Antes no era así. Antes había que empezar a trabajar temprano. Había que limpiar el piso, tapar el piso, colocar goma sobre el piso, alfombra sobre el piso, tela blanca sobre el piso. Antes, cada fecha, había que traer la tarima, ubicarla en su lugar, cubrirla de rumalas según la época, protegerla con un techo, iluminarla con una lámpara, escudarla con otra tela y colocar sobre ese púlpito cada pieza donde va: esa especie de abanico de peluche para dar aire al guru, las réplicas de las armas tradicionales nunca para atacar, siempre para defender, los instrumentos para tocar, el símbolo del Khanda con su espada de doble filo, sus otras dos curvas y su círculo para representar el equilibrio, la totalidad. Antes era distinto. Antes había que tardar horas. Había que terminar y desamar y descolgar y desmontar como sucede en los teatros cuando finaliza una obra aunque aquí nada se simula. Aquí la convicción se palpa como los pétalos de las flores que abren en primavera.
El único templo reconocido en la Argentina de la religión india nacida en el siglo XVI y que en contra de su propia tradición desconoce el sistema de castas y varios más, el sijismo, se instaló luego de vagar por meses en uno de los corazones políticos de la ciudad de Buenos Aires, a cinco cuadras del Congreso y a más de quince millones de Amritsar, en el punjab indio, donde se ubica su templo de los templos, el Harmandir Sahib, construido en 1581. Pero la distancia no borra el brillo: las telas, los adornos, los colores, los hilos, las muchas flores invitan a pensar que este lugar es parte de aquel pese a ser tan distinto. Porque este templo de Montserrat, este gurdwara como lo llaman los sijs, no fue construido para esto, es un departamento en un segundo piso en una de las esquinas de Alsina y San José y no tiene cuatro puertas como sus pares de la India (para que todos entren, sean quienes sean), sino una, de vidrio, y tampoco tiene una cocina enorme para dar de comer a todo el que venga ni está abierto a todo hora ni obliga a limpiarse los pies en agua, sino tomar un ascensor, tocar el timbre, esperar apenas. Eso sí: para ingresar hay que descalzarse y cubrirse la cabeza. Como en la India .
Antes era aun más diferente. Antes el lugar del templo también era un departamento pero además un espacio para hacer yoga. Había que limpiar el piso, tapar el piso, colocar goma sobre el piso, alfombra sobre el piso, tela blanca sobre el piso. Había que dedicar cuatro horas solo para dejar todo listo y esperar a que llegue la gente. Y había que dedicar cuatro más para regresar las cosas a su lugar.
El origen
El sijismo, según dicen, con 27 millones de seguidores es la novena religión del mundo. No es exclusivo del país asiático: está en EE.UU., en Canadá y también en la Argentina. Tiene tres pilares: la remembranza del dios (que no es persona, no tiene cara, no puede llamarse) en cualquiera de sus formas, vivir a través de medio honestos y compartir lo que se tiene. Fue creado por Guru Nanak, un indio que nació en 1469 y que no estaba conforme con lo que lo ofrecían: el hinduismo o el islam. Un día se fue de casa, comenzó a caminar para conocer el mundo y llegó a una gran conclusión que impuso como enseñanza: somos iguales, todos. Lo pensó y lo dijo. Lo cantó. Caminó y cantó y los demás escucharon: no hay que dividir por raza, por religión, por casta, por género, hay que alejarse de la codicia, de la ira, de lo material, hay que compartir, dejar de ocuparse del ego, olvidarse de los dogmas y de los castigos. No fumar, no cometer adulterio, no jugar al azar. Años después Nanak murió pero el sijismo siguió con las enseñanzas de nueve gurues más: Angad Dev ji, Amardas Sahib Ji, Ram Das, Arjan Dev, Har Gobind Ji, Har Rai Ji, Har Krishan Ji, Tegh Bahadur y Gobind Singh, quien se cansó de las personas y ante la tentación que genera el poder decretó que el mejor guru sería el Guru Granth Sahib, el libro que recopila las enseñanzas, el único texto religioso creado por los precursores de esa fe. Fe que Ram Krishan Singh conoce bien.
Tiene voz musical, le pone cadencia a las frases. Suele usar un tono más agudo cuando lo que dice le genera algo de indignación. Aunque la desarma. Ram evita la rabia. Es argentino, tiene ojos oscuros, pelo castaño o negro algo canoso y la piel tostada por la herencia. Es flaco y luce como luce un sij: tiene un turbante en la cabeza, tiene la barba y el pelo largos porque no los corta, porque no hay que intervenir el cuerpo, viste prendas de algodón blancas, lleva encima un peine de madera, un brazalete y una daga diminuta e inofensiva que simbolizada la lucha del bien contra el mal.
Ram está al frente del templo, que se mantiene gracias a las donaciones, desde 2009; primero en un patio, después en un departamento, luego en otro. Hace pocos meses consiguió que el sijismo fuera reconocido como culto y su historia se parece a la del gurdwara. Él también tuvo que montarse y desmontarse para llegar aquí. Su documento dice que se llama Juan Manuel D’Fabio. Su historia, que nació en Villa Urquiza en 1966, que se mudó a Mar del Plata a los pocos años junto a su madre, cuando su padre fue secuestrado y desaparecido por la dictadura militar, que regresó a Buenos Aires a los 13, que poco después se anotó en la Escuela de Bellas Artes, que allí se enamoró de su esposa y que nunca más se separaron. Juntos vivieron muchas vidas: fueron punks, cantaron con sus bandas favoritas en Cemento, se casaron en una iglesia católica, se acercaron a los Hare Krishna, meditaron con los budistas tibetanos, trabajaron en el Congreso, tuvieron dos hijos. En 2001, en medio de la crisis económica, Ram (entonces Juan Manuel), que disfrutaba mucho de cocinar aunque nunca había estudiado, se hizo cargo del comedor de un colegio, cambió el menú, preparó comida sana para los chicos y comenzó a tener mucho trabajo. Tanto, que ocho años después no pudo evitar un pico de estrés que lo obligó a pasar días en cama sin poder levantarse, que le causó vértigo postural y que no sabía cómo sacarse de encima. Entonces, fue por primera vez a yoga junto a su esposa y ese fue el principio. Así llegaron al sijismo, porque justo ese día de 2009, esa clase, la profesora decidió cambiar la rutina y dar un yoga distinto, Kundalini, el yoga de los sijs.
"Ese primer día fue inentendible, no quería ir más. En la segunda clase tuvimos una meditación muy profunda y yo tuve un flashazo y dije 'acá hay algo'. Tuve visualizaciones, sentí diferente el cuerpo, entré en un espacio de mucha felicidad, de plenitud", asegura Ram en diálogo con LA NACION y agrega que le gustó tanto que estudió el profesorado.
Práctica espiritual
Hoy, a sus 52 años, Ram Krishan Singh (lleva el apellido que todos los hombres sijs comparten, nada mejor que la repetición de lo único para crear igualdad) sabe que lo que vivió lo llevó a darse cuenta. "El guru se cruzó en mi camino y me hice cargo", dice. Es que cuando cerró el centro en el que se juntaba con sus pares y daba clases entendió que su tiempo había llegado: agarró el libro sagrado que estaba allí, lo llevó a su casa y comenzó a prepararse para lo que vendría. Entonces organizó los primeros encuentros en el patio del colegio donde tenía el comedor y siguió su fe: arrolladora, tajante, visceral. Tanto que cuando los padres de esa misma escuela comenzaron a preocuparse por su aspecto (ya comenzaba a dejarse al natural la barba y el pelo) lo sintió como su liberación. Se fue. Hoy, a sus 52 años y tras completar un curso en EE.UU., además de profesor de yoga Ram es el único ministro sij del país. Se levanta cerca de las 5 de la mañana y hace su Sadhana, su práctica espiritual: medita, practica yoga, lee el libro, al guru. Los sijs tienen indicadas cinco oraciones por la mañana y luego deben ofrecer trabajo a otro, lo que sea. Ram muchas veces cocina el almuerzo para que su mujer, Ram Krishan Kaur, se lleve al trabajo. Mientras lo hace, canta, pronuncia sus mantras. Pero también podría lavar ropa de otro o hacerle las compras a alguien que lo precise. El Sadhana le toma cerca de dos horas. Luego, solo luego, arranca con lo demás.
Es domingo al mediodía de un caluroso día de enero. El templo del segundo piso de la calle Alsina que mide 70 metros cuadrados está lleno. Cerca de 60 sijs escuchan a Ram cantar las alabanzas de Nanak, que dicen frases como "hay un dios, es verdadero, es el creador, es intrépido, no tiene miedo, es inmortal, no nace y no muere, es autocreado, es el guru, es la gracia". Están sentados, descalzos, con la cabeza cubierta con el turbante porque si en el pasado esa tela de siete metros era símbolo de la realeza y dios es el único rey todos sus hijos son príncipes, todos deben lucirlo. Cuando llegan, en el orden que sea, se dirigen al guru, que una vez al mes, para este encuentro, abandona su habitación privada para posarse en el fondo de la sala, en el centro. Allí lo saludan de rodillas, con una reverencia. A su lado, un hombre lo abanica. Y cuando la ceremonia termina, después de disfrutar del dulce a base de sémola, manteca, agua y azúcar, el Prasahad, levantan parte de la decoración y se sientan en el piso, en filas, para el Langar, la comida comunitaria que se sirve siempre, sin falta, en los templos del sijismo. A quien se acerque. A cualquiera que lo haga. En los gurdwara se reza y se come. Hay jóvenes, hay chicos, hay adultos y hay ancianos. Hay gente que vino de la India y otra que no. Todos buscan lo mismo, lo que encontró Ram.
"Cambié mi relación con lo trascendente. Con Dios por ponerle nombre. Encontré la forma de entenderme con lo infinito a través de este camino horizontal, democrático que no es de imposición, de castigo, de culpa, que es de servicio, de conciencia social, de compromiso. El efecto es maravilloso. Salí de mi atmósfera y empecé a entender al otro como parte mía. No hace falta tener mucho para hacer mucho. Hoy los sijs dan de comer a 16 millones de personas por día".
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