Un escenario inédito para el que no tenemos defensa, y del que no hay escapatoria
Poco antes de las 20 volvió el servicio, pero hasta entonces nos sentimos desorientados; ¿por qué?
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Podría pensarse que una caída masiva y prolongada de WhatsApp no es diferente de un apagón. Es cierto. Se parecen, además, en dos aspectos: damos por sentados a ambos servicios y nunca avisan antes de cortarse.
Sin embargo, que WhatsApp deje de funcionar nos golpea en espacios más íntimos y por completo diferentes de un corte de luz. Aunque son más peligrosos y pueden causar más daños económicos, los cortes en el suministro eléctrico no hacen sino dejarnos en un mundo que para la humanidad, bien o mal, fue normal durante más de 300.000 años. Sí, constituyen un retroceso, son peligrosos, causan enormes pérdidas económicas y en ciertas condiciones resultan letales, pero el mundo sin luz es conocido.
Internet, en cambio, nos proyectó a una realidad que esta especie, simplemente, nunca había experimentado. Ya no es lamparita mata candelabro. El mundo en el que estamos viviendo es inédito, recién estrenado. Tanto, que a veces parece demasiado bueno para ser cierto. La pandemia fue una prueba feroz: si el Covid-19 nos hubiera golpeado cuarenta años atrás, con los vuelos aerocomerciales en pleno auge, pero sin internet pública ni computadoras económicas (mucho menos de bolsillo), el desastre habría tenido proporciones apocalípticas. Pero fue esta nueva realidad de las conexiones globales, veloces, accesibles, instantáneas y transparentes, y de potentes dispositivos de cómputo que llevamos en el bolsillo, lo que permitió que una parte sustancial de la economía planetaria continuara funcionando. Lo llamamos, a falta de una palabra mejor, teletrabajo. Pero sin internet y sus productos más populares (de WhatsApp a Zoom, con Netflix para soportar el aislamiento) habría sido inviable.
Fuera de la pasmosa concentración que esta industria ha exhibido a lo largo de su historia (AT&T, IBM, Microsoft, Google, Facebook, por citar solo los más salientes), las nuevas tecnologías nos han brindado una cotidianidad de ciencia ficción. De ciencia ficción en serio, no es solo una frase hecha. Llevamos en el bolsillo dispositivos que hace solo cuatro décadas pesaban tres toneladas y costaban US$18 millones. No lo advertimos y, como somos muy adaptables, le mandamos un video al electricista para que vea exactamente qué artefacto se nos rompió. No solo es futurista, no solo era imposible hace cuatro décadas, sino que además está bueno. Resuelve. Resuelve demasiadas cosas demasiado bien demasiado rápido. Desde quién va a buscar los chicos al colegio hasta esta nota, que por supuesto en otro momento habríamos coordinado por WhatsApp y ayer hubo que hacerlo por teléfono y mail. Desde el flirteo que dará origen a una relación de toda la vida o un escándalo en el grupo del consorcio, hasta los avisos para darse la vacuna contra el Covid, nuestras vidas pasan hoy por los mensajeros instantáneos.
Pero hay algo más. La mensajería instantánea existe desde las épocas del ICQ (¿se acuerdan?) y el MSN Messenger. La clave está todavía más cerca, y se llama miniaturización. Hemos incorporado a nuestra vestimenta, a eso sin lo cual no salimos de casa, un prodigio de ingeniería llamado “teléfono inteligente”. No es solo mensajes. Es fotos, video, mapas con geolocalización satelital, el vivo de Instagram, la videoconferencia, la cita, la cancelación de la cita, la reunión, las clases virtuales, las campañas publicitarias, los dichos de un presidente en Twitter, las noticias y, claro está, los cumpleaños de los amigos. Como un adhesivo social, vinculándolo todo, hoy está WhatsApp.
El problema es que, como se trata de una realidad nueva, no tenemos anticuerpos para cuando se cae WhatsApp y nos expulsan de la Matrix. No hay velas que valgan en semejante apagón. Sí, cierto, pataleamos y echamos mano de los SMS, pero ni siquiera encontramos la app en el teléfono. ¿Era una app o era otra cosa? Nos subimos en masa a otros mensajeros, que no solo no tienen espalda para soportar semejante carga súbita (Telegram falló ayer, como consecuencia de esto), sino que además es menester que nuestros interlocutores tengan esos otros mensajeros. No siempre es así. Y además, asunto para nada menor, hay que aprender todo de nuevo.
La escala de esta nueva realidad es tan descomunal que pasamos por alto dos detalles muy perturbadores: gran parte de todo lo que ocurre en internet está automatizado y no pagamos dinero por el mail, WhatsApp ni Twitter. Eso también forma parte de una realidad a la que no estamos acostumbrados.
Cuando se corta la luz uno se siente con derecho reclamar. Indignado, espera a la cuadrilla. Tarde o temprano, la cuadrilla llega, trabaja y vuelve la luz. Es una cadena de eventos comprensible. En cambio, lo de internet es enteramente opaco, hermético e inapelable.
¿A quién recurrir aquí? Cinco horas después del corte, Mike Schroepfer, director de Tecnología de Facebook, firmó un comunicado anodino en el que decía que tenían problemas de red (vaya novedad) y que estaban trabajando para resolverlo. “¿Cuándo va a volver WhatsApp?”, me preguntaban ayer en un programa de radio. Imposible saberlo. Seis horas después del apagón, sospechábamos que había sido una falla en algo llamado Border Gateway Protocol, pero no teníamos confirmación.
Son raros estos cortes, pero dejan en carne viva el hecho de que vivimos tiempos recién estrenados, con realidades que todavía nos llevará varias generaciones metabolizar. Para entonces, es muy probable que haya nuevas tecnologías, quizás incluso más disruptivas.
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