Bajo la falsa creencia de que se trata de una experiencia recreativa sin consecuencias, el hábito aparece a edades cada vez más tempranas; la pérdida del control emocional es uno de los riesgos que más preocupa a los especialistas, que ven en sus consultorios pacientes con cuadros de pánico y depresión, entre otros; cómo actúan las sustancias “de moda” en el cerebro de los chicos
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Martín (su nombre real fue modificado para resguardar su identidad) tiene 21 años y pertenece a una familia “tradicional” -así la define- de la zona norte de la provincia de Buenos Aires. Recuerda una época compleja y no muy lejana, hace solo cinco o seis años, cuando el consumo diario de marihuana y luego de LSD (dietilamida de ácido lisérgico) lo llevó a entrar en un laberinto del que aún no logró salir. Su punto de quiebre, a diferencia de casos más graves que terminan con jóvenes al borde de la muerte, fue una “mala experiencia” con la marihuana y el posterior desarrollo de un cuadro de depresión. Hoy, Martín toma medicación para no desestabilizarse.
La historia de Martín es como la de muchos otros adolescentes que consumen marihuana diariamente o drogas de diseño con cierta frecuencia. Ese tipo de hábito, que algunos lo ven como recreativo, puede desencadenar graves problemas cognitivos o repercutir en el manejo de las emociones. La falsa creencia es que no impactan a nivel cerebral, cuando en realidad los chicos se están exponiendo a sufrir alteraciones de todo tipo. Especialistas consultados por LA NACION señalan que se trata de un problema distinto al del adicto que consume cocaína, por ejemplo, e ingresa en una espiral de autodestrucción, que implica otro análisis de la persona y su entorno.
Por otro lado, si bien la adolescencia ya es una etapa de gran vulnerabilidad porque los chicos están en plena formación de la propia identidad, la pandemia aportó una enorme cuota de malestar. El tiempo de encierro arrastró, según los expertos, a más jóvenes a un mayor consumo de alcohol, tabaco, marihuana u otras sustancias. La inocultable crisis adolescente es abordada desde hace meses por LA NACION a través de diversas perspectivas que ayudan a dimensionar la gravedad del fenómeno.
Entrar en el laberinto
La primera vez que Martín armó y prendió un cigarrillo de marihuana fue a los 14 años. Llegó a sus manos por “un amigo que conseguía de otro amigo” y así fue como terminó junto a un compañero del secundario fumando en una plaza de Recoleta.
Poco tiempo después, se cambió de colegio y en la nueva escuela sus pares no consumían marihuana, pero tomaban alcohol, por ejemplo, antes de ir a una discoteca. Esa dinámica a Martín no le gustaba. “Yo no me siento muy cómodo en las previas o en el ambiente de boliche”, asegura.
Fumar, describe, era accesible y se podía hacer en cualquier momento del día. Lo sentía como un recreo. Hasta que a los 16 años hizo un análisis incómodo sobre su relación con el consumo: “Me di cuenta de que mi vida giraba alrededor de la marihuana y la gente con la que me juntaba estaba en la misma que yo. Además, más allá del hecho de fumar, muchas veces nos exponíamos porque íbamos a comprar a barrios donde uno no tiene nada que ver. Y mientras más fumábamos, más tolerancia teníamos”, recuerda Martín.
En paralelo, los amigos del colegio que solo consumían alcohol empezaron a probar drogas de diseño, como el LSD o el éxtasis. “Me preguntaban a mí sobre marihuana porque yo era el más experimentado”, cuenta. Cuando tenía 17 años, un compañero que volvió de una gira de rugby por Sudáfrica trajo de su viaje una plancha de LSD. A esa droga se la suele nombrar como “pepa”. Si bien se puede consumir directamente el ácido por vía oral, por lo general se vierten algunas gotas sobre un cartón que luego se fracciona y se comercializa. Esos cartones se dividen en pequeños pedazos que se colocan en la lengua o en el ojo.
Los efectos del LSD aparecen a partir de los 30 minutos y duran varias horas. Dependiendo de la dosis, la persona puede experimentar desde una leve distorsión de la realidad hasta alucinaciones. El riesgo radica sobre todo en perder el control emocional, como entrar en estado de pánico.
“Nos reíamos a carcajadas, todo era extraño. Todo pasó a ser interesante, hasta un cuadro que estaba en casa hace 15 años y nunca le había prestado atención. En ese momento estás tan conectado con todo que sentís que esa es la verdad absoluta. Pensaba que sobrio era ciego a un montón de cosas maravillosas que sí se me presentaban cuando consumía alguna sustancia. Hasta que se invierte la relación entre el tiempo que pasás sobrio y el que pasás drogado”, describe Martín.
De la euforia a la depresión
El consumo de marihuana, explica Natalia Castañeira, coordinadora del Área de Adicciones del Centro Integral de Salud Mental (Cisma) y de la Fundación Foro, genera cambios neurológicos que se dan en el largo plazo, aunque los adolescentes que fuman a diario podrían experimentar problemas, por ejemplo, de aprendizaje. Por otro lado, las drogas de diseño generan una sensación de excitación que luego muestra su contracara cuando se pasa el efecto. Es el caso del MDMA, usualmente conocido como éxtasis, que desencadena una liberación excesiva de serotonina que produce placer, empatía y euforia. Pero, generalmente uno o dos días después de haber consumido, como el cuerpo se queda con una baja reserva de serotonina en sangre, pueden desarrollarse cuadros de depresión y ansiedad, entre otros estados de ánimo que refuerzan la conducta de volver a consumir.
“Estas drogas van modificando el cerebro. Actualmente en las consultas no recibimos adictos puros de diagnóstico, sino que hay una alta comorbilidad con otras patologías como depresión, trastornos de la conducta alimentaria, trastornos en el estado del ánimo, entre otras. Creo que en la adolescencia juega un rol importante la curiosidad y las ganas de experimentar, pero el uso de estas drogas puede afectar seriamente el manejo de las emociones. Este es un problema que se profundizó durante la pandemia, no hay estadísticas oficiales sobre esta cuestión, pero el aumento se ve en el consultorio”, señala la especialista.
En 2019 Martín sufrió una depresión “muy fuerte” y hoy cree que las drogas influyeron para llegar a esa situación. “Tuve una mala experiencia con la marihuana. Esa vez me quedé mirándome al espejo un buen rato y me di cuenta lo flaco que estaba y lo cansado que parecía. A los 18 empecé a ir a un psicólogo. Me alejé de mis antiguos amigos, empecé a tomar antidepresivos y hoy tengo secuelas. Por la medicación, no estoy ni feliz ni triste, estoy estable. Es como que la quiero dejar, pero la necesito. Otra discusión válida es si debería haber arrancado con la medicación en un principio, pero es difícil de saber”, argumenta Martín.
Un interrogante que se abre es si hay personas que tienen cierta predisposición genética a sufrir cuadros depresivos y estas drogas los terminan desencadenando. Otra opción, que no invalida a la primera, es que los efectos, sobre todo en adolescentes, tengan la capacidad de desestabilizarlos al punto tal de no poder sostener sus rutinas y padecer episodios como ataques de pánico o, como le sucedió a Martín, caer en una depresión.
Luis Disanto, psicólogo, psicoanalista y docente de la Universidad de Buenos Aires, resalta que habría que definir qué es una “mala experiencia” con una droga. “La sustancia jugará a favor o en contra de la persona y sus expectativas subjetivas, más allá de lo que la sustancia haga objetivamente en el organismo. Una mala experiencia podría ser una decepción, es decir, que la sustancia no nos brinde lo que esperamos. Yo no descarto alguna predisposición orgánica que pueda tener el sujeto, pero creo que lo que verdaderamente le impacta y que, eventualmente, podría desencadenar una depresión, es la decepción desde el punto de vista humano, es como un vínculo amoroso, intenso, que de pronto deja de estar a la altura”, plantea el especialista.
A su vez, Disanto advierte que el consumo está comenzando a una edad más temprana y eso se debe, fundamentalmente, a que hay un mayor acceso a las sustancias. De hecho, a diferencia de la experiencia de Martín, Disanto afirma que hoy ya no es necesario ir a lugares marginales para conseguirlas.
La adolescencia no es cualquier etapa de la vida. El sujeto se “vuelve a fundar”, en palabras de Disanto. “Mientras esto sucede puede haber un conflicto con el mundo adulto, que encima suele ser bastante inconsistente. En este sentido, las sustancias aparecen con una multiplicidad de funciones, como la de pertenecer a un grupo, obtener algunas gratificaciones, postergar algunas preguntas o ciertas angustias, entre otras. Es decir, funciona como si fuera una automedicación”, grafica.
La problemática atraviesa todas las clases sociales, aunque solo algunos grupos acceden a las sustancias más sofisticadas, que se pagan por encima de los 3000 pesos. Una de las últimas “de moda” en las fiestas electrónicas y que preocupa enormemente a los expertos es la denominada Coketa, que combina la ketamina –droga de síntesis que se utiliza en medicina y veterinaria por sus propiedades sedantes, analgésicas y anestésicas– con la cocaína.
Efectos en el cerebro de los adolescentes
Juana Poulisis, psiquiatra especializada en trastornos de la alimentación, advierte que el riesgo es mayor en los adolescentes que en los adultos porque el cerebro aún es inmaduro. Señala que las sustancias interfieren con el proceso de mielinización que ayuda a la maduración de las conexiones del cerebro, y todo lo vinculado a la concentración o el control de los impulsos se ve alterado. “Por otro lado, las drogas actúan sobre el circuito de recompensa y, mientras más picos de estímulo le des, más va a buscar esos mismos estímulos. Por eso no es lo mismo la cabeza de un chico que consume sustancias del que no consume, como tampoco será lo mismo que fumen marihuana a los 15 o a los 20 años, cuando el cerebro está más desarrollado”, analiza.
“La mayoría de los investigadores subrayan que, a pesar de la opinión cada vez más relajada de la sociedad respecto a la droga, el consumo de cannabis, especialmente en la adolescencia, no es inocuo”, destaca Fabíán Triskier, médico psiquiatra del Departamento Infantojuvenil de INECO.
Triskier cita un estudio de 2002 desarrollado por el psiquiatra Robin Murray del King’s College de Londres en el que se analizaron los datos de unos 760 neozelandeses a los que se les había hecho un seguimiento desde su nacimiento en la década del 70 como parte de un proyecto más amplio, denominado Estudio de Dunedin. “Descubrieron que empezar a consumir cannabis a los 15 años se asociaba a un riesgo cuatro veces mayor de desarrollar esquizofrenia a los 26 años, mientras que empezar cerca de los 18 años conllevaba un aumento no significativo del riesgo”, indica.
Algunas cifras sobre el consumo
Los últimos números difundidos por la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación Argentina (Sedronar) muestran que el alcohol y el tabaco siguen teniendo mayor incidencia en las vidas que se pierden. El consumo de estupefacientes y el uso de sustancias indebidas representa el 1,3% de los fallecimientos por año ocasionados por hábitos perjudiciales.
El último estudio de la Sedronar realizado en jóvenes fue en 2017, cuando llevaron adelante un análisis de los contextos individuales y sociofamiliares en chicos escolarizados y su relación con el consumo de alcohol y marihuana. La muestra abarcó un total de 2.227.579 estudiantes en todo el país, con una proporción global de 50,6% mujeres y 48,2% varones (1,2% sin dato). En aquel relevamiento, un 38,7% de los adolescentes eran menores de 14 años, un 33,8% tenían entre 15 y 16 años y el resto eran mayores de 17 años. De ese universo, un 69,3% asistían a escuelas públicas y algo más del 30% a colegios privados.
Allí se evidenció que el alcohol era la sustancia más experimentada entre los estudiantes, de hecho, el 70,5% a nivel país habían probado alguna vez en su vida. La mitad de los que habían consumido en el último año reconocieron haberlo hecho en forma riesgosa, es decir con problemas consigo o con el entorno.
En tanto, la marihuana aparecía como la droga de más consumida entre los jóvenes escolarizados, con una incidencia mayor a medida que se acercaban a los 18 años. Cabe señalar que el salto más pronunciado entre los que alguna vez habían probado se presentaba entre el grupo de 14 años y menos, y el de 15 y 16 años. Entre esos segmentos el incremento era del 200%.
En cuanto a los estímulos que, aducían, los llevaban al consumo, la diversión y el placer se imponían como la principal motivación (34%). Luego aparecían otras respuestas como problemas personales (21%) o porque la mayoría de sus amigos lo hacían (12%).
Los expertos coinciden en la importancia de que adultos y jóvenes dimensionen los peligros. Los padres no dudan en intervenir, pero muchas veces esa acción llega cuando la situación resulta difícil de manejar. Los adolescentes, por su parte, suelen subestimar los efectos del consumo. Ese fue el caso de Martín, y de muchos otros, que aún hoy luchan para poder encontrar la salida del laberinto.
Dónde pedir ayuda
- Línea 141: la Sedronar tiene una línea gratuita y anónima de primera escucha, que brinda información, atención y acompañamiento para situaciones de consumo problemático de alcohol y otras sustancias. Funciona durante las 24 horas, los 365 días del año, en todo el país.
- División de Toxicología del Hospital Fernández: brindan atención telefónica y personal las 24 horas. Tels.: (011) 4808-2655 o 4801-7767.
- Fundación Manantiales: la fundación se dedica a la investigación, prevención y asistencia integral de diferentes adicciones, desde drogadicción y alcoholismo, hasta tecnoadicción. Tel.: (011) 4382-8500.
- Fundartox: se de dedica a la promoción, prevención, diagnóstico, asistencia, docencia e investigación, vinculadas a la toxicología. WhatsApp: 11-4404-8004; https://fundartox.org
- Narcóticos anónimos: 0800-333-4720; WhatsApp: (+549) 1150471626.
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