Esta crónica del drama habitacional que la Argentina padece hace décadas fue producida durante el mes de octubre e integra la edición de noviembre de Rolling Stone. La nota, se basa, entre otros testimonios, en la situación del predio de Guernica, provincia de Buenos Aires, que el jueves 29 de octubre fue finalmente desalojado por 4.000 efectivos de la Policía Bonaerense. El operativo, comandado por el ministro de Seguridad Sergio Berni, retiró del lugar a más de 1.000 familias.
Mientras la policía avanzaba al amanecer, a la mayoría de las familias no le quedó otra opción que dejar atrás casillas y parcelas. Algunos vecinos y militantes sociales resistieron el desalojo. Fueron reprimidos. Treinta y siete terminaron arrestados. Fuego, gases lacrimógenos, topadoras, destrucción. La crisis habitacional, sin embargo, persiste para muchos de ellos, sin techo ni tierra propia a la vista.
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‘Ahora tengo dónde caerme muerto". Sin prólogos ni epílogos. En presente frágil, narra Francisco Benítez. Habla pausado, sereno, seguro. Con la frente bien alta y curtida por el sol. Al mediodía de un helado martes de septiembre, lo encuentro tomando unos mates amargos junto a su ranchito, forjado con cuatro chapones y nylon, en el corazón del predio ocupado. En la casilla guarda un viejo colchón, algunas frazadas, su dignidad. Nada más. Cuenta que es oriundo de Misiones. Sangre guaraní corre por sus venas. Este estoico albañil con 60 años sobre el lomo lleva seis meses desocupado. La cuarentena le comió sus flacos ahorros: "No queda ni para el alquiler. Estoy en negro, ahora no sale nada de nada". Las manos son lo único que tiene. Son su sustento: "Como Dios me trajo al mundo. Cansado, abandonado y olvidado, así me siento". Sin embargo, me jura don Francisco, no va a aflojar. Menos ahora que consiguió el terrenito: "La estamos peleando con los vecinos, hay que aguantar, es duro, pero hay que aguantar. No tenga dudas, esta es nuestra tierra".
El viento que sopla del sur es frío, rabioso, terco. Castiga sin tregua las mil y una casitas hechas con tablas de madera, nylon, alambre, cartón y, si hay suerte, alguna chapa. Están esparcidas en un descampado frente al barrio de Villa Numancia, en los márgenes relegados de Guernica, partido de Presidente Perón, 37 kilómetros al sur de la Capital. Llegan hasta un bosque, los pastizales altos, el límite de un country y más allá. El ventarrón golpea, maltrata, estremece a las casillas. No las puede doblegar.
A finales de julio pasado, empujadas por la crisis habitacional pandémica y la sempiterna falta de techo, unas 2.500 familias ingresaron a este predio de casi 100 hectáreas, en el sur último del conurbano bonaerense. La esperanza era fundar un barrio donde vivir. En el asentamiento se organizaron en asamblea, eligieron delegados y lotearon. Terminaron conformando cuatro barriadas: La Unión, La Lucha, San Martín y el 20 de Julio, en memoria del lunes invernal en el que se encendió la toma.
Gente sin tierra, tierras sin gente. "La mayoría son vecinos de Presidente Perón. Vivían hacinados en casas de familiares o tuvieron que dejar el alquiler por las deudas. Es terrible la situación en cuarentena. Muchos ya estaban a la intemperie", asegura Lorena, docente y militante de base del Movimiento por la Unidad Latinoamericana y el Cambio Social (Mulcs), una de las tantas organizaciones que dan una mano a las familias.
La historia de Guernica, explica la maestra, está cruzada por las tomas: "Así creció esta parte del conurbano en particular, y la Argentina postergada en general. Los asentamientos son la única forma que tienen los pobres para acceder a un techo".
Con Lorena pateamos el barroso territorio. Hay que ir esquivando los charcos que dejó el último aguacero. La maestra cuenta que, después de 45 días de ocupación, las respuestas del municipio y la gobernación de Buenos Aires han sido la judicialización, las chicanas y la represión. "La parte del 20 de Julio está floja de papeles, hasta ahora en la causa nadie presentó documentos –detalla–. Hay solo algunos documentos de posesión y también denuncias por la venta fraudulenta que hizo el anterior intendente. La Gremial de Abogados está siguiendo el tema. Mientras tanto, el barrio se sigue organizando".
Los vecinos que cruzamos me cuentan que, en agosto, funcionarios estatales los engañaron con un falso censo. Tomaron datos y 533 quedaron imputados. En el medio hubo una mesa de diálogo con la intendenta de Presidente Perón, la peronista Blanca Cantero, representantes de la provincia gobernada por Axel Kicillof y los delegados del barrio. "No se avanzó en nada. Está la orden de desalojo. Hay mucho miedo", cierra Lorena. Algunas jornadas atrás, la Policía Bonaerense adelantó el peor desenlace: nueve vecinos fueron detenidos por entrar agua y maderas a la barriada.
"La policía nos verduguea, nos cagaron a palos. Es muy difícil la lucha", cuenta Alejandro, al tiempo que hunde sin descanso la pala en la tierra. El muchacho está armando una huerta: "Mañana le meto semillas, es buena, bien negrita, mire". Para el verano espera cosechar tomate, zapallo y mucha verdurita "para que coman los pibes en la olla popular".
En su parcela del barrio San Martín, Juan cava una zanja para que drene el agua acumulada. Desde su lote se ve el camión de la infantería que vigila el acceso al predio. Dice que tiene 23 años y es cartonero. La calle en cuarentena, asegura el muchacho ya canoso, está cada vez más difícil. Últimamente, no saca ni para los pañales de sus cuatro hijos: "Está re-duro. Mucha gente se metió en el cartón, hasta oficiales albañiles hay cartoneando. Estoy acá porque no puedo pagar un alquiler. Usted nos ve, pasamos frío, no tenemos baño, aguantamos como podemos; esta es nuestra realidad".
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La masiva toma de terrenos en Guernica desnudó una realidad histórica en la Argentina: la falta de acceso a la tierra y la vivienda. Según los guarismos oficiales y los registros del informe de la Confederación de Pymes Constructoras, con datos previos a la catastrófica pandemia, el déficit habitacional alcanza a 3,8 millones de familias, casi un tercio de la población del país. Alrededor de cinco millones de personas viven en 4.400 villas y asentamientos sin acceso a servicios básicos ni a la titularidad del suelo. Unos 1.800 de estos barrios postergados se encuentran en la provincia de Buenos Aires, más de 1.000 en el conurbano. Se calcula que en ellos habitan unas 400.000 familias.
"La zona sur, oeste y norte crecieron así. Por un lado está la urbanización informal, total o parcialmente fuera de la ley, y por otro específicamente lo que son las villas y los asentamientos. Si sacamos una cuenta grosera, hay estudios que explican que dos terceras partes del AMBA crecieron de manera informal. ¿Qué es la informalidad? Básicamente no contar con una tenencia de la tierra o de la vivienda que se asienta sobre ella, con los permisos, las escrituras y los planos. El tema de las villas y los asentamientos es una expresión espacial, que se cristaliza por dinámicas de diversa índole. La pobreza y la falta de acceso al trabajo terminan por favorecer a que se generen este tipo de formas urbanas", reflexiona Ricardo Apaolaza, doctor en Geografía egresado de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet.
En los claustros, el académico estudia desde hace años el diseño y la evolución de las políticas urbanas y del hábitat en asentamientos del Área Metropolitana de Buenos Aires. En el territorio, milita en el Frente de Organizaciones en Lucha (FOL). Para trazar una genealogía de la problemática habitacional, Apaolaza resalta que algunas de las primeras "villas modernas" surgieron en Estados Unidos después del crítico boom del desempleo y la pobreza que dejó el crac de 1929. Esos asentamientos irregulares eran llamados Hooverville, en referencia al mandatario estadounidense durante los primeros tiempos de la Gran Depresión, el ingeniero republicano Herbert Hoover. Migrantes transoceánicos, nuevos homeless y eternos crotos expulsados del sistema productivo se instalaban provisoriamente para capear la malaria en estos espacios más o menos céntricos de las grandes ciudades del gran país del norte. Chicago, Seattle, Saint Louis y hasta el Central Park de Nueva York tuvieron sus villas de emergencia.
En estas pampas, detalla Apaolaza, "la primera villa que se llega a reconocer es Villa Esperanza, la actual 31, que se genera a finales de 1930, cerca del puerto y las terminales ferroviarias. Con la lógica del locus transitorio, sus habitantes estaban un tiempo establecidos hasta que conseguían reinsertarse en el mercado laboral y habitacional formal".
El concepto de "villa miseria" fue creado por el periodista y escritor Bernardo Verbitsky, padre de Horacio. En su novela Villa miseria también es América narra las condiciones de vida en una barriada popular durante la Década Infame.
En los años 40 y 50, con el primer peronismo en el poder y las crecientes migraciones internas, se estableció más gente de la que salía. Pasaron los años y las barriadas nunca dejaron de crecer. "Con la dictadura se dio una regresión brutal del ingreso, la criminalización de la protesta y, en lo estrictamente urbano, los militares pusieron en práctica una vieja idea de Onganía de erradicar las villas –suma el geógrafo–. Videla, con el brazo ejecutor de Del Cioppo y Cacciatore, expulsa a 200.000 personas y literalmente las tira en el conurbano. Los cargaban en camiones y los dejaban en La Matanza, Florencio Varela, Solano. La gente se iba a lo de algún familiar o se metía adonde podía".
En 1977, la dictadura cívico-militar sacó la Ley 8.912, que cambiaba las reglas de juego a la hora de lotear, sumaba condicionamientos y cerraba definitivamente las puertas de acceso a la vivienda para los desclasados. En paralelo, descongelaron los alquileres: "Se armó una olla a presión que estalló en 1981. Gente más o menos organizada, capitaneada por un sector de la Iglesia, realiza la primera gran toma. Se la llamó Monte de los Curas y se dio en Solano. Un escenario parecido al que ves en Guernica. A diferencia de la villa, adonde van llegando de a poco y surgen los pasillos, con la toma se da algo distinto. Se busca urbanizar. Se marcan la plaza, las calles, el lugar para el comedor, para la escuela. Desde ese año hay pila de tomas. Con cada gran crisis, como la hiperinflación, el 2001 y ahora la pandemia, tenemos una nueva oleada. Como te dije, no es algo nuevo. Es histórico".
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Al final de La Lucha está La Esperanza, el comedor que pilotea Gladys. Nacida y criada en Lanús Este, tiene 49 años, cinco hijos y flor de polenta solidaria. "La mamé de mis viejos, que tenían un comedor para 300 personas en Monte Chingolo. En un barrio que se armó como este", dice Gladys, con un brillo beatífico en los ojos arrugados. Después me cuenta una historia que he escuchado en Guernica y escucharé otras veces: "Yo estaba alquilando en Claypole, pagaba 9.000 pesos. Cuido abuelos a domicilio, y con la pandemia me quedé sin trabajo. Sin plata para el alquiler, estuvimos en la calle. Nos enteramos de la toma y vinimos desde el día uno. Como verá, somos miles. Es feo tener que pelear para conseguir la tierra. Ojalá se pudiera hacer de otra forma, con el laburo. Pero nunca me alcanzó".
Gladys pica cebolla, corta tomates, prepara el tuco esta mañana gris de octubre. Setenta bocas se alimentan de la quemada olla que se calienta en una fogata frente a la casilla. "Hace 15 años que peleo por un pedazo de tierra. Me anoté en cien planes de vivienda, esperaba el llamado y nada. Hasta cuotas pagué una vez. Me estafaron. Siguen pasando los gobiernos, y nosotros en la misma, sin techo".
Carolina camina diez cuadras todas las mañanas para conseguir un poco de agua: "Nos da una vecina muy buena del Numancia. Hay otros que se aprovechan, empezaron a cobrar, hasta 100 pesos por bidón", tira la bronca la cocinera del barrio 20 de Julio. Después se acomoda el barbijo casero que la protege de la Covid. No deja de revolver con un palo el guiso de la olla popular. Pollo, cebolla y algo de calabaza: "Cada vecino pone lo que puede y también tenemos donaciones. A la tarde hacemos mate cocido y tortas fritas para los chicos".
Cuenta que es migrante paraguaya, oriunda de las rojas tierras de Encarnación. Se vino con su mamá cuando tenía diez años. Ahora anda por los 26. Fue doméstica y vendedora de ropa. Está sin una moneda. Sola cría a su hija Safira, que corretea un barrilete frente a la casilla. Hace unos días, cuenta Carolina, con alivio recibió la noticia de que se había postergado el desalojo: "Con lo puesto nos vinimos al terreno. Dormimos en una hamaca, cuando llueve nos gotea el nylon del techo. Nada tenemos, si nos sacan de acá, dónde vamos a ir".
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Desde mayo pasado, Andrés "El Cuervo" Larroque está al frente del Ministerio de Desarrollo de la Comunidad bonaerense. La cartera que conduce el histórico dirigente de La Cámpora enfrenta el desafío de dar respuestas a corto plazo ante el histórico problema habitacional y a la vez negociar soluciones urgentes para las familias de las masivas tomas que surgieron en plena pandemia. A principios de octubre, Larroque atiende el celular desde el territorio: "Sabemos que la provincia tiene un problema estructural y tiene que ver con un crecimiento demográfico que no fue claramente acompañado por políticas estatales de ampliación de la oferta habitacional durante mucho tiempo. Las crisis económicas que golpearon a la Argentina en general y al conurbano en particular generaron un déficit muy importante. ¿Cómo resolverlo? Con una fuerte inversión y la recuperación del rol del Estado en la construcción de viviendas sociales".
Políticas públicas que, por ahora, se materializaron en anuncios: un plan habitacional que proyecta la construcción de 33.000 viviendas en suelo bonaerense, la creación de 85.000 lotes con servicios, el aporte del Estado nacional con 6.000 casas más, la creación del registro de lotes estatales y otro de necesidades en materia de hábitat. "Entendemos que estamos empezando a resolver el problema. Y desde ya que la mejor política habitacional es la creación de empleo, porque el trabajo y la distribución del ingreso son los mejores desarrolladores habitacionales. Las tomas no son el camino, porque cuando el Estado tiene la vocación de dar respuesta, lo correcto y lógico es que esas demandas se canalicen por la vía institucional".
–Los vecinos de las tomas plantean que vienen de experiencias de desalojo, sin ingresos por la cuarentena, y que ocupar los terrenos es la única salida que les quedaba.
–Tenemos un plan de contingencia para resolver estas situaciones urgentes. En Guernica, por ejemplo, la mayoría, un 90% según el relevamiento que hizo el ministerio en septiembre, tuvo dificultades para pagar el alquiler, y los desalojos en los barrios populares son automáticos. También está el hacinamiento. Para resolver estos temas y lograr la desocupación voluntaria, damos subsidios para ampliar las casas de origen y otro para los que tienen dificultades para pagar el alquiler. Son políticas de transición hasta poder tener los lotes en condiciones.
–Hasta ahora solo un tercio aceptó esa salida. Muchos plantean que van a resistir el desalojo.
–Hay una situación de tensión con un sector de las organizaciones, que instalan entre los vecinos la idea de que la oferta es falsa, que se piden los datos para denunciarlos, una serie de cuestiones que no colaboran. Sabemos que la situación del desalojo es muy compleja. Son de las experiencias más tristes que se pueden vivir. Todas las partes tienen algo de razón. Quien es vulnerado en su derecho a la propiedad y las familias que, engañadas o de buena fe, para resolver su problema habitacional se suman a la toma. Estamos trabajando para lograr la desocupación voluntaria.
–Muchas veces, el foco de la propiedad de la tierra está puesto solo en las tomas y se deja de lado la discusión sobre los barrios cerrados asentados sobre terrenos en discusión. ¿Qué mirada tiene sobre ese tema?
–El problema de la regularización atraviesa a todos los sectores sociales, y claramente muchos barrios cerrados tampoco escapan a esas circunstancias. En ocasiones, la gente que vive en esos barrios paga el terreno de buena fe pero el predio no está regularizado. Son situaciones de engaño y estafa. Es un tema que también estamos trabajando con los registros, para lograr la regularización.
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En el barrio Los Ceibos, arrabal de González Catán, La Matanza, hay un monumento a la desidia estatal. Un predio repleto de esqueletos de ladrillo y cemento. Las casas que nunca fueron. "Una década tiene el plan de viviendas. Depende de Acumar y Nación, y la tierra es de la municipalidad de La Matanza. Solo entregaron algunas casas hace seis años. El resto quedó abandonado", explica Esteban, vocero vecinal. Agrega que a finales del pasado agosto, justo un mes después de la toma de Guernica, 300 familias entraron al predio ubicado a la altura del km 32 de la ruta 3. Hace casi dos meses habitan, como pueden, las viviendas truncas en el oeste del conurbano bonaerense.
Esteban construyó una casilla de madera, chapas y nylon marchito. Está erguida a pocos metros del arco de un potrero polvoriento. Sobre la base de cemento de una casita inexistente. "Por la cuarentena estamos sin un mango. No alcanza para pagar el alquiler –dice el muchacho, enfermero desocupado–, por eso entramos. Necesitábamos un techo".
Al recorrer el predio, recuerda que cuando era pibe el espacio era puro campo. Entraba con la gomera y los perros a cazar perdices: "Pero después vino el plan de viviendas y más tarde el abandono. Hasta hace poco, esto era una boca de lobo repleta de basura. Lo único que podías cazar eran las ratas. Los chorros se habían robado hasta los techos. Ni bien entramos, con los vecinos desmalezamos y limpiamos. Hace décadas que no se hacía."
Los hombres de verde de la Gendarmería custodian el predio. No dejan que los vecinos ingresen machimbre, chapas o colchones. "Acá la gente no quiere que se le regale nada –asegura Esteban–. Queremos un plan de pagos y terminar las casas. Somos albañiles, electricistas, pintores, plomeros. Podemos construir". Elevaron la voz en varias marchas. No tuvieron respuesta oficial.
María es la responsable del comedor Los Peques. La necesidad, dice, es demasiada: "Hay muchos chicos, como 700, también mayores y discapacitados". La doña confiesa que está jugada. Va a pelear para obtener un techo para sus seis hijos y siete nietos: "Nos notificaron, como si fuéramos delincuentes. Pero quiero saber dónde están los responsables de que las casas no estén terminadas".
Al fondo del barrio, Gabriel y su hijo Noah ven cómo pasan los días. Papá Gabriel tiene veintipocos y es albañil. Hasta la llegada de la peste, se ganaba el pan poniendo ladrillos en los countries de Ezeiza: "Gente que tiene tanto y nosotros nada". Antes de la toma, paraba en la casa de sus viejos: "Hacinados, vivíamos como 20, no había más lugar". Al despedirse, abraza fuerte a su crío y comparte un sueño: "A mí me gustaría tener plata y poder comprarme un terrenito. Una vez averigüé y me pedían dólares. Si cuesta conseguir una changa, decime de dónde voy a sacar un dólar".
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"Es interesante pensar que hay elementos de largo, mediano y cortísimo plazo que se conjugan para producir una nueva ola de tomas. En este momento, claramente la dificultad del acceso a recursos dinerarios de la población, con un 40% en la informalidad laboral, los cuatro años de empobrecimiento del macrismo y la crisis económica por la pandemia son determinantes. Las iniciativas estatales de contención resultaron insuficientes. Unos cuatro millones de hogares en el AMBA tienen problemas habitacionales", sostiene la socióloga María Maneiro. Es docente de la UBA, investigadora del Conicet y estudia desde hace dos décadas las luchas de los movimientos sociales por el derecho a la tierra y la vivienda. Se especializó en las experiencias que afloraron en el conurbano, principalmente en la zona sur. Contesta el celular en la localidad de Hudson, adonde vive.
–¿Podrías analizar la posición histórica que ha tenido el Estado frente a la ocupación de tierras?
–No ha habido una respuesta única en los últimos 40 años. Más bien han sido heterogéneas. La respuesta más común han sido los desalojos inmediatos en flagrancia, para no permitir la ocupación. Hay desigualdades según los municipios, con territorializaciones muy diversas. Por ejemplo, en Quilmes Oeste, muchos barrios surgieron por ocupación, y eso se replica en Lanús y Florencio Varela, en el segundo cordón del conurbano. Ahora esas experiencias se corren al tercer cordón, como es el caso de Guernica. Las ocupaciones masivas, organizadas, que perduran en los primeros días, son las que resultan más complejas de desalojar, por razones humanitarias. En estos momentos estamos viendo tensiones en el seno del Estado para abordar el tema.
–En tus trabajos, reflexionás sobre la experiencia de quienes participan en las tomas...
–Trabajamos con familias que estuvieron en tomas que luego se formalizaron, y otras que tuvieron que abandonar el terreno. Son tiempos durísimos, sin recursos. Aguantan una presión tremenda de diversas instituciones solicitando que se vayan. Vivir sin agua, sin casa, en carpas, con niños, todas las tomas son historias trágicas. En las tomas clásicas de Solano murieron 14 niños, lejos de la visión romántica que a veces se hace de un proceso de ocupación. En el caso de Guernica es novedoso el rol de las mujeres. Siempre han tenido protagonismo. Fueron la primera línea para evitar que las topadoras pasen por arriba. Lo novedoso es que en Guernica se articuló la experiencia con un lenguaje feminista de las nuevas olas. Escuchar a las madres decir que tenían que elegir si pagar el alquiler o darles de comer a los hijos marca la situación tremenda que están viviendo.
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En un rato se esperan lluvias en Guernica. Las nubes tiñen el cielo de color plomizo. Ariel y Victoria apuran el paso. Hay que llevar las donaciones hasta el comedor. Un colchón, bidones con detergente, bolsas de papa y cebolla, una caja repleta de zapatillas y ropa de segunda mano, pero primera necesidad. La morocha de los piercings milita en la agrupación Víctor Choque. Pese al "machirulismo", cuenta, por una votación a mano alzada fue elegida delegada del barrio. En las negociaciones con las autoridades del municipio y la gobernación, es la voz de los vecinos: "Desde la primera reunión, en la municipalidad nos basurearon, nos trataron de ignorantes, nos dijeron que fuéramos a laburar. Todo por reclamar un techo".
Un día, caminando por la delgada frontera que separa La Lucha de La Unión, Victoria tuvo una epifanía. "Venía escuchando las historias de los vecinos. Muchas madres solas, víctimas de violencia de género, familias enteras sin trabajo, abuelos que no tienen nada, pibes jóvenes con hijos. Esas son nuestras realidades. Nos dimos cuenta de que teníamos que organizarnos. Al principio de la toma era una lucha individual, por el pedazo de tierra de cada uno. Pero con las semanas, se transformó en colectiva. De ahí sacamos la fuerza", dice, segura, Victoria. Hace unos días, agrega, presentaron un plan de urbanización para los cuatro barrios, consensuado entre los vecinos y profesionales de la UBA y la Universidad de La Plata: "No lo tomaron en cuenta. La solución tiene que ser política. Los supuestos dueños no tienen papeles. Por eso no estamos usurpando nada, estamos recuperando un espacio que no es de nadie. ¿Por qué el country de acá al lado puede tener un lago para patos y los pobres no tenemos derecho a una casa?"
Ariel es pintor de brocha gorda. Me invita a conocer la casilla que levantó con sus manos: "La ves frágil, pero la puedo imaginar de acá a unos años. De ladrillo. Vamos a poner cloacas, agua corriente, por las calles van a pasar colectivos. Va a ser un barrio popular", pinta Ariel en voz alta el futuro deseado. Pero al toque vuelve al duro presente y dice que le da miedo el desalojo, "será pelear o volver a la calle". Después mira sereno el cielo negro que trae tormenta. A la espera de un oscuro día de justicia.