A 45 kilómetros de Posadas, se levanta un inmenso galpón que ofrece una propuesta de vinos y platos típicos y que apuesta por la sustentabilidad
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SANTA ANA, Misiones.- “Fue un sueño que nos encontró despiertos”, dice Guillermo Lirussi para explicar el trabajo que demandó recuperar una vieja curtiembre en el corazón de la selva misionera que estuvo abandonada desde 2000. Durante seis años y junto a un equipo de 80 trabajadores de la localidad de Santa Ana, a 45 kilómetros de Posadas, volvieron a la vida un inmenso galpón de 3500 metros cuadrados para convertirlo en Momora Distrito Selva, un lodge lujoso, “spa de conciencia” y una experiencia enogastronómica que resume los aromas selváticos y los vinos más delicados de las regiones menos conocidas. “Tenemos un pasado industrial, un presente moderno y un futuro conservacionista”, sostiene Lirussi.
“Sustentabilidad y autonomía”, resume el emprendedor los pilares de esta aventura de rescate de un edificio que representó un importante epicentro productivo para Santa Ana, un pueblo con pasado jesuita sobre la ruta 12 y a orillas del río Paraná, enfrentado a la exuberante costa paraguaya. “Toda la energía que consume el lodge es limpia”, indica. Sesenta paneles solares, una caldera que se alimenta a biomasa, y los pelets (deshechos) de la industria maderera sostienen el complejo. “Tenemos excedente de energía, la podríamos inyectar a la red”, afirma. La actual legislación provincial no contempla esta posibilidad. Momora es una voz guaraní que significa respeto y admiración. “Queremos devolverle a la naturaleza algo de lo tanto que nos da”, cuenta Lirussi.
“Sabíamos que una curtiembre está asociada a un trabajo industrial, nuestro propósito fue convertirla en un lugar vivo con un llamado a la vida”, afirma. El insumo que se usaba para curtir era el tanino, en contraposición con los tradicionales que usan metales pesados, como el cromo. El tanino vegetal es ecológico. No hay huella contaminante. Uno de los pilares de la restauración fue recuperar los elementos nobles. Hierro y madera son los materiales originales. La cabiada que guía todo el techo es una obra admirable. “Siempre quisimos hacer un espacio para que las personas se reencontraran con su paz”, dice Anabela Serdiuk, el otro pilar de Momora.
La historia de ambos es emocionante. Fueron pareja, se conocieron en una jornada de meditación, vivían en Brasil. Unieron sus intereses y sus vidas. Ella es maestra de Reiki, dermatocosmiatra y sommelier. Él trabajaba en el área contable de una multinacional. Viajaban por todo el mundo hasta que las raíces hicieron un llamado. “Sentí que era momento de regresar”, recuerda Lirussi. Serdiuk nació en Oberá, a 50 kilómetros de Santa Ana. Sabían que querían hacer un lugar como Momora, buscaron locaciones en todo el país y un día arribaron al aeropuerto de Posadas, los esperaba un agente inmobiliario. “Tengo algo para ustedes”, les dijo y se subieron a un auto hasta Santa Ana. Les mostró un terreno de diez hectáreas con costa frente a la Reserva Natural Campo San Juan.
Sellaron el acuerdo en la estación de servicio del pueblo. Cuando se estaban por ir, el agente les comentó: “Si esperan unos minutos, les puedo mostrar algo que creo que les interesará, un terreno vecino”. Una persona se presentó en la estación. La siguieron, tuvieron que atravesar la selva y el monte. “Les va a gustar”, dijo aquel hombre. Pronto, la visión más allá de las hojas y las ramas los deslumbró. Un viejo galpón solitario. La selva había reclamado lo suyo y lo había enmarañado de raíces, vegetación y animales. “Nos maravilló, ese mismo día lo compramos”, señala Serdiuk. El trabajo fue agotador. Se usó mano de obra local, trabajadores que no le tenían miedo al desafío, ni al rigor del clima misionero.
“Muchas veces pensábamos que nunca podríamos terminar”, afirma. Comenzaron en 2017, el objetivo fue ser siempre fiel a la palabra Momora. Trataron de no modificar más allá de lo que estaba hecho. Llegó la pandemia, se separaron, pero el proyecto continuó, hasta que el 31 de diciembre de 2022, abrieron las puertas. “Momora nos une como personas”, reflexiona Serdiuk. Los dos están al frente de este emprendimiento familiar que honra a “la majestuosa selva, naturaleza y arte, son nuestros valores”, cuenta Anabel.
Autonomía
El lodge tiene cuatro domos geodésicos aislados unos con otros, como islas, inmersos en un mar de vegetación, la impenetrable selva misionera, con su fauna nativa y la magia del encuentro con alguna de las especies. Se está a merced de todo esto, y ese es precisamente el concepto que se transmite. El regreso a las emociones simples y sencillas. “Ecología no es sinónimo de rusticidad”, manifiesta Lirussi. Los domos tienen todas las comodidades, con un deck con piscina propia.
El viejo galpón de la curtiembre es el punto de encuentro, con 60 metros de largo, 25 de ancho y 8 de alto, es una nave nodriza de placeres y rincones de tranquilidad donde se unen maquinaria y toneles de la industria, con una piscina, cascadas, mesas, sillones y una barra con tragos que remiten a la tierra colorada. “Para nosotros es fundamental saber que producimos energía limpia, que no le quitamos recursos a la naturaleza”, reconoce Lirussi. Tres inversores fotovoltaicos, con baterías de ciclo profundo y de litio la producen. No existe en Misiones un caso similar.
“Pensamos Momora como un spa de conciencia, luego de aguas y ahora nos inclinamos por una experiencia enogastronómica”, cuenta Lirussi. Los pasos de los diferentes menús concilian aromas guaraníes con la producción láctea y los embutidos de la región. Y también con sus carnes. En Santa Ana, la chacra La Bergerie produce quesos y fiambres de “cerdos y cabras felices” que están en libertad en el monte. “Pensamos que otra manera de producción es posible”, cuenta su creador, Frederic Boulay, un francés que se enamoró de esta tierra y de una misionera. “Son alimentos sanos, con aromas puros, sin contaminación”, afirma Marta Ferreyra, su esposa, también ministra de Agricultura Familiar de la provincia.
En Momora están presentes los productos del territorio. En Misiones, según el último censo, hay 31.518 unidades productivas agropecuarias, el 80% son explotaciones familiares. Existen 25.214 agricultores de este tipo. Todos estos aromas naturales tienen un lugar en la mesa de Momora. Es un ensamble, una glotonería de frutas deliciosas y verduras frescas, de todo lo que nace, germina y se transforma en este territorio.
Sabores
“Sentir el placer”, resume la experiencia Martina Barreix, chef a cargo de “este castillo en la selva”. Los platos tienen la misión de conectar al comensal con el lugar. “Trabajo con el factor sorpresa, las personas están en modo placebo y la idea es que algo siempre te invite a quedarte por más tiempo”, dice. Es una cocina de mixturas. El mbeyú y la chipá conviven con una tabla de quesos y carré de cerdo ahumado, y un costillar de carne premium pampeana. Esta región y La Pampa están muy presentes en las diferentes cartas, Barreix nació allí, también Lucas Gómez, el sommelier del lodge.
“La experiencia enológica es un modo de conocer nuestro país y sus terruños entendiendo al vino por las personas que lo hacen y que trabajan todo un año con climas extremos para traernos a la mesa una porción de viñedo”, dice Gómez. El maridaje entre los diferentes aromas de los platos es perfecto. “Queremos compartir relatos mágicos”, dice Lirussi. Gómez, que tiene un contacto directo con los visitantes, plantea que la clave es disfrutar “la abundancia de alimentos que provee la selva. No los sentamos a comer, sino a conectar con un plato simple, con pocas pretensiones, respetando, admirando cada uno de los productos”.
Historias y leyendas atraviesan Momora y Santa Ana, guaraníes, jesuitas (las ruinas del pueblo son Patrimonio de la Humanidad, declaradas por la Unesco), alemanes del Volga, polacas y ucranianas. También, los cruzan el primer ingenio azucarero de Misiones, a fines del siglo XIV, en lo que hoy es la Reserva Natural Campo San Juan, administrado por Rudecindo Roca, el hermano del expresidente; una gesta ranquel del cacique Yancamil que surgió por las malas condiciones laborales; la presencia del río Paraná; la costa y la cultura paraguayas, con sus encantos. También la mejor chipá, doble queso. “Nos dejamos encantar por esta tierra”, resume Lirussi.
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