A raíz de los sesgos los científicos admiten que en algunas ocasiones se tiende a fijar en los hechos más llamativos o en aquellos relacionados con nuestra experiencia personal
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¿Recuerdan ese chiste en el que una persona busca bajo un farol las llaves que se le perdieron en un callejón oscuro, simplemente porque la tarea es más fácil con luz? Pues todos hacemos un poco lo mismo en algún momento. Y los científicos, que no son ajenos a las debilidades humanas, también.
La estadística, una de las ciencias más útiles y rigurosas, ha servido en muchas ocasiones para argumentar debilidades, incluso desvaríos. Y es que a veces, guiados por nuestros propios sesgos, los científicos tendemos a fijarnos en los hechos más llamativos o en aquellos relacionados con nuestra experiencia personal, en lugar de ver en los datos relaciones indirectas o inesperadas.
Y por esta razón, el sesgo de quien interpreta los datos puede producir fenómenos para reír o para echarse a llorar.
Por ejemplo, llevados por sus sesgos, algunos científicos interpretaron que la formación de las mujeres era contraproducente para cuidar enfermos, o que el tamaño del pene medio en un país tenía relación con la renta per cápita.
Una lectura machista de las estadísticas para tratar a indigentes
Es célebre el caso de la enfermera Florence Nightingale, cuyo diagrama de área polar (o “de la rosa”), elaborado a partir de los datos recopilados mientras prestaba servicio sanitario en la guerra de Crimea, sirvió para convencer a todo un país de que las insalubres condiciones de los hospitales de campaña podían matar más que las balas.
Sin embargo, quizás no es tan conocido el hecho de que sus estadísticas también fueron usadas para desmentir otras falsas creencias. Entre ellas la extendida por los gestores de los hospitales que atendían a indigentes en Reino Unido, que afirmaban sin pudor que los enfermos asignados a enfermeras profesionales evolucionaban peor que los atendidos por enfermeras voluntarias sin formación específica.
La tesis que realmente pretendían demostrar los médicos es que la cualificación técnica de las mujeres entorpecía su instinto natural para proporcionar cuidados. El farol que se marcaron estos señores con sus datos muy probablemente tenía que ver con la oposición social a la educación superior de las mujeres imperante en la época.
Sea como fuere, los números de Nightingale demostraban que lo que ocurría en realidad era que los heridos más graves –y por tanto con peor pronóstico– eran usualmente asignados a enfermeras de carrera.
Este es un ejemplo de lo que se conoce como paradoja de Simpson, que viene a decir que la forma en que agregamos los datos tiene mucho que ver con la lectura que queramos hacer de ellos: obviamente no es lo mismo calcular la mortalidad de los pacientes en función de la cualificación de las enfermeras que los atienden que según la gravedad inicial de sus dolencias.
Los hombres calvos y el covid-19 agudo
En junio de 2020, la revista Forbes publicó las sorprendentes conclusiones de un estudio según el cual “los hombres calvos tenían un riesgo más alto de sufrir covid-19 aguda”.
Poco tiempo después, Forbes se vio obligada a rectificar apuntando que el estudio no había tenido en cuenta la edad de los participantes, que resulta ser un factor de riesgo tanto para sufrir covid-19 aguda como para perder el pelo.
Durante la pandemia, la avidez de noticias y la falta de pericia estadística impidió en muchas ocasiones identificar los auténticos factores causales de las conclusiones ofrecidas por algunas investigaciones que iban de farol, a lo grande.
El tamaño del pene y la renta per cápita
El economista Tatu Westling, de la Universidad de Helsinki (Finlandia), publicó en 2012 un artículo titulado “Órgano masculino y crecimiento económico: ¿el tamaño importa?”.
Aunque a priori el tema no parece dar de sí más que para una tertulia de televisión sensacionalista, lo cierto es que el análisis fue publicado en una revista científica y defendido con entusiasmo por su autor (e incluso por alguno de los editores) en varios eventos posteriores.
Para llevarlo a cabo, el doctor Westling cruzó datos de la renta per cápita de 121 países entre 1960 y 1985 con el tamaño del pene de los varones de esas naciones (por lo visto existe una exhaustiva base de datos al respecto, no nos pregunten quién la financió ni por qué lo hizo).
Buscando correlaciones entre ambas variables dijo haber encontrado una significativa para 76 de esos países en el año 1985. Sus conclusiones se resumen en la siguiente gráfica publicada en el artículo: en el eje vertical se indica la renta per cápita en miles de dólares, y en el horizontal la dotación genital de los señores expresada en cm.
Si se observa la disposición de los países en la gráfica, se comprueba que el cuadrante inferior izquierdo está ocupado mayoritariamente por países asiáticos, y el inferior derecho por países africanos. Así que, pásmense, el autor dice encontrar una correlación cuadrática entre ambas variables.
En otras palabras, afirma que esa U-invertida es “un buen resumen” de los datos recogidos. Incluso postula, “aunque con reservas”, que el tamaño del órgano masculino resulta ser un mejor predictor de la evolución del PIB que el régimen político del país en cuestión. ¡Con un par (de p-valores)!
No sé si estarán de acuerdo, pero para encontrar un patrón en esa maraña de puntos hay que tener mucha fe en la testosterona. Sin embargo, el autor se atreve a sugerir, además, relación causal basada en el siguiente razonamiento: un mayor tamaño genital implica un mayor nivel de testosterona y, consecuentemente, menor aversión al riesgo y, por tanto, mayor iniciativa empresarial.
Dejando de lado el hecho de que el autor desestima la influencia en la economía de la mitad de la población –la que carece de genitales externos medibles–, apliquemos el principio de contraposición lógica a este razonamiento. Si mayor tamaño implica mayor crecimiento económico, ¿significa eso que una época de recesión tiene como consecuencia una inesperada merma biológica? ¡Como si les hiciera falta más presión a los ministros de economía!
Todos, también los científicos, estamos sometidos a la tiranía de nuestras “farolas” particulares, que nos guían y nos ciegan a la vez. Pero el método científico y el buen uso de la estadística vienen a rescatarnos de los sesgos cognitivos inherentes al ser humano.
No olvidemos que, citando a unos grandes pensadores del siglo XX: “Somos seres racionales… de los que toman raciones en los bares” (Siniestro Total dixit).
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