“Somos una especie en extinción”: la panadería que desde hace 120 años prepara la mejor galleta de campo
En Los Toldos, dos hermanos administran La Blanqueada y siguen las recetas que les legó su abuelo italiano cuando abrió el local en 1904
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LOS TOLDOS.- “Ahora demonizan a la harina, pero el pan es sagrado, lo dice la Biblia”, dice Eduardo Adamini, de 74 años, desde el mostrador de su panadería La Blanqueada, que abrió hace 120 años en Los Toldos, partido de General Viamonte, en el noroeste bonaerense. Es conocida por un producto que es un pilar en la mesa de los argentinos: la galleta de campo. “Usamos la misma receta que creó nuestro abuelo Doménico en 1904″, sostiene su hermano, Luis, de 71, ambos sostienen la tradición y un horno que jamás se ha apagado. Por cada un kilo de pan, venden 10 de galleta.
“Mientras más vieja se pone, más rica se vuelve”, cuenta Luis sobre una de las características más destacadas de esta receta, su durabilidad. En tiempos en donde las panaderías se han industrializado y optado por hornos eléctricos o rotatorios a gas, en esta legendaria esquina toldense todo se hace a mano, no hay botones ni luces ni alarmas. La galleta de campo es una masa partida al medio con poca miga y con una corteza dura y aireada. “Pueden pasar dos semanas y la podés comer”, afirma.
¿Por qué es tan especial la galleta de esta panadería?: “Hace 120 años que usamos la misma receta y el mismo horno”, dice Eduardo. Explica que este producto tiene una masa más rústica que la del pan francés. Se hace con masa madre y una harina que puede ser uno a dos ceros. “Esa rusticidad le da la duración”, explica. Es ideal para acompañar guisos y fiambres, aunque en el medio rural su corteza “es el plato ideal” para comer asado. Para los chicos y los no tanto, con manteca y azúcar y con dulce de leche. La galleta fue y sigue siendo el elemento imprescindible para la merienda y el desayuno.
“La galleta de campo solo se puede hacer en hornos centenarios”, dice Eduardo. “Necesita el piso de piedra”, agrega Luis. El pan francés nunca pudo competir con este producto, menos con los hechos en hornos modernos. Las premezclas necesitan mucha humedad (agua) y a las pocas horas de salir del horno, las piezas ya están duras. “Somos una especie en extinción, el día que usemos premezcla, cerramos”, se ponen de acuerdo los hermanos. Herederos de una tradición que –afirman– se está perdiendo, todos los días continúan levantándose antes que el sol salga para empezar la ceremonia, que luego compartirá todo el pueblo: hacer pan, facturas y galletas.
Historia familiar
La Blanqueda se ha convertido en una parada obligada de viajeros que buscan alimentos hechos a mano con métodos clásicos, sin intervención de la modernidad. La cuadra del local es inmensa y se podría contar la historia de nuestro país. Aún se ve una amasadora SIAM de hace un siglo, y una mesa que está deformada en su parte media por la cantidad de amasadas que ha tenido, incontables generaciones de panaderos han puesto allí sus sueños y mucho esfuerzo. “Es la misma que usó nuestro abuelo en 1904″, destaca Eduardo.
“Nos criamos acá”, dice Luis. Ambos pasan más tiempo en la panadería que en sus casas. “Este es un trabajo que te tiene que gustar, le entregás tu vida”, afirma Eduardo.
Todo comenzó en la ciudad de Buenos Aires, en los primeros años del siglo XX. Doménico Adamini llegó de Italia a los 19 años procedente de La Lombardía. Lo único que sabía hacer era amasar, “como todos los italianos que llegaban a Argentina”, afirma Eduardo. Trabajó en panaderías del centro, pero algo le llamó la atención: no hacían el clásico pan, sino galletas de campo. “En ese entonces en la propia ciudad se consumían más que el pan francés”, dice Luis. Tuvo que aprender a hacerlas y entendió que era momento de ampliar sus horizontes, viajó en tren hasta Los Toldos a buscar “su América”.
Entonces era un pueblo pequeño en el lejano oeste donde estaba todo por hacerse, con una particularidad: vivían –aún lo siguen haciendo sus descendientes– mapuches de la tribu de Coliqueo. Bartolomé Mitre les cedió estas tierras. Se instaló en un almacén cerca de la tribu que pertenecía a un español, lo compró y en 1904 inauguró la panadería. Desde entonces nunca ha cerrado sus puertas y el horno siempre estuvo caliente.
Otro hito histórico marcó a Los Toldos, aquí nació Eva Duarte. Su madre era clienta asidua de la panadería, y un tercero y más actual: desde Holanda llegaron inmigrantes con la receta del queso Gouda, que aquí sus descendientes lo continúan haciendo.
La masa
“Tuvo un problema: había trigo, pero no molino”, dice Eduardo al recordar a su abuelo. Los Toldos carecía de uno y Doménico lo solucionó de una forma práctica: hizo su propia molienda. En aquellos años no había amasadora mecánica, así que se amasaba “a pie”. “Ahora está de moda la masa madre, antes era de la única manera con la que hacíamos el pan”, sostiene Luis. La razón era muy simple: no había levadura.
“Se hacía todo a mano, y lo seguimos haciendo”, dice Luis. La máquina más moderna es la amasadora SIAM de 1954, que la instaló el padre del que fuera canciller Guido Di Tella. En la mitad del siglo XX se amasaban 2400 kilos de harina por día y solo 700 se usaban en hacer galletas de campo. El horno se alimentaba a leña de caldén pampeano, 200 kilos por día. De las estancias venían a buscar las galletas, era común que cada una llevara 20 a 30 bolsas. “No era costumbre venir al pueblo seguido y la galleta duraba mucho tiempo”, señala Luis.
Los números en 2024 han bajado a menos de la mitad, pero aún el horno sigue ejerciendo encanto y su aroma perfuma a Los Toldos al amanecer. Cuando la ciudad duerme, La Blanqueada está en movimiento. La panadería ya abre sus puertas a las 4.30. El pueblo y la gente de campo comienzan sus actividades temprano.
“Todavía hacemos facturas con grasa”, dice Luis. Usan las recetas de pastelería de su abuelo Doménico que trajo de Italia y en una pequeña habitación se puede ver el recetario de más de un siglo. Reniegan de la mala fama que los tiempos modernos le dan a la harina. “Parece una mala palabra hablar de comer pan, o facturas, pero son alimentos sanos y es una tradición”, dice Eduardo.
“Recuerdo los sulkys en la puerta buscando las bolsas de galletas”, afirma Gonzalo Domínguez, de 50 años, nacido en Los Toldos, y en la actualidad vecino del barrio porteño de La Boca y director de la Orquesta Atípica del Teatro Galpón Catalinas Sur. Sus recuerdos se ubican en el aroma que había al entrar a La Blanqueada en su niñez cuando iba con su padre. “Había otras panaderías que hacían la galleta, pero esta era especial”, cuenta. “Entrabas y podías ver la cuadra y todos los panes a la vista”, confiesa el músico y una remembranza resplandece sobre otras: “No había nada más rico que comer galleta con dulce de leche casero”.
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