En su reciente lista, Condé Nast Traveler, uno de los medios especializados en turismo más influyentes del planeta, incluye a Iruya
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“Colgado de la montaña”, así se lo describe a Iruya en el afán de encontrarle una metáfora a su soñada ubicación. El pequeño pueblo salteño se asienta a 2700 metros de altura, fue fundado en 1753, y solo se accede por Jujuy, luego de atravesar un camino encantador y peligroso en una serpenteante travesía por precipicios de 4000 metros de altura. En su reciente lista de los 50 pequeños pueblos más bellos del mundo, Condé Nast Traveler, uno de los medios especializados en turismo más influyentes del planeta, lo incluye.
Iruya tiene “un encanto antiguo”. Es un pueblo postal con una belleza primitiva, su capilla pintada de amarrillo con techo turquesa contrasta con el ocre fundante del cerro y de sus casas hechas de adobe. Viven 1500 habitantes y hasta hace 10 años no tenían electricidad. Se lo ve desde lejos, recostado en una de las laderas de un cerro del cordón serrano de Santa Victoria, como si fuera una península. Dos ríos, el Iruya y el Milnahuasi lo abrazan, durante diciembre a marzo es la época de lluvia y sus cauces provocan aludes que los lugareños llaman “el volcán”. En esos meses el pueblo queda aislado.
Sus calles empedradas, angostas y empinadas siguen el diseño de la montaña. Las cholas bajan lentamente con sus atuendos típicos, a buscar provisiones en los pocos almacenes que ofrecen productos de la altura, maíz, habas, papines, frangollo y algo de charqui. Todo queda lejos y muy pocas veces al año, sus habitantes salen del pueblo. No es fácil y es costoso. Precisamente esta sensación de aislamiento es lo que lo convierte en un destino soñado. El tiempo se ha detenido y son muy pocas las señales del mundo moderno.
Ícono de la Salta auténtica y desconocida, en los últimos años se ha transformado en una meca para los turistas nacionales y mucho más para los que vienen de todo el mundo. El pueblo con el que tiene más conexión es Humahuaca, a 70 kilómetros. Un micro sale a diario, y se tarda cuatro horas para llegar.
El viaje hasta el pueblo es una aventura inolvidable. Está a 310 kilómetros de Salta, pero para llegar se necesitan por lo menos siete horas. Es necesario abandonar esta provincia para cruzar gran parte de la región más pintoresca de Jujuy, por la ruta 9, atravesando la Quebrada de Humahuaca. Dejando atrás Purmamarca, Maimará, Tilcara y Huacalera (por aquí pasa el Trópico de Capricornio), en el cruce con la ruta provincial 13, se accede a un camino de ascenso por montañas y pueblos perdidos, algunos ya olvidados con uno, dos o cuatro habitantes. Apenas una casa pequeña, una familia, un horno de barro humeante y algunos cabritos flacos. La nieve los enmarca en la melancolía.
Pie de Cuesta, Pueblo Viejo o Colanzuli, algunos de esos poblados en donde las costumbres no han cambiado desde la época precolombina, vidas simples que deben convivir con las nubes. A los 4000 metros se llega a un hito: en lo alto de una curva se ve un cartel: “Abra del Cóndor”, es el límite entre Jujuy y Salta, más allá de esta curva comienza la verdadera travesía, y el reingreso a Salta. Los últimos 26 kilómetros conducen a una bajada de 1200 metros que bordea la montaña, el camino es de ripio, con serrucho y entre la ladera los manantiales sudan agua, convirtiendo la huella en una trampa para el desprevenido. Se aconseja no hacerlo de noche, y a no más de 30/40 kilómetros por hora, de día.
Montañas nevadas, azuladas, coloradas y verdosas develan –como una epifanía– a lo lejos, el destino más preciado, Iruya.
Hermosa y famosa región
La lista de Conté Nast Traveler se pregunta para presentar a Iruya: “¿Quiere ver de cerca la famosa y hermosa región de Salta en Argentina? Bueno, Iruya lo es. Sólo se puede acceder a este pequeño pueblo a través de un viaje en autobús muy polvoriento de cuatro horas desde Jujuy. Una vez que llegue tendrá vistas despejadas del río Iruya, cóndores volando arriba y la asombrosa meseta andina en cada esquina”.
Ubica al pueblo salteño en el puesto 20, de un total de 50. “Para que comiences tu próxima aventura de cuento de hadas, hemos reunido 50 de los pueblos pequeñas más bellos del mundo”, mencionan antes de presentar la lista.
“Atribúyalo a los lugares amigables, los hoteles boutique o el encanto antiguo, nunca nos cansaremos de las escapadas a los pueblos pequeños”, afirma.
The Most Beatifull Small Towns in the World reúne pueblos de todos los continentes que sugieren sus asesores en cada país.
Iruya comparte esta distinción con otros pueblos de la región: Colonia del Sacramento (Uruguay), Guatapé (Colombia), Baños (Ecuador) y Bocas de Toro (Panamá). Conté Nast Traveler forma parte de un multimedio mundial con sede en New York con presencia en más de mil millones de consumidores en 32 mercados. Sus marcas icónicas son Vogue, The New Yorker, Vanity Fair, GQ y Wired.
“Les hablé de Iruya, es un pueblo hermoso”, afirma Maíta Barrenechea, asesora especialista en la Argentina para Condé Nast. Creadora de “Mai10, Artesanos de viajes soñados”, fue pionera en descubrir destinos desconocidos y fue considerada por la revista “Travel + Leisure” como una de las “World’s Top 10 Power-Brokers, Most Informed, Well-connected and influential persons in the travel industry” (las diez agentes de poder más informadas, mejor contectadas y personas influyentes en la industria del turismo en el mundo).
“La postal del pueblo colgado del precipicio te enamora”, afirma Barrenechea. Viaja a Iruya desde la década del 70, cuando en el pueblo no había caminos demarcados ni hoteles. “El Falcon se apunaba y había que hacer el viaje por etapas, haciendo paradas”, recuerda. ¿Por qué lo sugirió a Condé Nast? “Tiene mejor lejos que cerca, la vista cuando te acercás es impactante, es como si fuera una isla en medio de la puna, camino a las yungas”, cuenta.
“Llegar a Iruya es una gran aventura, su camino zigzagueante es único”, refiere Barrenechea a la experiencia de bajar lentamente por una huella apenas visible con cruces a los costados, que recuerdan el peligro de la montaña, pero también la tradición. Las apachetas decoran el camino, esos pequeños montículos de rocas que se ofrendan a la Pachamana en los tramos difíciles. “Vas parando y agregando piedras”, sugiere Barrenechea. “De lejos, Iruya cuelga en el vacío”, agrega.
Conocedora de los gustos de los turistas extranjeros, puede concluir acerca de por qué genera atracción. “Es la sensación de un pueblo aislado y solitario”, confiesa Barrenechea.
Los aromas de la montaña son otra de las claves de por qué el pueblo salteño está entre los más lindos del mundo. A un costado de la iglesia y frente a la plaza existen algunos pequeños comedores familiares donde se ofrecen platos como el guiso de charqui con ocas (papines dulces), locro, milanesa de llama con quinoa, las clásicas empandas y el picante de mondongo.
Fundado en 1753, los historiadores acuerdan que ya en 1640 había presencia de españoles. El Marqués de Toro fue el primero en llegar. Levantaron unas casas de adobe y soñaron con crear un pueblo. Lo llamaron Iruyoc (en kolla, lugar de paja dura), trajeron una imagen de la Virgen del Rosario, un alud sepultó el pueblo y un pastor halló la virgen entre los pastos. La llevó donde estuvo la capilla –ya desaparecida– pero a los días volvió a estar tirada en el lugar donde la vio por vez primera. La señal fue clara. Iruya se construyó en ese lugar.
Los cóndores sobrevuelan el pueblo y las nubes bajan hasta las calles adoquinadas. En el antiguo cementerio, en la parte más elevado del pueblo, el cielo es el techo de las almas que descansan en soledad. “Una sola palaba define a Iruya: es mágico”, resume Barrenechea.
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