Un estudio alerta sobre el impacto de la pandemia en el malestar psicológico de los argentinos
Se trata de una investigación del Observatorio de la Deuda Social Argentina en la población mayor de 18 años
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Hacia finales del año pasado, con la reapertura de actividades, creció el malestar psicológico y la infelicidad en la población de menos recursos y disminuyeron las redes de contención en los mayores de 60 y las mujeres, con un aumento de la tendencia social a negar o evitar los problemas por hartazgo, de acuerdo con un relevamiento del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA). A la vez, uno de cada cuatro mayores de 18 siente que no puede controlar el entorno y se profundizó la brecha entre los que más y menos recursos tienen en la posibilidad de plantearse proyectos a futuro.
La investigación del equipo de la Universidad Católica Argentina (UCA), que se da a conocer hoy, detalla la tendencia de esos indicadores entre 2010 y 2021 en unos 5800 encuestados cada año, incluidos los dos primeros de la pandemia de Covid-19 con el cierre de actividades en 2020 y la flexibilización de las restricciones en 2021, sobre todo durante la segunda mitad del año. Esas tendencias se cotejaron, a la vez, con un subgrupo de los participantes de la Encuesta de la Deuda Social Argentina, entre julio y octubre de 2019, 2020 y 2021, para comparar los períodos 2019-2020 (antes de la pandemia y durante el máximo impacto del aislamiento) y 2020-2021 (durante la vigencia del distanciamiento social y la vuelta a las actividades).
Se tuvo en cuenta el estrato socio ocupacional, el nivel socioeconómico, la condición de pobreza por ingresos, la educación y regiones urbanas, además del sexo y la edad.
“Los datos que reportamos son indicadores que describen características poblacionales que no se evalúan en otras mediciones representativas en la Argentina”, señala Solange Rodríguez Espínola, doctora en psicología y coordinadora del Programa de Capital Humano y Bienestar del ODSA, que hizo el estudio.
“Tratamos de evaluar las condiciones no solo económicas, sino también subjetivas, como las creencias, los estados de ánimo y emocionales, la percepción de la propia salud, los recursos y las habilidades individuales y las capacidades cognitivas. Esto nos permite visualizar las brechas para apuntalar el déficit, si lo hubiera, y poder intervenir con políticas públicas para mejorar el desarrollo personal.”
La investigadora explica que en la medida en que se de esa mejoría, más recursos y condiciones tendrá una persona para enfrentar los problemas cotidianos, planificar su proyecto de vida o encontrar trabajo. “Si recibimos una asignación, una ayuda social o un salario, pero no sabemos cómo administrarlo, por ejemplo, eso afectará nuestras capacidades para desarrollarnos. Las personas con mejores recursos y habilidades cuentan con más potencial para revertir las carencias educativas, sociales, laborales y económicas. Una sociedad mejora en función de cuánto lo hagan los individuos que la componen”, dice Rodríguez Espínola, que coordinó el estudio con Agustín Salvia.
Más sensible
Mientras que la buena noticia, según se desprende de la investigación, es que la mayoría de la población dispondría de herramientas para superar las condiciones que pueden afectar su bienestar psicosocial y emocional, hay una proporción más sensible a su influencia.
En 2020, el primer año de la pandemia, el 23,6% de los mayores de 18 sentía malestar psicológico, de acuerdo con los resultados del estudio “Impacto en el bienestar subjetivo y la salud de la población en el contexto de pandemia”. Y ese es, a la vez, el valor más alto de ese indicador relevado en la última década.
El año pasado, en tanto, esa proporción que seguía manifestando tener síntomas significativos de ansiedad y depresión descendió al 20,7%, principalmente por una recuperación en el nivel medio profesional y no profesional y de bajos recursos, con trabajos informales. En cambio, en la población con problemas de vivienda, sin trabajo ni estudios básicos completos, el malestar psicológico trepó el año pasado a casi el 40% de las personas en esa situación.
Lo mismo ocurrió con el sentimiento de infelicidad: en 2020, el 14,5% de la población dijo sentirse poco o nada feliz, la proporción más alta de la década, mientras que bajó al 13,4% el año pasado, excepto en los más vulnerables en lo social, laboral y económico. Si bien en las personas con más carencias ese sentimiento siempre estuvo, desde 2010, por encima del 18%, entre 2019, antes de la pandemia, y 2021, pasó de casi el 24,5 al 29% el año pasado.
“Las mujeres tienden a sentirse menos felices que los varones —apunta el equipo de investigación—. A la vez, los adultos de entre 60 y 74 años son los que presentan mayores índices de infelicidad.”
La percepción de no tener apoyo social a través de familiares o amigos se da en dos de cada 10 personas, el valor más bajo desde 2010 y con una disminución el año pasado con respecto de 2020, en el que el que pudo influir el aislamiento.
Un cambio inesperado
Pero si hay un resultado que sorprendió a los investigadores fue la forma de enfrentar situaciones problemáticas y la percepción de que la capacidad de cambiar el entorno no era propia, sino impuesta.
“El año pasado, sobre todo hacia el final del año, con la flexibilización de las actividades, se neutralizaron las diferencias por estrato socio ocupacional de los años anteriores en la manera de responder a un problema, sobre todo entre 2019 y 2020 –dice Rodríguez Espínola–. En 2021, en los estratos más altos, profesionales y no profesionales, vemos que aumenta evitar o negar un problema como modo de enfrentar el estrés. En un contexto de hartazgo, se tiende a no confrontar. En los más vulnerables, vemos que evitan menos los problemas y hacen más énfasis en la confrontación de la realidad, pero con pocas diferencias entre los grupos.”
Eso es nuevo y se replicó al relevar la sensación de control del entorno. Una de cada cuatro personas, de acuerdo con el estudio, “piensa que sus acciones no son eficaces para hacer modificaciones en el entorno, que depende del destino y que sus comportamientos son dirigidos” por otros con algún grado de poder o superioridad.
“En ambos casos, los resultados podrían atribuirse a un efecto pospandemia”, opina la investigadora.
Con la situación económica y laboral, ese efecto también influiría en la ausencia de proyectos personales, que en los más vulnerables asciende al 30%, mientras que en los sectores medios profesionales, registra un leve aumento en 2021 con respecto del año previo. “Esto está muy asociado con el proyecto personal y la capacidad de planificar y definir objetivos”, indica Rodríguez Espínola.
“La llegada de la pandemia provocó una serie de cambios en la vida de las personas, en especial en aquellas que habitan en grandes centros urbanos. Los hábitos y las rutinas se modificaron para controlar la propagación del Covid-19, así como también se implementaron comportamientos para conservar la salud”, señala el equipo, que incluye también a Pilar Filgueira, María Agustina Paternó Manavella y Carolina Garofalo.
“Sin embargo —continúan los autores—, el impacto que los cambios tuvieron en la salud como en el bienestar subjetivo de los individuos continúa sosteniendo desigualdad y marcada vulnerabilidad en los diferentes segmentos poblacionales. La salida de la pandemia y los efectos coyunturales que preceden y se agudizan en los últimos años requieren un esfuerzo estratégico para construir una población con mayor capacidad de desarrollo.”
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