Este pequeño local en pleno microcentro, que abrió hace dos meses, expide unos 2000 perros calientes estilo caribeño cada fin de semana
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Splash remite a la frescura del Trópico pero sobre la calle Suipacha, casi esquina Lavalle. A pocas cuadras daban –literales– ganas de morirse un domingo a las 19.30, cuando caía la noche invernal, pero de pronto es ¡Splash!, y estalla una alegría interior inspirada por el olor de los perros calientes que le cambia la cara en esos horarios de banda negativa a este Microcentro lúgubre pospandémico. Allí donde la comunidad más jovial y expresiva que se ha hecho querer entre los porteños hace base en distintos momentos del día.
De 12 a 12. Un porteño conversa con un venezolano, cara a cara, en un ámbito reducido; se respira una armonía en torno a la llegada a la caja, donde todos piden un fragmento, un momento, de esa postal auditiva característica que se vocea en las calles de Maracay o Caracas, de parte de señores en bici que los anuncian y son un emblema de esas calles, en los parques o cada tres esquinas: “¡Perrrrrrooos calieeeentes!”.
Fila de media cuadra hasta Lavalle
Todos quieren, todos piden “déme la comida rápida típica de Venezuela”, revela la dueña del local, Ivana Martínez, que llegó en 2017 con la madre y el padre, y estudió cosmetología. El éxito –hace dos meses, cuando levantaron la persiana– fue inmediato: no era común en las calles céntricas este perro caliente, en una sociedad que eligió como comida callejera a la empanada y el sándwich de miga, como comidas al paso, aquí donde tampoco es tan común, como en Caracas o en Maracay o en Manhattan, ver gente caminando y comiendo por la calle.
Hoy, cada fin de semana, Splash expide unos 2000 perros calientes. Hoy, toda la familia de Ivana y de su marido está involucrada en el negocio.
–Vamos, coño de la madre –dice una viejita en la calle, a la que no se le sospechaba espíritu hostil.
Está ansiosa por sentir el perro en las papilas.
–Chamo, dame un permiso. Tu cola está para allá atrás. No nos vengas a colear –dice un rato más tarde.
Fresca y colorida, la fila ya dobla por Lavalle peatonal. La comunidad se codea con porteños, alertados por una instagrammer que se hizo fan del lugar. Y parece que en el cuadradito vidriado de Suipacha ya no queda espacio, pero siempre alguien caderea y otro pasa. Solidarios, festivos, los viernes y sábados después de las 19, los fines de semana, los feriados, siempre ofrecen un lugar para el que tiene tiempo, algo de dinero y hambre con la promesa de que será saciado.
Para eso está el horario continuado de Splash: el “dos por uno” en perros comunes (no en los alemanes ni en los polacos) lo convierte en un refugio anti crisis, y dopamina natural, o endorfinas, que se liberan ante el contacto con la mesa de pepinillos, cebolla caramelizada, aceitunas negras y papitas pay que se pueden volcar a voluntad sobre el perro de pan y salchicha tiernos, sin cargas extra, puro prodigio bolivariano.
Y un anuncio conmueve
Un 30% aproximadamente –según una encuesta en el lugar– de una comunidad que en sus picos llegó a rozar los 300.000 miembros, esa que le cambió la vida cotidiana y la tonada a Buenos Aires, está dejando el país rumbo a los Estados Unidos y España (en ese orden de preferencias), porque esos países les ofrecen por estos días un proceso migratorio más próspero y economías más estables y mejor rankeadas a nivel inflación, empleo y pobreza.
Más atrás, la fila está alegre, motivada, con los Luises, y otra gente que ya paladea las delicias carnosas, y están en plena despedida de alguien próximo a partir.
–Entendí que este país es un sube y baja, una montaña rusa –dice el homenajeado, que en breve sale rumbo a Sevilla, donde ya están mamá, papá y su hermana, quien tiene un reciente marido español y eso facilita las cosas. Están muy cerca de lograr la ciudadanía por asilo tras haberse declarado “perseguidos”.
Perro caliente que tapona la pena con ese regusto a cilantro y a cebolla. Hamburguesas y “pepitos” (carne, cerdo y pollo, todo junto, a cuchillo) que se empapan de “toppings”, y entonces estalla la fiesta del color y el sabor y la de los alientos desarrapados, y el Microcentro es testigo de una comunión excepcional muy informal, bien barata, bien a mano; se come más rápido que en otros locales venezolanos como el pionero Arepera Miss Venezuela (de Palermo Hollywood) o Meraki Food (en Tucumán al 600), que sin embargo brillan pero por otros motivos, desbordantes de arepas, patacones y sopas, pero que juegan otro partido, más foodie, más turistique.
Nada de esa pátina de glamour
Cubículo luminoso y apelotonado de mesas y una barra contra el vidrio: eso es Splash, que vibra de una alegría que es capaz de despertar al perro bien arropado de picantitos, y entre tantos perros y salchichas los chamos se ponen mimosos:
—¡Qué mujerón! –se les escucha sobre una señorita que pasó, de parte de uno que todavía no comió su perro caliente–. ¡Yo me caso!
–Yo le hago el favor tranquilamente –se vanagloria su colega, ahí coleando cerca de la esquina.
“Nos gustan mucho más las argentinas que las mujeres venezolanas –coinciden, los Luises–. El habla, los ojos, el físico; uno está en busca de algo distinto”.
Se extraña, en territorio de Splash, al país dejado atrás. En eso coincide la concurrencia en su mayoría venezolana, un mediodía de un día de semana.
“¿Qué se extraña? –se pregunta Yubisay (de Maracay, región central de Venezuela)–. ¡Todo! El clima, la gente; a Ocumare de la costa, a los pies de la Cordillera de los Andes. ¿Qué se extraña? ¡El perro caliente!, que allá es otra cosa, ¡ese pan, esa salchicha!”.
Y se añora, en otra mesa de Splash, aquel pescado frito, de la zona de Oriente: el Caporo; ¡por favor dime dónde se consigue! “¿No es el surubí?”. No, no, no… Es ese que en los barrios de Caracas se cocina en bouls de un aceite hirviendo, y se sirve sobre una arepa gigante de maíz, y se sirve rociado de un queso que culmina el manjar. Ese sabor que en Buenos Aires no se consigue. La sazón; el clima: el verano eterno.
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