 por ciento de ellos va a la cárcel. De los que van, alrededor del 70 por ciento recibe penas menores a dos años.
Sin embargo, Alemania no es una excepción a la regla en Europa de que la cárcel sea un foco de extremismos de todo tipo. Por eso, el propio Estado alemán ve en Die Werft un posible remedio a la radicalización de los detenidos. La revista Der Spiegel informó hace unos años que los reclutadores del extremismo islámico se paraban en la puerta de la prisión de Wiesbaden y esperaban a que los presos que acababan de obtener su libertad pusieran un pie en la calle para invitarlos a sumarse a sus grupos.
Arne Dechow, el director de Die Werft, dice que hay tres grandes grupos de jóvenes en esta cárcel y uno de ellos es el de los radicalizados. Otro grupo es el de los pandilleros (o gangzta-rappers), que se sienten rechazados por la sociedad y creen que pueden triunfar ganando fama o convirtiéndose en grandes delincuentes: viven el capitalismo de un modo ultraviolento. El último grupo es el de los frustrados que sólo quieren tener un poco de suerte y por eso se meten en los tráficos ilícitos.
“Los radicalizados, a su vez, tienen dos subgrupos”, me explica Arne, en su oficina, en el centro de Wiesbaden. Estamos sentados ante una mesa larga en la que hay una fuente con caramelos Haribo. En las demás mesas hay monitores y computadoras. Continúa: “Están los provocadores que hace veinte años se hubieran convertido en punks o en skinheads: quieren espantar a la sociedad y se suman a una moda. Y están los que de verdad creen en el cielo y temen al infierno, y sufren por lo que le pasa a la gente en Medio Oriente y quieren luchar contra lo que la agrede: el mundo Occidental”.
El trabajo de Dechow no es sencillo: debe meter, a veces en una cabeza que funciona en blanco y negro, un discurso artístico complejo. “El teatro funciona mejor con la gente agresiva, que ve que hay algo que no funciona bien en el sistema y que por lo tanto no quiere ocupar el lugar de la víctima sino el de aquel que golpea”, dice. “Con esa gente podemos entendernos porque es narcisista: quiere demostrarse a sí misma que vale algo y quiere ser vista. Nosotros les decimos: ‘Sí, únanse al teatro y muéstrennos su valor. Quizás yo entiendo algo diferente por ‘valor’ que ustedes. Pero vengan y lo discutimos’”.
El año pasado, en el teatro Die Werft actuó el primer joven condenado en Alemania por el delito de viajar a Siria para luchar junto al autodenominado Estado Islámico. Cuando volvió a Alemania, fue detenido y enviado a la prisión de Wiesbaden. “Era una persona sin ninguna personalidad”, dice Dechow. “Varias veces quiso salirse del proyecto porque, como su caso había sido famoso, su madre le había dicho que si actuaba quizás aparecería en los diarios y que eso no iba a ser bueno para él. Pero a mí me tomó diez minutos convencerlo de que se quedara. Esto pasó una y otra vez, y yo me pregunto cuántos minutos le podría llevar a un nuevo extremista convencerlo, ahora que está en libertad, de regresar a Siria”.
Los ensayos de teatro en la prisión de Wiesbaden comenzaron hace diez años. Uno de los primeros proyectos que estrenó Die Werft fue Antikörpen, la historia de una utopía en una prisión alemana. Como las puestas estaban funcionando, Dechow le dijo a las autoridades de la prisión que el proyecto debía salir a la sociedad, y que había que buscar un acuerdo de cooperación con el teatro estatal. Pero no era sencillo hacer que los presos actuaran afuera y por eso, en 2011, la directora de la prisión le dijo a Dechow: “Si ellos tuvieran su propio teatro adentro de la cárcel, ¿estaría bien?”.
Un rato después de mi entrevista con Arne Dechow, yo mismo me encuentro en la puerta de la prisión de Wiesbaden. Aquí, según la revista Der Spiegel, los reclutadores islamistas buscaban a sus potenciales mártires. Hoy es un día soleado de verano y no hay casi nadie en la calle. La prisión se alza en una zona alejada del centro, y hay dos líneas de alambre de púa y un enrejado, pero ningún policía monta guardia y tampoco veo ninguna caseta de control. La puerta de ingreso es sencilla: un guardia recibe los documentos; otro abre una segunda puerta.
Arne Dechow también está aquí, y vino con Peter Protic, su mano derecha. Luego de diez años, ya caminan solos en estos pasillos; los policías casi no les hacen preguntas y los saludan amablemente. También estrechan la mano de Martin Meyer Husamuddin, un alemán converso que hace de imán de esta prisión y que pasa a nuestro lado fugazmente.
Atravesamos un patio y bordeamos algunos edificios bajos y, pasando una puerta oscura, por fin llegamos a Die Werft. Es un espacio con un escenario pequeño y con lugar para unos sesenta espectadores en gradas. Las paredes están pintadas de negro. Ayer mismo, aquí hubo un profesor de cine que proyectó algunas películas (Victoria, de Sebastian Schipper; Niños del hombre, de Alfonso Cuarón; y otras) y que dio lecciones de planos para un puñado de presos, que en noviembre harán de jurado en un festival local. A fin de cuentas, este lugar se parece más a un sótano del underground que a un sector de una prisión alemana.
Adentro nos esperan algunos de los actores, jóvenes que purgan condenas de hasta cinco años y que encuentran en el teatro una ventana. Pronto comenzarán con un ejercicio de improvisación: al final, llegarán a situaciones de peleas mezcladas con escenas graciosas de baile y diálogos un poco bizarros.
“El teatro te puede gustar o no, pero yo creo que en prisión hay que probar todo tipo de actividades”, me dice Matze (su apellido, como el de los demás actores, no aparece aquí por una indicación de las autoridades de la prisión). “A mí me sirvió para superar mis propias sombras”. De chico, Matze –un rubio fornido que purga condena por algunos robos a mano armada y que hoy usa el nombre artístico de Tony Al Galante– tenía problemas de lectura, pero en este teatro aprendió a memorizar textos largos y líneas de William Shakespeare y ahora, cuando le queda poco para salir en libertad, sueña con trabajar como cocinero, un oficio que aprendió aquí. “Creo que estoy listo para memorizar también un menú”, dice.
A su lado está Farba, que nació en Lille, Francia, y se crió entre Estados Unidos, Francia y Alemania, siguiendo las mudanzas de su padrastro, un ingeniero. Farba llegó a la cárcel por haber asaltado a un hombre al que además le dio una paliza. Fue en 2012: por entonces se drogaba mucho.
Cuando entró a su celda, este moreno atlético comenzó a pensar en sí mismo: en quién había sido y en quién era, después de todo. “Acá adentro aprendés a conocerte tan, tan intensamente”, dice. “En las malas situaciones ves tu verdadero rostro”. En soledad, Farba piensa en sus padres, que han nacido en Senegal, y recuerda sus propios viajes a Grand Yoff, la ciudad natal de su abuelo, en ese país. “Cuando salga tendré que volver a ir para ver el sitio de mis raíces con nuevos ojos”, dice. “La libertad y las raíces están interconectadas: si conocés tus raíces, te sentís más liviano. Pero si no las conocés, buscás algo equivocado con qué identificarte y hacés tonterías”. Un tiempo atrás, el grupo de teatro montó Macbeth y a Farba le interesó. Llegó tarde a la convocatoria, pero tuvo suerte: uno de los actores se fue y desde entonces él, que tomó su lugar, actúa papeles de primera línea.
Jonathan, que está al lado de él, usa el nombre artístico de Carlos de la Máquina. Su abuelo, que se llamaba José y era brasilero, tuvo una hija en Angola. Y ella migró a Alemania, donde crió a Jonathan, que había nacido también en África y que ahora es el más inquieto del grupo de actores. Lleva cuatro años preso y todavía le queda uno más y, aunque podría salir en libertad ya mismo, prefiere esperar un poco para arreglar sus documentos y quedarse a vivir en Alemania, adonde quiere criar a su hijo bebé. “El teatro es bueno”, dice, en portugués, el idioma que aprendió de su madre. “Estás en un rol. Yo ya no soy Johnny; soy otro y puedo hacer lo que quiero. A la noche, me acuesto y pienso: ‘Sí, hoy fue un buen día’”.
Toe es el último del grupo. Se crió en Preungesheim, un gueto turco de Frankfurt en el que los policías llegan ocasionalmente y en grupos de a decenas, y en el que algunas familias devenidas en clanes controlan la calle, las drogas y el comercio. Toe, cuyo nombre artístico es I. Dean Toe, conoce también Estambul, Kayseri y Trabzon; y se siente más turco que alemán. Un día, en la boda de su primo, Toe hizo lo que finalmente lo trajo a Wiesbaden: como el novio de su hermana era un bravucón que la maltrataba y que la insultaba, Toe, que lo odiaba y estaba un poco borracho, tomó un cuchillo de la mesa, caminó hacia él y se lo hundió siete veces en el cuello y en el pecho, delante de toda la familia y de los invitados. El tipo se pasó dos meses en el hospital y sobrevivió. “No estuvo bien; después de esto la boda continuó, pero no con la alegría con la que venía antes”, dice Toe. Su hermana se separó y estuvo en shock durante mucho tiempo. “Pero al final se dio cuenta de que la sangre es más densa que el agua”, dice él. “Ese es un refrán turco que quiere decir que la familia es más fuerte que un amor”.
Toe interpretó a un terrorista en la obra Klub 27, que este grupo montó el año pasado. En esta historia, su personaje llega por error al cielo de los rockeros muertos a los 27 años (Kurt Cobain, Jimi Hendrix, Jim Morrison y otros) y mantiene, en el Más Allá, algunas discusiones graciosas acerca del arte y de la vida. “El teatro es muy divertido”, dice ahora Toe. “Y además tenemos la chance de salir de nuestros cuartos y venir a este lugar, que casi es como si no fuera una cárcel”.
El próximo 19 de octubre, Die Werft estrenará un “drama-documental” titulado Die Räube: Ein Dokumentardrama. Está basado en Los bandidos, de Friedrich Schiller, un clásico del teatro alemán del siglo XVIII, pero la versión de los presos combina el texto original con secuencias filmadas y actuadas, en base a entrevistas en las que los detenidos hablaron sobre sus vidas.
Nos quedamos un rato en el teatro. Hoy no hay un ensayo general, sino aquel juego de improvisación y un poco de conversación. Estos actores son tan entusiastas y enérgicos que cuesta imaginárselos en otro rol en la vida. Luego, cuando salimos, Dechow me explica que él no hace teatro desde el punto de vista del rescate. “El arte es un tipo de pensamiento acerca de uno y de sus pares”, dice. “Si no querés ser un empleado aburrido y predecible en la vida, y tampoco encontrás al arte, quizás te convertís en un alcohólico o en un enfermo, en un extremista o en un delincuente. Pero si querés ser parte de una sociedad democrática, tenés que pasar a través de este tipo de experiencias y aprender a pensar”.