“Tenemos una escuela ilegal”: el pedagogo que cree que los colegios “incumplen” la principal ley educativa del mundo
LA NACIÓN entrevistó a Francesco Tonucci, el especialista italiano que creó un proyecto para incluir a los chicos en el diseño de las ciudades
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Francesco Tonucci es un psicopedagogo italiano, dibujante y autor de numerosos libros sobre educación. En 2019 recibió el Premio Unicef, “por su ejemplar trayectoria vital y profesional en la defensa de los derechos de la infancia”, y en 2022 el presidente de la República Italiana, Sergio Mattarella, le otorgó el título honorario de Comendador por su aporte a la sociedad. Pero detrás de cualquier título o reconocimiento hay, antes que nada, un maestro preocupado por la formación, la infancia y la participación de los chicos en las ciudades.
En su última visita a la Argentina, LA NACIÓN habló con el especialista sobre su proyecto “La ciudad de las niñas y de los niños”, que actualmente se desarrolla en distintas ciudades europeas y de América Latina y que en el país se aplica en ocho provincias con el apoyo de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf).
–¿En qué consiste esa iniciativa?
–El proyecto nació hace 32 años en Fano, mi ciudad natal en Italia. El ayuntamiento había organizado una semana dedicada a la infancia y me pidieron pensar encuentros, exposiciones y actividades. Luego se aprobó la idea de que este evento se repitiera en el tiempo como un proyecto y yo asumí la responsabilidad científica. Lo fui desarrollando y así asumió las características que hoy tiene: un proyecto político que tiene como objetivo el cambio de la ciudad. ¿Por qué? Porque la ciudad ha perdido la relación con sus habitantes, tomó como punto de referencia al hombre adulto trabajador y se ha quedado incómoda y hasta hostil con quienes no son hombres, adultos ni trabajadores. Es decir, la gran mayoría de las personas: niños, mujeres, adultos mayores, personas con discapacidad. La idea es cambiar eso y asumir al niño como parámetro.
–¿Cuáles son esos cambios que se pueden hacer para tener en cuenta la voz de los niños y las niñas?
–Sustancialmente son dos y los dos se resumen dentro de la idea de la participación de los niños. Por un lado, en el gobierno de la ciudad y por otro lado, en la vida de la ciudad. Cuando nació el proyecto tomó forma la Convención de los Derechos de la Infancia, un documento fundamental para la infancia que Naciones Unidas ofreció al mundo. La Convención afirma la ciudadanía de los chicos, por lo cual en este momento no debería ser posible o legítimo decir “los niños son futuros ciudadanos”. Que tomen la palabra es la primera forma de participación, a través de sus propuestas ayudan al intendente a tener en cuenta a todos. El objetivo no es infantilizar la ciudad, sino hacer una ciudad en la que no se pierda a nadie. La segunda forma de participar significa que los niños vuelvan a vivir en el espacio público del cual hoy son excluidos. No porque la ciudad los eche, sino porque la familia no confía, tiene miedo y no los deja salir. En la ciudad de donde vengo, pero también cada vez más en América Latina, encontramos una situación muy incómoda: como la tasa de natalidad está bajando, es muy frecuente que los niños sean hijos únicos, por lo que no tienen compañía dentro de casa, pero tampoco fuera porque los padres no les permiten salir. Así, la única compañía permitida y reconocida es la de los compañeros de escuela, pero no tienen autonomía, libertad ni riesgos. Un niño que no va aumentando progresivamente riesgos y descubrimientos, termina pasando de una total dependencia a una total autonomía que no sabe gestionar. Este es un problema educativo grave.
–Está clara la parte teórica del proyecto, pero ¿cuáles serían los ejemplos prácticos?
–Un caso sería decirle al niño “mañana vas al colegio solo”, “por favor, andá a comprar pan a la tienda” o dejarlo salir a jugar con los compañeros. Ese es el regalo más bello que puedes hacerle a tu hijo. La confianza es un hecho de amor, no de abandono. El juego es un aspecto que está desapareciendo de la vida de los niños y es gravísimo porque es uno de los derechos previstos en la Convención. El artículo 31 dice que tienen derecho al tiempo libre y al juego. Hoy no tienen tiempo libre, porque la familia se preocupa por ocupar todo el tiempo de sus hijos con la escuela, que está ampliando su presencia y se amplía aún más con las tareas, un idioma, un deporte o un curso. El tema de la escucha es diferente. Aparentemente, escuchar es una cosa más fácil, porque se piensa que se trata de decir “¿qué piensas?”, pero eso no es así. Los chicos, aprendieron que lo mejor que pueden hacer con los adultos es repetir lo que piensan los adultos y estamos contentos si dan esas respuestas, pero cuando dan sus opiniones nos parecen tonterías. Por lo cual acceder al pensamiento infantil es un arte que hay que entender porque ayuda a los políticos a gobernar mejor.
–¿Hay ciudades argentinas que hayan implementado el proyecto?
–La Argentina es el país donde tenemos la red más amplia a nivel internacional con 110 ciudades adheridas y dos provincias, Santa Fe y Neuquén. [Están adheridas al programa 110 ciudades de ocho provincias distintas, pero las dos jurisdicciones mencionadas lo hacen en la totalidad de sus territorios]
–¿Qué diferencias hay entre la posibilidad de aplicar este proyecto en países como Italia y en naciones con otras realidades socioeconómicas como la Argentina?
–Hay diferencias, pero no impiden la posibilidad de aplicar el proyecto, porque no existen las propuestas universales. En cada lugar hay que pensar y examinar teniendo en cuenta las características. En la Argentina hay formas de autonomía que en Europa no podemos imaginar, por ejemplo, que los niños recorran 10 kilómetros a caballo para ir a la escuela. Pero claro, esos casos van bajando, porque parece que un efecto del progreso es la protección o sobreprotección, pero yo creo que son experiencias fundamentales. Tenemos una idea equivocada, como si los niños fueran tontos, incapaces, inhábiles de moverse. Es muy triste.
–¿La pandemia de Covid tuvo algo que ver en ese proceso?
–Todo este fenómeno estaba presente antes de la pandemia, pero la pandemia ha empeorado la situación y ha sido una gran ocasión perdida. Por ejemplo, se ha hablado mucho de los niños que no podían salir, pero los niños no salían desde antes. Cuando empezó todo el desastre, desde nuestro proyecto convocamos a los Consejos [cada ciudad que forma parte del proyecto tiene uno integrado por chicos, familias y docentes] de forma virtual, igual que como lo hicieron las escuelas, pero con una diferencia sustancial: las escuelas utilizaron las plataformas para dar clases y dictar tareas. Nosotros para hablar con los niños, escucharlos, ver qué les pasaba, qué opinaban, qué consejos podían darle a los intendentes. Y salieron propuestas y a los niños y a las familias le encantó participar, exactamente al contrario de lo que le pasó a la escuela, que fracasó en todo sentido: no le gustó a los niños, a las familias ni a los docentes.
–¿Esto fue igual en todo el mundo o algún lugar se manejó mejor que en otros?
– La Argentina fue una palestra importante para nosotros. Aquí hemos podido vivir experiencias más significativas que en otros lugares. Por ejemplo, aquí me pude encontrar con el [por entonces] ministro Nicolás Trotta en un evento virtual que fue seguido por 200.000 personas y proponer a la escuela dejar clases y tareas para dedicarse a la casa de los niños, que la casa fuera un nuevo taller y laboratorio escolar, y que la escuela en vez de dedicarse a Napoleón y los dinosaurios como proponía el programa, se dedicara a la cocina, a la limpieza, a las plantas que estuvieran en la casa, pero como estudio. Por ejemplo, “tarea para mañana: preparan una pasta con su mamá o papá y después trabajamos sobre lo que ha pasado”.
–¿Y cómo se trabajan esos otros contenidos que quedarían fuera como Napoleón o los dinosaurios?
–Primero, hay que preguntarse si esos contenidos tienen sentido. Por ejemplo, en mi carrera escolar he hecho historia en primaria, secundaria, en el nivel superior y la universidad. Cuatro veces la misma historia. Es ridículo. La escuela que hoy viven nuestros hijos y nietos es la misma que he hecho yo, es la misma hace 100 o 200 años, nunca ha cambiado. Es la única institución que no siente la necesidad de ponerse al día, de cambiar. Una escuela que propone que los alumnos empiecen no conociendo un programa, se lo enseñe y que al final del año tengan que demostrar que lo conocen está en contra de la ley. La ley más alta que tenemos en todo el mundo, la Convención de los Derechos del Niño, dice que la educación debe estar encaminada a desarrollar la personalidad del niño, sus actitudes y capacidades hasta el máximo. ¿Cómo esto se cruza con un programa que es igual no solo para los niños de una clase, sino para todo el país? No existe una personalidad colectiva.
–Muchos especialistas en educación coinciden en que habría que trabajar por proyectos y habilidades. Sin embargo, no ocurren cambios generales. ¿Por qué?
–Nuestros parlamentos siguen pensando que si algo no funciona, hay que cambiar la ley y, efectivamente, tenemos un nivel legislativo muy alto, pero tenemos que formar maestros diferentes y no pedir reformas. Casi sería mejor bajar un poco el nivel legislativo porque hoy tenemos una situación casi ridícula sino fuera dramática: tenemos una escuela ilegal. La escuela que se hace está en contra de la norma, porque los maestros salen de una universidad en donde son formados por profesores que dictan clases y los alumnos, futuros docentes, toman notas porque tendrán que repetir lo que dijo el docente. Eso es una garantía de no cambiar nada.
–Teniendo en cuenta la experiencia de la pandemia, ¿qué aspectos recomendaría hacer diferente si volviéramos a pasar por lo mismo? ¿Las escuelas se cerrarían?
–Ese no es el tema fundamental, porque hemos podido cerrarlas y seguir adelante. Lo ridículo es seguir adelante igual. Todos los días los niños deberían llevar a la escuela su vida y la escuela debería estar abierta a recibirla. El educador debe ser capaz de recibir la novedad que llega de afuera y transformarla en una experiencia colectiva. Esto nos lo impuso la pandemia de una forma dramática, pero debería ocurrir todos los días prácticamente. Por ejemplo, la escuela italiana asumió como lema “la escuela no para” y yo decía ‘¿cómo es posible que la escuela no pare si ha parado el mundo?’. En estos dos años de pandemia he recordado muchas veces la experiencia de un gran maestro, Mario Lodi, cuando tenía niños de cuarto grado y murió el padre de unos de ellos. La escuela se paró, suspendió sus actividades porque los alumnos sentían la necesidad de escribir cartas al niño para estar con él y cuando el chico regresó a clase se habló de la muerte y la muerte entró en la vida de esa clase por un tiempo hasta que se pudo pasar a otro tema. La escuela debe estar abierta, dispuesta a lo que pase, porque una escuela cerrada o una que sigue con su programa no es útil.
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