La pesadilla es recurrente. Marie Therese Mukayiranga sueña que está en la guerra y que la vienen a matar. Entre gritos, se despierta cubierta en sudor. Solo la voz de su marido, Jorge Sorribas, le devuelve la calma. "Tranquila", le dice él, mientras la envuelve en sus brazos. Aunque pasaron 25 años y ya no vive en Ruanda, el terror aún la acecha por las noches.
Nació en Kigali, la capital de Ruanda. De familia numerosa, Therese es la séptima de ocho hermanos. Huérfana de padre y madre (murieron cuando era chica) quedó al cuidado de su tío. A los 23 años -asegura- "tenía la vida resuelta". A punto de terminar el secundario (le faltaban un par de meses para recibirse en la orientación Comercial), soñaba con ir a la Universidad. Pero de un día para el otro, en su país estalló una guerra.
Fue el 6 de abril de 1994. Un misil derribó el avión donde viajaba el presidente ruandés Juvenal Habyarimana y se desató una guerra civil que, de abril a julio de 1994, se cobró cerca de un millón de vidas. "Los Hutus (etnia a la que pertenecía el primer mandatario y que representaba el 85 % de la población de Ruanda) le atribuyeron el asesinato del primer mandatario a los Tutsis y comenzó el exterminio. Hombres, mujeres, niños y ancianos fueron masacrados", explica Therese lo que hoy se conoce como "el último genocidio del Siglo XX".
Como ella y su familia pertenecían a los tutsis, no tuvieron otra opción más que escapar. "Me salvé porque estaba vacacionando con mi prima. Si hubiéramos estado en su casa nos mataban. A mi tío lo torturaron a machetazos para sacarle información: '¿Dónde están? ¿Dónde están?', lo increpaban", cuenta Therese a LA NACIÓN.
Cuando regresó, la ciudad era un caos. Los hutus habían prendido fuego la casa de sus padres y el sonido de los bombardeos era una constante. Los estruendos aumentaban por las noches y estremecían su cuerpo. Therese vivía escondida esperando la muerte, hasta que la sintió demasiado cerca.
"Un día empezamos a escuchar gritos. Eran los vecinos: los estaban matando. Cuando salimos de la casa, encontramos cientos de personas tiradas en la calle. Estaban muertas y no podíamos hacer nada, ni siquiera parar a ver quiénes eran. Teníamos que seguir para salvar nuestras vidas", dice. Y es acá donde el recuerdo la hace llorar. Con lo puesto y sin documentos Therese llegó a Zaire (hoy República Democrática del Congo), más específicamente a Kibumba: un campo de refugiados.
(DES)ESPERANZA
Ubicado al lado de Kivu, uno de los grandes lagos de África, en 1994 Kibumba llegó a albergar cerca de 800 mil refugiados. La vida allí suponía un reto diario. "Pasé de tenerlo todo a no tener absolutamente nada. Vivía en una carpa, sin electricidad, esperando que alguna organización nos hiciera llegar agua potable, comida o ropa", recuerda Therese, cuya familia quedó fragmentada. Sus padres habían muerto, algunos de sus hermanos habían escapado a Tanzania y ella estaba con su prima, el marido de su prima y su sobrina.
Mientras tanto en Argentina, un grupo de jóvenes de una Iglesia Evangélica se preparaba para viajar a África para brindar ayuda humanitaria. Entre ellos estaba Jorge Sorribas, un chico de 20 años que se estaba recuperando de su adicción a las drogas. "Nunca había estado en un campo de refugiados. Fue una experiencia muy fuerte. Vi personas desesperadas, tratando de encontrar un lugar en el mundo. Caminaba y muchos me acercaban cartas para sus familiares, porque hay una fantasía de que llegaste ahí porque tenés dinero", recuerda él.
Durante el mes que pasó en Kibumba, Jorge conoció a Therese. Así lo recuerda ella: "Un día vino mi sobrina y me contó que había un grupo de argentinos que habían venido a ayudar y que los había invitado a comer".
"Nos recibió con unos chapati (comida típica de Ruanda similar a un panqueque) y me deslumbró desde el principio. Como Dora, una compañera, sabía francés, hizo de intermediaria entre nosotros. Charlamos. Les contamos porqué habíamos ido, les compartimos algunos mensajes la Biblia y rezamos juntos", agrega. Sin saberlo, ese día, Jorge y Therese comenzarían una historia de amor que cambiaría sus vidas para siempre.
UN CARTA Y UNA PROMESA
"Teresa, te escribo porque el lunes es el último día que puedo ir a Kibumba y quizás no te vea nunca más (...) No tengo ningún deseo de irme, estoy muy feliz entre ustedes (...) Quería que sepas que sos hermosa y que no vi en todo Zaire una mujer más bella que tú". En la carta -escrita en letra cursiva sobre una hoja cuadriculada y fechada el 13 de febrero de 1995- además de declararle su amor, Jorge también se disculpa por usar el idioma español "de esta manera puedo expresarme mejor", seguía. Therese encontró un diccionario español-francés y, con ayuda de un amigo, tradujo la carta. "No podía creerlo", resume ella. Y agrega algo que no está escrito, pero que Jorge le prometió antes de partir: "Como sea, él iba a volver a buscarme".
Sin Jorge, Therese volvió a sumirse en la tristeza, como cuando recién llegó al campo de refugiados. Intentaron mantenerse en contacto por carta y fax, pero desde África todo costaba el doble. "Después apareció la posibilidad de volver a Ruanda. No sabía qué hacer: si me iba y Jorge volvía, ¿cómo iba a encontrarme? Decidí esperarlo en Kibumba", dice ella.
Jorge llegó seis meses después. El encuentro -entre carpas de lona verde y una multitud de refugiados- bien podría haber sido una escena de una película romántica. "Nos abrazamos y nos dimos nuestro primer beso. Después, él le pidió mi mano al marido de mi prima, que para mí es como un padre, y en septiembre de 1995 nos casamos", sigue ella.
El matrimonio fue la forma que Therese y Jorge encontraron para salir de África, pero no sería tan fácil. Ella llevaba dos años en el campo de refugiados y, como no tenía documentos, no podía irse del país. Mientras intentaban ponerse en contacto con el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas) casi pierden la vida. "Muchas rutas estaban rotas y, al esquivarlas, agarrabas la tierra donde habían enterrado artefactos explosivos. En uno de los viajes, la camioneta que venía atrás nuestro agarró el pozo y voló", cuenta Jorge.
Finalmente, después de insistir e insistir consiguieron los papeles y un vuelo a Kenia. "Salimos un viernes. De ahí volamos a Sudáfrica y de Sudáfrica a Ezeiza. A Argentina llegamos el domingo 26 de noviembre de 1995", recuerdan a dúo.
DE RUANDA A LA ARGENTINA
"Llegué muy enamorada, pero muerta de miedo. Tenía intriga acerca de cómo me recibirían los padres de Jorge y si me aceptarían por ser de otra cultura. Gracias a Dios me adoptaron como a una hija más: me dieron amor y un lugar en la familia", cuenta Therese.
Nieto de inmigrantes españoles, Jorge Sorribas pertenece a la tercera generación de su familia que trabaja en un fábrica de pastas. Ubicada en la calle Segurola 202, "El Águila", es una de las más populares del barrio de Villa Luro. Como a Therese siempre le gustó cocinar, se sumó al negocio. "Para profesionalizarme estudié y me recibí de especialista en gastronomía", relata orgullosa.
Seis meses después de su llegada, Therese ya "se defendía" con el español. No necesitó estudiarlo: aprendió de hablar con Jorge, con sus suegros, con los clientes de la fábrica de pastas y con la comunidad de la Iglesia Evangélica Catedral de la Fe.
"En la iglesia me ayudaron mucho. Ahí empecé a sanar todo lo que había vivido. Tenía sentimientos de odio y venganza. Ni hablar de las pesadillas: hasta el día de hoy sueño que estoy en la guerra y que me vienen a matar", dice Therese que, para medidos de 1996 quedó embarazada de su primera hija. "La llamé Elise porque así se llamaba mi mejor amiga, a quien mataron en la guerra", explica.
Tres años después, en 1999, llegó Aline. Desirée (la deseada, coinciden) nació en 2009. "Me emociona ver de dónde me sacó Dios y ver dónde estoy ahora. De la familia que formé y de la gente buena que me rodea. En Argentina nunca me tocó recibir discriminación", reflexiona con los ojos vidriosos.
De Ruanda, a simple vista, Therese solo conserva las trenzas. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, hay un deseo de volver a caminar por su tierra natal; de volver a sus raíces, de las que se tuvo que desprender a la fuerza.