Pocha y Guillermina pasan sus primeras horas en libertad en un santuario de Brasil tras una llegada triunfal cargada de emoción y algún momento de nerviosismo; la increíble logística detrás de la “hazaña”
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Pocha y Guillermina, las elefantas asiáticas del Ecoparque de Mendoza que vivieron 30 años en un foso de piedra en el que apenas podían recorrer 300 metros, dan sus primeros pasos en libertad en un santuario de Brasil ubicado en el corazón del Mato Grosso. El megaoperativo, del que participó LA NACION en diversos tramos, tuvo ribetes cinematográficos, una larga escena de suspenso y un cierre a pura emoción.
Las elefantas, que son madre e hija, recorrieron 3300 kilómetros en cajas de acero equipadas con cámaras para ser monitoreadas en todo momento durante el viaje y evaluar su estado y necesidades. La logística para semejante hazaña es impactante. Hace más de un año, esos containers habían sido colocados en el recinto donde vivían en Mendoza para que se familiaricen con esas estructuras que las iban a conducir a la libertad.
El traslado comenzó el sábado pasado a las 18, cuando subieron las cajas con las elefantas a un camión ante la presencia de autoridades del gobierno de Mendoza. El vehículo salió custodiado por personal policial y seguido por una fila de autos de cuidadores, veterinarios y personas involucradas en la emotiva cruzada. La caravana atravesó las provincias de San Luis, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Misiones para cruzar la frontera por Foz de Iguazú.
Ayer, a plena luz del día, hicieron su entrada triunfal al Santuario de Elefantes de Brasil a través de un largo y sinuoso camino de tierra colorada que atraviesa las lomadas del Mato Grosso, en un pueblito llamado Río da Casca. Los habitantes del lugar, son aproximadamente 500 en total, esperaban desde temprano sentados en sillas de plástico con máxima expectativa.
A paso de hombre, los enormes vehículos se detuvieron primero en la calle principal. El director del santuario, Scott Blaise, abrió unas pequeñas compuertas por donde las elefantas saludaron con sus trompas a su nuevo suelo, ante la alegría de la gente. Desde allí, una larga fila de autos terminó de recorrer los últimos 10 kilómetros hasta llegar a la entrada del santuario.
La espera de 10 horas
En su nuevo hogar las esperaban corrales de caño color marrón, diseñados para el período de adaptación y provistos de sus platos favoritos: melón, sandía, bananas, uvas, zanahorias y una montaña de tierra blanda y roja. Frente a ellos, la grúa colocó la caja que había trasladado a Pocha, la mamá. Cuando se abrieron las compuertas del techo, apareció su enorme cabeza y luego la trompa por el frente. A partir de ese momento, transcurrieron 10 largas horas en las que la elefanta permaneció dentro del contenedor imprimiendo suspenso al evento. Comió y se bañó una y otra vez. Con inteligencia, arrastraba los manjares que le ofrecían hacia su espacio de seguridad, la caja que ya conocía hacía tiempo.
La caja de Guillermina tuvo que ser colocada a la vista de su madre para que ambas se tranquilizaran. Mientras guacamayos de colores sobrevolaban el cielo, cayó la noche. El equipo -agotado tras varias jornadas sin dormir- seguía ofreciendo todo tipo de estímulos. Hasta que llegó el momento más esperado y estremecedor: Pocha se animó y pisó la tierra blanda, que jamás había pisado. Todo fue fiesta y alegría. Ya cerca de las 23, al ver a su madre, Guillermina se unió a ella.
Una “madraza”
En 1968, Pocha llegó en una pequeña caja, todavía siendo bebé. Treinta años después -con su compañero Tami, que también será trasladado próximamente al santuario- nació Guillermina en cautiverio. Jamás conoció otro espacio más que ese agujero de piedra redondo en el que vivió toda su vida. A pesar de eso, fue mimada y protegida por su madre, quien es considerada una “madraza” por sus cuidadores.
Con el tiempo, la tonalidad de la piel de Pocha fue tornándose más clara de lo común debido al permanente roce de su cuerpo con las paredes de piedra del muro, un reflejo de la magnitud del encierro que padecieron hasta ayer.
La esperanza de trasladar a los elefantes de la Argentina se remonta a muchos años atrás, cuando la ONG Elephant Voices y el norteamericano Blais hicieron una alianza estratégica para crear en Brasil el primer santuario de Sudamérica. “A partir de ese momento, empezamos a visitar los elefantes del país y pronto llegaron los acuerdos con distintos zoológicos’', dice Alejandra García, representante de la Fundación Franz Weber en la Argentina.
Al rescate
La primera elegida para ser trasladada, debido a su edad y deterioro, fue Pelusa, la elefanta del zoológico de La Plata que murió antes de que terminaran los preparativos del viaje. Años después, en plena pandemia, los vecinos de Buenos Aires fueron testigos desde sus balcones de la partida de Mara, la elefanta del Ecoparque porteño.
“No se trata solo de tener un espacio salvaje donde alojarlas. Es mucho más que eso. Debe ser el lugar indicado, tener el diseño justo, la dinámica adecuada y estar preparado para tomar permanentemente una cantidad de decisiones. Los elefantes son majestuosos, inspiradores. Hacemos esto hace 35 años”, expresa Blais.
El traslado de Pocha y Guillerimina demoró más de lo previsto. Si bien estaba planeado para 2021, la hija -muy sobreprotegida según explican los expertos- se negaba a subir a la caja de acero de tres metros de altura.
Gracias a la paciencia de tres entrenadores que trabajaron durante dos años, las elefantas estuvieron listas para partir hace un mes. Pero el problema fue que los permisos requeridos para trasladarlas -firmados por el ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Juan Cabandié- habían vencido. El operativo quedó en medio de una polémica, arriesgando años de dedicación, entrenamiento y dinero invertido. Por un momento “las gordas”, como las llaman sus admiradores, se convirtieron en “nacionales y populares” y se promovió la idea de mantenerlas en el país para enviarlas a un santuario multiespecie, no apto para recibir elefantes, según los especialistas. Finalmente, el permiso salió.
La fiesta continúa y la emoción no se disipa en Brasil, lugar que congregó a los diversos protagonistas de esta “hazaña”. Andrés Pino y su copilota Cecilia Vidal, que se ofrecieron de voluntarios para hacer el viaje con Blais; los cuidadores de toda la vida en Mendoza, Héctor Samuel, Esteban y Miguel Ángel; Trisch London, veterinaria conocida por ser una eminencia, e Ingo Schmidinger, el entrenador alemán que finalmente logró que perdieran el miedo a las cajas, las mismas que ayer no querían abandonar.
Imágenes: Gobierno de la provincia de Mendoza y Clara de Estrada
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