La familia Igoa vive y trabaja en el parador El Empalme, sobre la ruta 3, al norte de Chubut, y a solo 20 km de Puerto Lobos, una localidad fantasma
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“Somos de la prehistoria y también los olvidados”, dice con orgullo Elsa Igoa, desde el parador El Empalme, en el kilómetro 1313 de la ruta nacional 3, al norte de Chubut, a un costado del Bajo del Gualicho, no existe nada alrededor de esta exclusiva construcción que es la única prueba de humanidad en un paisaje dominado por la estepa, salinas, polvo y una alfombra seca de coirones, el pastizal que despeina la solitaria e interminable huella de asfalto sometida al imperio del viento.
“Sostenemos el recuerdo de Puerto Lobos, el pueblo fantasma”, dice, en referencia a la localidad costera que está a 20 kilómetros y desapareció cuando se asfaltó la ruta 3.
“Fue un pueblo hermoso, pero hace mucho tiempo que murió”, cuenta Elsa. Puerto Lobos se fundó en 1910 con la llegada del telégrafo. Tenía hotel, Automóvil Club Argentino, comercios, y 50 habitantes. Lo cruzaba la ruta 1, que es la única costera del país. Hasta 1957 tuvo mucha vida, en su muelle fondeaban barcos que llevaban la lana al puerto de San Antonio Oeste, y era la única parada para los colectivos que iban de esta localidad hasta Puerto Madryn. Hoy de todo esto, solo quedan las ruinas de un hotel y un cementerio con una tumba olvidada. “Se fueron yendo cuando dejó de pasar gente por la ruta 1″, dice Igoa.
El nuevo trazado de la ruta 3 se oficializó en aquel año y se hizo real en 1959, decretando la muerte de este y los demás pueblos por donde pasaba la ruta 1, que dejó de usarse en forma masiva y por los colectivos.
¿Por qué se alejó la ruta del mar? El rumor en el parador es que la marina no quería una ruta en la costa, por problemas de seguridad estratégica.
El Empalme es el parador que hicieron los últimos administradores del hotel de Puerto Lobos, está en el cruce de la ruta 3 y la provincial ruta 60, de ripio que tiene un tramo de 20 kilómetros hasta el viejo pueblo y el mar. “Acá estamos solos, somos nosotros tres y nadie más”, dice Elsa, refiriéndose a ella, su compañero de la vida Héctor Trape y Rogelio Pereira, quien se crio con la familia Igoa.
Elsa y Rogelio vivieron en Puerto Lobos, Héctor formó parte de la cuadrilla de trabajadores que asfaltaron la ruta 3. Se conocieron con Elsa y nunca más se separaron. “Vienen ex habitantes para recordar los días en los que el pueblo estaba vivo –cuenta Elsa–. Vivíamos en el mar”.
Territorio aislado y despoblado, donde llueve muy pocas veces al año, apenas un puñado de árboles rodea el amable y viejo parador, el viento llega de la costa y de la estepa, es implacable y constante. En 1957 lo comenzó a atender su madre y ella le siguió sus pasos. Hace 55 años que su mirada se endurece con un horizonte tensado por una ruta que se presenta como una recta que no tiene fin. “Somos custodios de un pueblo que desapareció –refuerza el porqué de su presencia aquí–. Esto no se hace por dinero, sino por cariño”.
El Empalme además del parador, es la casa de la pareja y de Rogelio. Tienen tres habitaciones que ofrecen como hospedaje. No tienen agua potable, es el problema central de esta región. La napa es salobre, cuando hay suerte de hallarla. Es uno de los motivos de la ausencia de seres humanos. La tienen que traer en bidones desde Sierra Grande, a 50 kilómetros al norte, en la vecina Río Negro. No hay gas, deben comprar tubos grandes y en tiempos de trabajo, los deben cambiar cada cuatro días. No tienen señal telefónica ni internet. “Estamos separados de este mundo”, acuerda Elsa.
Algo de razón tiene. En una de las ventanas del fondo del amplio salón deja su celular. “Hay días que por arte de magia aparece algo de señal”, dice.
Un generador carraspea y se enciende cuando el sol de recuesta en la estepa, en verano después de las 21.30. Allí es momento de iluminar y activar el freezer y las heladeras. Tiene una radio a batería solar. “Las pilas están muy caras –argumenta Elsa–. Somos de otra época.
Todo el parador se alimenta de los recuerdos de los años en el que Puerto Lobos estaba habitado y todo era felicidad. “Íbamos a pulpear todas las tardes cuando bajaba la marea”, comenta Elsa.
“Estaba la famosa cadena del paralelo 42″, recuerda. Esta línea geodésica pasa sobre Puerto Lobos, durante años hubo disputa con Río Negro por la tenencia del pueblo, es el límite que se usó para delimitar ambas provincias. Cuando aún era Chubut un Territorio Nacional la zona tenía beneficios de puerto libre de impuesto, al sur de aquel paralelo se podían comprar autos importados a precios bonificados. Una comisaría en el pueblo cerraba la ruta 1 con una cadena para pedir los documentos, sin embargo, algunas bandas organizadas encontraron huecos en aquella infranqueable frontera y pasaban los autos al norte. “Se veían las luces de los autos en el monte”, recuerda Elsa.
El pueblo en las calles
“Era una fiesta”, señala cuando había elecciones en Puerto Lobos. Radicales y peronistas organizan un banquete, se asaban varios corderos y todo el pueblo se sentaba en las calles. Música, mar, brindis y sonrisas. “Nunca hubo ninguna pelea”, cuenta Elsa. No tenía importancia quién ganara en las urnas, la fiesta continuaba. “Éramos muy unidos, y muy felices: fue una pena que la ruta 3 se hiciera lejos del mar”, reconoce.
El Turismo Carretera elegía el pueblo como una parada para sus carreras. Esos días se llenaba de gente. Siempre había barcos en el muelle. Un capítulo triste es el incendio del hotel, que era de madera. Luego se construyó el de cemento, que aún perdura de pie.
La ruta 1 fue de vital importancia en la Patagonia: nace en las afueras de Viedma y culmina en Comodoro Rivadavia. “Fue la única vía de comunicación que unió los pueblos pioneros”, dice Elsa.
Puerto Lobos fue un lugar estratégico porque es una bahía de aguas profundas, a apenas cinco millas tiene una profundidad de 100 metros donde suelen llegar cardúmenes de merluza y bancos de vieiras. En costas vecinas esta situación solo se consigue a 20 millas mar adentro. Las ballenas eligen esta costa durante toda la temporada de junio a diciembre. La costa es bella, y las olas refrescan una bahía dilatada de canto rodado y conchillas. Un paraíso perdido.
“Hubo una idea de urbanizar”, comenta Elsa. Se pensó hace algunos años atrás en un desarrollo inmobiliario atendiendo a las naturales condiciones del pueblo, pero el proyecto no pudo continuar por el histórico problema que se le presentó desde siempre a Puerto Lobos: la falta de agua. “Se traía de una estancia”, dice Elsa cuando el pueblo tenía habitantes. “No volverá a nacer, Puerto Lobos está muerto”, afirma. Solo quedan los recuerdos y las ruinas.
La condición de pueblo fantasma costero aislado de pueblos y desconectado de señales lo ha vuelto un lugar deseado para aventureros y pescadores. Muchos acampan o llegan en motorhomes, algunos usan las ruinas del hotel para tener reparo. La solitaria tumba del cementerio marca el cardinal norte. Al sur se ve una casilla, es un marisquero que ha optado por la vida ascética, vive en completa soledad.
“Siempre hay sopa”, asegura Elsa. Tiene algo de madre para todos los viajeros y trabajadores del camino. Su comida es venerada. Guiso de arroz y de fideos, sencillo y abundante. “El camionero está cansado de comer carne, necesita comida casera, es lo que vienen a buscar”, afirma.
Todos los días tiene las ollas con este menú. Una empanada oficia de entrada, los domingos hay pasta casera. Tiene clientes de varias décadas. En algunos casos conoce a tres generaciones de la misma familia de camioneros.
Se preocupa por los que vienen en un viaje largo y duro desde Ushuaia con electrodomésticos. Tienen seguimiento satelital y están monitoreados desde su base. “En esta parte de la ruta hay un punto ciego, no hay señal satelital”, dice Hector. Tienen dos opciones, seguir de largo ya que no pueden estar mucho tiempo offline o detenerse y sentarse a probar los platos de Elsa. El escenario más aciago es que el satélite le corte el suministro de gasoil y no puedan seguir viaje hasta que algún punto de señal llegue hasta la ventana del parador e informen su posición. “Somos una gran familia”, reconoce Elsa.
“A estos lugares les agarrás cariño, acá tenemos de todo, menos plata. Pero te sentís millonaria cuando conseguís el cariño de la gente”, dice Elsa, con una mirada bondadosa.
Abre todos los días a las 7.30 y cierre después de la medianoche. Sabe que hallar el parador abierto es la única esperanza del que viene en la ruta manejando hace muchas horas. “Algunos solo paran para hablar”, dice. El verano del 2024 encuentra a la ruta con poco movimiento.
Cuenta una anécdota: hace un tiempo por la tarde entraron por la puerta trasera tres hombres con la ropa mojada, temblando de frío. Se acercaron a la salamandra y no hablaban. Les ofreció un café con leche, y siguieron viaje. “Me enteré que eran prófugos de la ley, yo los atendí de la mejor manera, para mí eran tres hombres con frío”, cuenta Elsa, una mujer con códigos. “Este lugar tiene vida propia”, dice en voz baja Rogelio.
Por la noche, cuando apagan el generador el espacio queda en completa oscuridad, huérfano de ruidos mecánicos, entonces se ve con profundidad el diáfano cielo patagónico austral. “Somos románticos, nos quedamos viendo las estrellas”, dice Elsa, mirando a su inseparable compañero de vida.
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