Rebeca Atencia es veterinaria graduada en la Universidad Complutense de Madrid y primatóloga; desde hace veinte años, dirige el Centro de Rehabilitación de Tchimpounga
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REPÚBLICA DEL CONGO.– Rebeca Atencia es veterinaria graduada en la Universidad Complutense de Madrid y primatóloga. Desde hace veinte años, dirige el Centro de Rehabilitación de Chimpancés de Tchimpounga, en la República del Congo. Es el alma mater de este proyecto y, para muchos, la heredera de Jane Goodall. Como ella, a los veintitantos llegó a este país a hacerse cargo del refugio ya creado por Goodall. Fue en 2005. “Quería trabajar con chimpancés y me vine por un año al Congo a ayudar a un centro a reintroducir unos chimpancés. Jane lo visitó. ¡Apareció allí! Yo había aprendido a comunicarme con ellos y creo que ella vio la pasión que tenía, eran mi vida. Y me ofreció hacerme cargo de Tchimpounga, mi sueño. Pasaron veinte años... Sabés cuándo partís a África, pero nunca cuándo volverás. Bastante después, Jane me contó que le había hecho acordar mucho a ella en sus inicios, cuando era joven en Gombe”, cuenta Rebeca.
En aquel momento, y como consecuencia de la larga guerra civil en Congo, la caza furtiva y el tráfico ilegal, llegaban cantidades de pequeños chimpancés al refugio. Todo lo que era posible hacer para entonces era acogerlos e intentar apaciguar los miedos y traumas con los que llegaban, al ser literalmente arrancados a sus madres, eliminadas por la carne salvaje. Las crías eran atrapadas y vendidas (zoológicos, laboratorios, mascotismo). “Siempre que miro para atrás, recuerdo esa pequeñísima chimpancé atada a una cuerdita con gente alrededor riendo y señalándola”, recuerda Goodall. “Little Jay, así la llamamos, fue nuestra primera refugiada. Hoy sigue allí, ya es grande y fuerte, pero todavía quedan algunos en la misma situación en la que la encontré a ella por primera vez”, lamenta la primatóloga inglesa, considerada una de las mujeres más influyentes del mundo, recordando a su primera huésped en Tchimpounga, actualmente el santuario para chimpancés más grande de África.
Al tiempo que el santuario crecía, la familia de Rebeca –gallega de nacimiento, de Ferrol– se agrandaba. Rebeca tiene dos hijos. Uno de sus ellos, Kutú, lleva ese nombre en homenaje a un chimpancé que a ella le salvó la vida. “A Kutú yo le había curado las heridas de otros chimpancés que lo habían atacado. Un día estábamos en la selva con Chinuá, un chimpancé que no me quería, y Kutú. De repente, hice algo que a Chinuá le molestó y empezó a hacer vocalizaciones para llamar a otros chimpancés para atacarme. Detrás de mí apareció uno enorme, a quien yo no conocía, con los pelos erizados. Me mordió en la cabeza. Empecé a sangrar. Aparecieron cinco chimpancés dispuestos a atacarme. Al darse cuenta, Kutú desvió a todos para atacar a Chinuá y me miro como diciéndome ‘Corré, no puedo parar esto por mucho tiempo’. Me hubieran matado. Le puse a mi hijo su nombre”, recuerda Rebeca.
Rebeca organizó el refugio, que hasta el momento solo tenía capacidad para recibir a los chimpancés que llegaban; “los bebés de chimpancé necesitan tener calor y abrazos, pues llegan traumatizados y asustados. Durante el día salen con sus cuidadoras todos juntos a la selva para sociabilizar y jugar. Por las noches, duermen abrazados a ellas”, explica. Pero una vez que crecen, los paseos por la selva terminaban. Los chimpancés pueden ser agresivos y peligrosos, especialmente si tuvieron una historia traumática y en contacto con humanos. Como algunos de nosotros, nunca olvidan a quien los maltrató y pueden ser vengativos; comparten el 99% de nuestros cromosomas y son nuestros parientes más cercanos.
Gracias a una visión global respecto de la protección de la naturaleza y los animales, esta apasionada y aguerrida veterinaria, con el apoyo del Instituto Jane Goodall, pudo cambiar significativamente la historia de los chimpancés en el Congo. Una vez organizado el refugio, puso manos a la obra para trabajar sobre los motivos por los cuales llegaban tantos chimpancés bebé: la matanza y el tráfico. “Lo primero que hicimos fue empezar a trabajar con las autoridades y a colocar publicidades. Poníamos carteles muy explícitos y sencillos en las rutas, a la entrada de las ciudades, adonde se junta gente. Todavía lo hacemos. El mensaje tiene que ser muy claro y comprensible para todos. También empezamos a trabajar con las autoridades, que de a poco comenzaron a aplicar la ley. Empezó a funcionar. El número de bebés de chimpancé que llegaba cada mes a Tchimpounga empezó a bajar. Con la creación de ‘Super Kodo’, un niño con poderes mágicos que protege a la naturaleza y a los animales, recorremos las escuelas. Ellos comienzan a identificarse con ‘Super Kodo’. También fuimos expandiendo la cantidad de tierra que teníamos para poder rehabilitar a los chimpancés, una vez que crecen, cuando se hacen grandes y aprenden a valerse por sí mismos”, describe.
Hoy, el centro de rescate, a 20 kilómetros de Point Noir, es solo el primer punto de llegada y de reeducación de los animales. Una vez readaptados (a veces eso lleva años) y sanados de sus heridas, son llevados hacia tres islas de denso bosque tropical, ubicadas sobre el caudaloso río Kuillu: Chibebe, Kombe y Sisullu. Tienen el mismo ecosistema que la selva más profunda, pero no hay cazadores furtivos. Además, como los chimpancés no nadan, no pueden salir de allí y exponerse a ser matados o capturados. Los más aptos serán luego reintroducidos a la selva, ya sin ninguna protección, en el Parque Nacional de Concoati, último destino adonde vivirán su verdadera vida de chimpancé.
Algunos cuidadores residen en las islas vigilando a cada grupo y su adaptación. También como los humanos, los recién llegados pueden no ser aceptados por la comunidad de chimpancés o ser expulsados por ellos mismos, por alguna razón. La atención es constante. Tres veces al día, mientras van gritando el nombre de cada animal, dos cuidadores protegidos con trajes de agua los llaman para que caminen alrededor de las islas. Una multitud de figuras negras aparecen de entre los árboles y siguen a la barca en su recorrido, gritando y festejando. El bote se detiene y los tripulantes saltan al agua para nadar hasta la costa, empujando palanganas repletas de fruta y pelotas de arroz. Cada uno recibe su parte, a pesar de que los más dominantes, acaparan todo lo que pueden: sandía en la boca, manos llenas y ¡más! La escena es conmovedora; la interacción con ellos, también.
En una de las tres islas, viven los inadaptados. Aquellos que llegaron con tanto abuso, cautiverio y desidia que nunca pudieron recuperarse del todo. Están mentalmente perturbados. Por lo general, odian a los humanos. Esta vez el recibimiento es con gritos, pero de rechazo, al tiempo que lanzan palos y piedras hacia nosotros. Los cuidadores se acercan lentamente y los tranquilizan… Cada tanto, alguno, erguido de pie, se mete al agua para arrojar piedras y así tener posibilidad de dar en el blanco más fácilmente. Es evidente que no quieren desconocidos. Vivirán acompañados por otros de su especie y en su selva, hasta el final.
El centro de la organización se encuentra algo distanciado de las islas, sobre una de las orillas del río Kuillu. Tres cabañas sobre pilotes, austeras, rodeadas por alambres, como protección para los trabajadores (y los pocos visitantes que llegan hasta el lugar) de serpientes tan grandes como las pitones o de los mil y un reptiles e insectos. Desde allí se organiza el trabajo para los más de cien chimpancés que viven en las islas.
El punto de encuentro de LA NACION con Rebeca fue en Brazzaville, capital de la República del Congo. A Rebeca la antecede el prestigio, el inmenso trabajo en el Congo, su fama. Esta cronista la conocía solo de mentas y a través de inolvidables imágenes con los chimpancés. Desde hacía un tiempo, ella organizaba el rescate de cuatro chimpancés en Angola, país hasta hace no tanto tiempo en conflicto, y había invitado a acompañarla.
¿El lugar? Cabinda y sus alrededores, epicentro de la guerra y ciudad rica en petróleo. La conservación, explicó, recién se ponía en movimiento en esa zona, y el gobierno estaba destinando a los militares –ahora desocupados– hacia ese objetivo. Pero todavía no existían lugares adonde llevar a los chimpancés, por lo tanto los recibirían en el Congo.
De a poco, Rebeca explicaba lo que haríamos, si bien la tensión y el movimiento no dejaban espacio para demasiada explicación. Además, ella es una mujer de acción y pocas palabras. Cada uno de los implicados en el rescate tenía la cabeza y el tiempo en los preparativos, y sencillamente actuaban.
La salida fue por la mañana temprano desde Point Noir, en tres jeeps equipados con cuatro cajas de hierro y madera para traer a los chimpancés; medicinas, mantas, comida, ropa, y diez personas en total. Entre ellos, los holandeses Asli Han Gedik y Pim Volkers, con su organización Wild and Life,
Durante horas, el viaje transcurrió por una ruta poceada a través de infinitos puestos de fruta, vendedores de ruedas y comida, atentos a las hileras de mujeres que caminaban al borde del camino, a los grupos de colegiales con impecables uniformes marrones hasta la pantorrilla y zapatos abotinados. Luego, el contingente se zambulló en los gigantescos baobabs y bananos, custodios de la selva.
En la frontera con Angola, aún no había certeza de poder ingresar al país. El sistema es así. Luego de una larga espera, papeles, sellos de goma, curiosos alrededor de los jeeps espiando adentro de las cajas vacías destinadas los chimpancés, finalmente entregaron las visas.
Casi ya sin luz, el equipo llegó a Cacondo, un poblado a orillas del Atlántico, adonde dormimos con el ruido de la rompiente de fondo, para partir al alba hacia Cabinda.
Allí, Rebeca y los demás ingresaron a un patio con plantas secas, piso y paredes de cemento, que nada bueno anunciaba. Mientras cada uno ocupaba su lugar, detrás de una pared esta cronista observó una jaula tan oxidada como el portón de acceso. Poco se veía en el interior, a pesar del sol. A los pocos minutos, una rugosa mano asomó entre el alambre que rodeaba las rejas. Algo después, un pequeño chimpancé de cuatro años estaba a nuestros pies; alguien había abierto la jaula para que saliera. Era demasiado pequeño para representar algún peligro. Todo sucedía muy rápido, pero el equipo sabía inmediatamente cómo debía actuar. El pequeño chimpancé tendía los brazos a quien lo quisiera abrazar. Walter, así se llamaba, fue rápidamente reconfortado –como pedía– y luego llevado al contenedor en el cual viajaría, con algo de comida, agua y una manta con la cual ya estaba familiarizado. No hubo necesidad de anestesiarlo: quería salir de allí.
Estar en contacto con un chimpancé bebé, no es demasiado diferente a estar en contacto con un bebé humano. “Cuando están enfermos, te cogen de la mano, te miran a los ojos llenos de esperanza para que los cures. Y a veces no podés. Ha sido tan duro para mí que me tuve que tratar. Son mi familia, mis hijos, mis hermanos…”, dice Rebeca, que es capaz de correr con un pequeño en sus espaldas para escapar de un elefante en celo y enojado, o de sostener una pitón con sus propias manos. Ella ríe mientras recuerda algunas historias e imita el sonido, suave y corto, que hacen los chimpancés en presencia de una víbora para avisar al resto.
El adorable y testarudo Walter pasó luego todo el viaje hacia Point Noir exigiendo caricias y comida. Si por un segundo no las recibía, golpeaba la caja con fuerza.
Otro chimpancé más grande, de aproximadamente 8 años, mirada asustada y desconfiada, esperaba a ser sacado de allí. Con paciencia, esperaron a que Josué, tal su nombre, se tranquilizara y bajara del techo de la jaula, adonde había subido al ver gente desconocida. Veinte minutos después, luego de que Atencia le aplicara la anestesia para poder sacarlo del lugar, lo trasladaban hasta la caja acondicionada en el jeep que lo llevaría hasta el refugio en el Congo.
Siguieron momentos tensos, monitoreando que Josué despertara de la anestesia antes de arrancar y seguir hacia el segundo rescate: Tina, que había sido encontrada atada a una cuerda al rayo del sol. Su madre probablemente había sido asesinada para comer. Desde entonces, Tina había vivido sus primeros años en un gran parque y ya de adulta, en un recinto de buenas dimensiones, limpio, con buena comida, pero sola. El peor de los castigos para un animal de su especie. El hombre que la tenía, y la quería, había decidido buscarle un lugar para darle una mejor vida. La diferencia con Walter y Josué era evidente: su pelo brillaba y parecía de seda, sus manos eran suaves y cuidadas. Una dama. Luego de colaborar con todo el equipo para anestesiarla y poder sacarla de su recinto, el hombre se despidió agradeciendo a todos por el trabajo para devolverle su vida de chimpancé.
El último rescate fue dentro de la selva para buscar a Genuario. Había sido hallado casi un año atrás en condiciones deplorables, encerrado en una jaula sellada. Había pasado años en la oscuridad, encima de sus excrementos. Estaba muy traumatizado y el operativo no sería sencillo. Seis meses antes, había sido trasladado por la organización Wild and Life hasta un pequeño campo adonde tenían algunos animales esperando ser trasladados a refugios. Genuario era bajo, ancho, fuerte y se lo veía muy alterado. Tenía comunicación con una hermosa mujer que vivía allí; su presencia era lo único que lo tranquilizaba. Estaba solo, agitado y gritaba. Pero, mediante un movimiento imperceptible de Rebeca, fue adormecido y transportado.
Una de las alternativas que tiene Toti, el chimpancé que hace años permanece solo en una jaula de un zoológico privado en Río Negro y cuyo traslado a un santuario ordenó el Superior Tribunal de Justicia de esa provincia, es Tchimpounga. ¿Por qué no imaginarlo con Tina, Josué, el pequeño Walter, o con alguno de los tantos chimpancés cobijados en el santuario del Congo, en las mejores condiciones en las que puede experimentar un animal al que alguna vez le fue robada su vida natural? “En principio, sí. Podríamos hacer eso por Toti”, responde la primatóloga, y abre una luz de esperanza.
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