10 años de la Tragedia de Once: “Están las cicatrices, las pesadillas, pero tratamos de seguir”
Sobrevivientes que aún tienen severas secuelas del choque del Sarmiento en la estación terminal porteña; familiares que tuvieron que enfrentarse de golpe a las ausencias; historias de angustias y superación
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Eran las 8.32 del 22 de febrero de 2012. Leonardo Sarmiento, que en ese entonces tenía 30 años, abrió los ojos por primera vez luego de escuchar un estruendo y el sonido ácido que desprendió el vagón al convertirse en una caja amorfa. Aturdido, vio que algunas personas desde el andén grababan la situación con el celular, había pasajeros saltando desde la formación en busca de un lugar seguro y otros corrían hacia el tren con el rostro rígido y los ojos abiertos de par en par. Su torso había atravesado una ventana, mientras que la parte inferior de su cuerpo se enredó con la chapa. Y ahí estaba, inmóvil, atrapado por una especie de puño de acero en medio de una de las peores tragedias ferroviarias de la Argentina.
Lejos de ahí, en Ciudadela, Stella Maris Giménez, una profesora de inglés de 49 años, estaba de vacaciones. Cerca de las 9 aquel estruendo hizo eco en su cuerpo y se levantó de golpe. “Sentía que me ahogaba”, recuerda. Se sentó en la cama, estiró los brazos para intentar recuperar el aliento y prendió la televisión. Sintonizó el noticiero de Mauro Viale, que relataba información de último momento: una formación de la línea Sarmiento había colisionado contra los paragolpes de contención en la estación de Once, en la ciudad de Buenos Aires. Ella empezó a llamar una y otra vez a su hijo, Jonatan Báez, que tenía 27 años, y todos los días se tomaba ese tren para ir a su trabajo en una empresa de seguros. Nunca contestó.
A esa hora, Vanesa Toledo, de 29 años, acababa de llegar a su trabajo en una fábrica metalúrgica ubicada en Virrey del Pino, cuando le sonó el celular. Era el padre de su hija de dos años y medio. Estaba preocupado por Graciela Díaz, de 49, la madre de Toledo. “Me preguntó si sabía algo de mi vieja porque había escuchado de un accidente en Once con el tren que mi mamá se tomaba para ir a trabajar, ella preparaba sándwiches en una confitería cercana a la estación”, relata Toledo a LA NACIÓN. Entonces encendió la computadora, entró en un medio digital y vio las primeras imágenes del tren, identificado como chapa 16, comprimido al final de la vía. Tomó el teléfono y la empezó a llamar. Nunca contestó.
Diez años después
Este martes se cumplirán 10 años de la Tragedia de Once, que fue una mezcla de desidia, corrupción, fallas técnicas y humanas que dejó 51 muertos —entre ellos, una embarazada— y casi 800 heridos cuando el tren, que transportaba cerca de 1200 pasajeros, no frenó e impactó contra la estructura de contención.
Si bien hubo 22 condenados por la tragedia, hoy no hay nadie que esté en la cárcel por la muerte de esas personas. El 15 de noviembre pasado, Juan Pablo Schiavi, exsecretario de Transporte de la Nación, consiguió la libertad condicional tras haber cumplido dos tercios de la pena a cinco años y medio. Era el último funcionario preso.
El empresario Claudio Cirigliano, que era el dueño de la firma Trenes de Buenos Aires (TBA), concesionaria de la Línea Sarmiento, fue condenado a 7 años de cárcel, estuvo dos años y medio en el penal de Ezeiza y sigue su condena con prisión domiciliaria. Solo el entonces secretario de Transporte de la Nación, Ricardo Jaime, que fue condenado por lo sucedido esa mañana de 2012, sigue tras las rejas, pero por otras causas de corrupción en las que está implicado.
Mientras que el exministro de Planificación Federal, Julio De Vido, el más cuestionado por los familiares de las víctimas y los sobrevivientes, está en libertad a la espera de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación resuelva su condena a cinco años y ocho meses de prisión.
Tres horas atrapado y la búsqueda desesperada de los familiares
Sarmiento, que aún se dedica a hacer tareas de mantenimiento y plomería, cuenta que a cada minuto que pasaba su situación empeoraba. Primero quiso hacer fuerza, pero los metales le apretaban la cintura y no podía mover la parte inferior del cuerpo. Cuando llegaron los bomberos colocaron una escalera con una camilla en la parte superior para que él se pudiera apoyar y no termine formando un ángulo de 90 grados entre sus piernas atrapadas por la máquina y su torso que caía hacia el exterior. Tardaron tres horas hasta que pudieron liberarlo, luego de un operativo complejo porque cortar el metal implicaba un riesgo para otros pasajeros. Durante esas horas de dolor, Sarmiento contempló imágenes que lo acompañan hasta la actualidad. La presión del impacto había hecho estragos en los cuerpos.
Mientras los bomberos usaban las sierras como si fueran un bisturí, Giménez, desde su casa en Ciudadela, llamó a Romina, su hija mayor, y fueron directo para la estación de Once. En el camino escuchaban la radio y la desesperación crecía a medida que los medios describían la magnitud de la catástrofe. Mientras Romina manejaba, Giménez seguía llamando a su hijo por teléfono, pero del otro lado de la línea nunca encontró la voz del chico con el que aún compartía la casa, el que le dejaba el mate listo para cuando ella se despertara, el que era visitador médico, tatuador, buen amigo y fanático de Star Wars.
A pocas cuadras de la estación tuvieron que dejar el auto y siguieron a pie, pero no pudieron entrar en Once y solo les quedó observar el movimiento frenético de los servicios de emergencia. Luego, cuando empezaron a dar las listas de heridos y fallecidos en los hospitales iniciaron un recorrido desesperado por distintas instituciones públicas y privadas, hasta que tomaron la decisión de ir a la morgue judicial. Ella, acompañada por sus familiares y amigos de Jonatan, estuvieron sentados frente a la morgue desde las 19, pero su hijo no aparecía. A medianoche les sugirieron ir al cementerio de Chacarita, y en medio de la noche oscura reconocieron los tatuajes de su hijo entre las fotos de los fallecidos.
“Antes de ir a Chacarita, yo ya le decía a Romina que Jony ya no estaba. A mí nadie me avisó, yo ese día me desperté y ya lo sabía”, se lamenta Giménez.
Esa mañana, Toledo también fue directo a la estación junto a otros familiares. El recorrido fue el mismo que el de Giménez: primero un hospital, después otro, y otro, hasta que terminaron en el cementerio de Chacarita. Y también, por un tatuaje, pudieron determinar que Graciela estaba allí.
“Hacían ruedas de reconocimiento donde uno tenía que decir características físicas. Les dije que ella tenía un tatuaje de una cobra en el hombro izquierdo, y así la pudimos reconocer, porque todas sus otras características habían desaparecido. Lo que yo encontré ahí era otra cosa, no era mi mamá”, describe Toledo.
Cicatrices, pánico a los trenes y un dolor imposible de elaborar
Los años posteriores a la tragedia, Sarmiento atravesó importantes intervenciones quirúrgicas. Sufrió el aplastamiento del ciático, quebraduras en los tobillos, en la pelvis. Su cuerpo hoy lleva las cicatrices y, dice, no puede estar mucho tiempo de pie sin sentir dolor. Actualmente trabaja en la Legislatura porteña como personal de mantenimiento. Su salvavidas fue Nancy, un amor de la infancia, a quien conoció cuando él tenía 17 y ella, 15. Pasaron 20 años —cuatro desde la tragedia— hasta que se reencontraron y tuvieron un hijo que ya cumplió 5 y cuando no va a la escuela lo suele acompañar a Sarmiento a trabajar.
“Trato de estar con mi familia. Ellos me salvaron. Pero están las cicatrices, las pesadillas. Tratamos de seguir. Lo que queremos es lo de siempre, que se haga Justicia”, asegura Sarmiento.
Giménez continúa enseñando inglés. Vive en la misma casa donde aquella mañana se levantó ahogada. Jamás se volvió a subir a un tren. Junto a todos los sobrevivientes y familiares de víctimas, sigue la lucha para conseguir Justicia. Quieren ver a De Vido en prisión, no van a parar hasta lograrlo, dicen. En cuanto al dolor, nada cambió.
“La tristeza es exactamente la misma que el 22 de febrero de 2012. Uno no puede elaborar algo que no entiende. Pitu, como le decíamos a Jonatan, era muy luchador, no te dejaba caer. Muchas veces me decía `viejita, estoy orgulloso de vos´. Y yo desde acá le digo: Pitu, en donde estés, quiero que sepas que yo sigo, a pesar de todo, sigo”, señala Giménez.
Mientras que Toledo, una mañana, pocos años después de la tragedia, luego de dejar a su hija en el jardín de infantes se quedó dura del miedo al escuchar la chicharra de un tren. Entonces decidió ir hacia las vías y tomar el próximo servicio. “Me propuse superar el pánico y estuve tres horas arriba del tren. En cada estación rezaba para que funcionaran los frenos”, recuerda.
Ella, en junio de 2012 consiguió un empleo en el PAMI. Del trabajo anterior la despidieron luego de que pidiera una licencia por estrés postraumático. Describe que los primeros años después de la tragedia estuvo triste, pero sobre todo muy enojada y relata la compleja situación que atravesaron los familiares con gente ligada, indican ellos, a los acusados. Desde personas que los seguían, hasta ofrecimientos de dinero para bajarle el tono al pedido de Justicia. También recuerda un tenso encuentro con la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Ahora acaba de volver de sus vacaciones. Se fue a Aguas Verdes, en el Partido de la Costa. Le pidió a una vieja amiga de su madre, si le podía hacer una pastafrola con crema pastelera de chocolate, un invento de Graciela que nunca más pudo comer. “Cuando llegué me estaba esperando con la pastafrola, la probé y me puse a llorar”, agrega Toledo.
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