Tras las huellas de la guerra en una ciudad cambiada
HO CHI MINH.- Cuando Ignacio Ezcurra , mi padre, llegó a Vietnam, en abril de 1968, había 647 periodistas acreditados en Saigón y la atención del mundo estaba en este país. Era el primer argentino y la ansiedad se revelaba en su primer despacho: "Las caras se estiran, serias, por la ventanilla, tratando de adivinar la costa baja de Vietnam. Un matrimonio de edad que va a visitar a su hijo soldado me pregunta si lo encontrarán bien. 'Por supuesto, señora'. En la distancia finalmente se dibuja un perfil de sombra".
Ayer, en el mismo lugar, Juan Ignacio Ezcurra, mi hermano, oteaba desde el aire la silueta de una ciudad muy diferente. Llegó a Ho Chi Minh, que como una burla a la afición de los estadounidenses a los acrónimos se anota como HCM City y se decora con banderas rojas, hoz y martillo, centros comerciales, el tráfico endiablado de autos, motos y ocho millones de habitantes, los imponentes edificios estatales, las aún más grandes moles corporativas.
A Juan Ignacio no le fue fácil tomar la decisión de venir, y sin la presión de familiares, amigos y la oración de un piadoso no habría subido a último momento a ese avión donde se nos unió en la travesía a mi hija Luisa Duggan, y a mí.
Antes del acto
En unas horas se realizará un acto en el Museo de los Restos de la Guerra, donde se incorporará a Ignacio Ezcurra al listado de periodistas muertos durante la guerra. Allí nos encontrarán el embajador de la Argentina, Juan Valle, y el cónsul, Francisco Lobo, quienes realizaron las gestiones ante las autoridades del museo.
Estas recibirán para su exhibición la máquina de escribir Lettera que utilizaba Ezcurra, el carnet de periodista de LA NACION y una copia de Hasta Vietnam, el libro que reunió parte de sus trabajos. Además, se entregará la donación de la Biblioteca Nacional que guarda su archivo fotográfico, de dos DVD de las imágenes en alta resolución tomadas durante la cobertura.
Al aterrizar, cruzamos la ciudad y compartimos impresiones recogidas por la recorrida que precedió a este día, en la que madre e hija escudriñamos algunos rincones de esta geografía.
Le contamos que no es fácil encontrar las huellas de la guerra en un país que parece crecer sobre sus heridas, que no hemos visto ni un signo de hostilidad ni rencor, aunque los casos personales están a menos de una generación de distancia. Que entre los pliegues del apabullante progreso que cantan sus estadísticas y demuestran las monumentales obras que brotan como hongos sobrevive una economía básica. Que los hábitos del consumo llegaron antes que los de la democracia; que los niños practican inglés con los extranjeros y, una vez encendida, nada detiene la mecha de la curiosidad. Que la diversidad de creencias religiosas, mitos y supersticiones apabulla, pero todas mantienen en el pináculo a los ancestros. Que qué rara circunstancia a la que nos expone nuestro padre, en este homenaje en unas circunstancias y en un lugar tan ajenos.
Siguen nuestros comentarios hasta la entrada del museo, adonde entramos para conocerlo antes del acto. Llegamos hasta el tercer piso y nos detenemos en la sala donde está expuesto el trabajo de 133 fotógrafos muertos en la guerra. En unas horas a se incorporará Ignacio a ese pabellón.
Todavía estamos ahí cuando se oye un trueno y el cielo cae a plomo en un aguacero tan copioso que no distingue gotas, como un baldazo uniforme e infinito. "Empezó la temporada de lluvia", nos avisan. Ante nuestra consternación, agregan: "Es bueno, limpia el aire".
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