Todo comenzó en los conventillos
El hacinamiento en las viviendas colectivas es un resabio de una ciudad aluvional
Los problemas habitacionales estuvieron presentes en Buenos Aires desde las primeras oleadas inmigratorias, especialmente a partir de 1879.
Hoy, en la ciudad hay 90.000 porteños que viven en hoteles y pensiones, a razón de entre 5 y 6 por cuarto y en su mayoría sin baño privado.
En los umbrales del siglo XXI ya no se trata de extranjeros recién bajados del barco ni de gente del interior que vino a buscar trabajo. Son porteños que perdieron su techo y las condiciones de vida a las que están sujetos hace casi obligatoria la comparación con los conventillos que comenzaron a formarse en Buenos Aires hacia fines del siglo XIX.
Algunos señalan que los conventillos tomaron su nombre de una derivación de la expresión irónica española "el convento como prostíbulo".
Otros aseguran que se los llamó así por la similitud que tenían esas construcciones con las casas monacales, donde las celdas eran pequeñas, seriadas y numeradas, al igual que las habitaciones en el conventillo.
Se ubicaban en el centro de la ciudad y tenían instalaciones precarias. Algunos eran antiguas mansiones que fueron abandonadas por sus moradores, que, tras la epidemia de fiebre amarilla de 1871, se fueron a vivir al Barrio Norte. Otros eran casas tipo chorizo que se habían construido especialmente para alquilar las habitaciones. Los primeros se formaron cerca de la costa del río, por San Telmo o La Boca. En 1785 se construyó Los Altos de Escalada, el primer conventillo porteño. En 1879, ya se habían multiplicado notablemente y sumaban 1770, con 51.915 habitantes.
La superficie promedio era de 1,6 metro cuadrado por persona.
El precio común del alquiler de una pieza era de 20 pesos por mes, una cifra que muchas veces era superior al promedio salarial de los habitantes del conventillo.
Esto provocaba las famosas huelgas de inquilinos que bregaban por una rebaja en los alquileres y por que el gobierno municipal garantizara el fin de los desalojos.
En vano, la Municipalidad trató de poner orden e higiene en los conventillos. Se establecieron medidas mínimas de habitabilidad. Pero los dueños de los inquilinatos rara vez las respetaban.
Los conventillos más famosos fueron Las Catorce Provincias, El Universo y el denominado Conventillo de la Paloma.
Eran edificaciones de uno o dos pisos, con una sola puerta de calle y con cuartos sobre los patios internos, que a veces eran tan estrechos que llegaban a convertirse en corredores.
Se compartían los baños, los lavatorios, las letrinas, la cocina y los lavaderos. En las piezas vivían familias enteras, a veces con seis o siete hijos, lo que provocaba hacinamiento y promiscuidad.
También aguantaderos
Los habitantes pertenecían a las más diversas esferas de la actividad ciudadana. Había gente de trabajo y también sujetos que establecían allí su guarida para vivir fuera de la legalidad. Criollos, italianos, turcos, gallegos, rusos, entre otros, convivían en ese mundo en el que no faltaban las grescas diarias.
La higiene parecía una palabra prohibida. Según narran los diarios de la época, "un tufo de aceite rancio impregnaba todos los ambientes".
Durante las epidemias, los colchones y todos los enseres considerados sujetos a la infección pasaban a formar parte de un incendio general, para la desesperación de sus pobladores.
Para dormir, los más pobres tenían dos opciones: el sistema de "cama caliente", en el que se alquilaba un lecho por turnos rotativos para descansar una par de horas, o la maroma, que eran sogas amuradas a la pared a la altura de los hombros. Quien optaba por ese método debía pasarse las sogas por debajo de las axilas, dejar caer el peso del cuerpo y dormir parado.