Solitario viaje al interior de la música
Aislado en un bosque de Bariloche, el renombrado luthier Raúl Pérez crea con sus manos los más preciosos instrumentos.
SAN CARLOS DE BARILOCHE.- En una extraña casa, en la espesura del bosque que faldea el cerro Otto, un hombre recrea con su oficio la historia de Yepeto, el carpintero que dio vida a un muñeco de madera.
Pero sus obras no hablan: cantan. Son instrumentos refinados, construidos con las mismas técnicas, materiales y herramientas usados hace quinientos o mil años.
Tal vez en las salas de conciertos más famosas del mundo algunos de los que escuchen la música fluir de los instrumentos se entretengan en pensar en las manos que les dieron vida. Pocos imaginarán que son las de un hombre de apariencia ruda que vive a las afueras de Bariloche.
Allí, uno de los luthiers más codiciados del mundo transforma retazos de maderas exóticas y nativas en exquisitos instrumentos de cuerda para música antigua.
Hacer las cosas bien
Raúl Pérez hace lo que le gusta. Vive de lo que hace. Y lo hace bien. Ninguno en el país como él ha logrado tal versatilidad en la construcción de instrumentos.
"Por lo general se especializan en guitarras o violines", como sucede en la escuela de luthería de Tucumán, "o en partes de ellos, que construyen en serie. Yo hago todo el instrumento, entero, y siempre estoy experimentando con nuevos", explica, mientras cuenta las piezas del laúd que tiene entre las manos: 103.
Laúdes, mandolinas y ukeleles (pequeñas guitarras que los marineros alemanes llevaron a Europa de las islas del Pacífico Sur, explica) cuelgan de las paredes en una de las alas del pequeño taller. El amontonamiento de cosas es agobiante.
Los estantes están repletos de herramientas, moldes, piezas a medio tallar... "Esos clavijeros tienen más de cinco años; se están añejando, tomando su forma...", dice.
Hay piezas que talló hace dos décadas y esperan el momento para integrar la nueva obra. "Es algo que jamás podría hacer una fábrica, donde todo tiene que salir rápido. Por eso, esto es artesanal", afirma.
Hasta en el más mínimo detalle revive las técnicas de los constructores originales. El suyo es un trabajo a cuchilla, rasquetas, hachuelas, gubias y formones. Incluso la firma que lleva cada obra es una etiqueta de papel de arroz xilografiado con su nombre: el sistema de imprenta más primitivo.
Una viola de cuerda da testimonio de la curiosidad por imitar un instrumento que aparece en una obra de Hieronyimus Bosch, el pintor holandés famoso por sus pinturas macabras. "Después resultó que un conjunto de rock muy famoso me encargó dos", comenta como al pasar, mientras que, con una pluma blanca, quita el serrín de una mandolina.
Pérez maneja un código de conducta tan estricto como los principios que debe aplicar en su arte para que el resultado sea perfecto. "Nunca digo quién tiene mis trabajos, porque no me gusta cargar con fama ajena", sostiene. Baste saber que desde rockeros hasta solistas del Colón usan sus artefactos, que no faltan en los principales estudios de música barroca o clásica antigua.
Tiene fama de hombre hosco, huraño. "Ese hombre no la va a recibir", le dijeron en la Capital a aquella concertista brasileña, apenas llegó en busca de quien debía diseñar el instrumento necesario para grabar su nuevo CD. "No pierda el tiempo", le repitieron en Bariloche. Pero alguien supo decirle que esa fama era injusta y la animó a llegar a su casa.
Trabajo por encargo
"Yo recibo a todo el mundo, a gente que viene desde muy lejos. Pero me reservo el derecho de aceptar un trabajo y de hacerlo como se tiene que hacer; más de una vez le dije que no a un famoso que sólo quería un instrumento mío para mostrarlo."
Hechos siempre por encargo, cuelgan del techo en una heterogénea sucesión: un ravel o rebeq; un dulcimer de los Apalaches, con su figura estilizada; una vihuela de México; una fírula; un cuatro venezolano y allá, casi escondida, un arpa gótica semejante a la del bardo de Asterix, hecha de una sola pieza.
Partes de instrumentos y retazos de madera cubren el piso y las paredes hasta el techo. Ebano, ciprés europeo, arce, alerce, fresno; los han enviado o traído amigos desde lejanas tierras; son tantos que dificultan los movimientos dentro del taller y casi impiden entrar hacia otros dos sectores, abarrotados como el principal. Pero es sólo una apariencia. "Yo puse cada palito aquí, de modo que sé dónde está todo. Esta madera es del (lago) Mascardi, aquélla, de Córdoba, en realidad, del Canadá; aquélla, de Misiones..."
Pérez maneja con fluidez la geografía universal. Pero como Julio Verne, viaja en su interior. Jamás se alejó de la región que lo vio nacer medio siglo atrás.
De su padre carpintero aprendió el oficio y en la casa de un amigo lo cautivó la música barroca de Walter Gerwig, cuando rozaba los 14 años. A los 17, un hecho fortuito juntó ambos caminos: le robaron su guitarra y decidió construirse una. Luego vino otra, y los encargos, y la vida...
Las ventanas del taller dan al jardín -obra de su mujer, Ana María-, donde maitenes, radales y algún ciprés rodean un claro de césped salpicado por setos de rosas, clavelines y una clase de amapolas compuestas de un lila muy suave que parece brillar al sol de la mañana.
Allí sigue la charla, mientras trabaja en la filigrana de una tapa de alerce que cerrará un laúd hecho con maderas de la cordillera. Cuenta que también hace esculturas y pinta, cuando puede. "Trato de encontrar tiempo para escribir un libro sobre construcción de guitarras -dice-. Tengo la bibliografía más completa del país sobre mi oficio. Hay libros en inglés, alemán, noruego, italiano, sueco, japonés, pero en castellano, muy poco.
"Apenas el de Ricardo Muñoz, editado en el 53, sobre guitarras, o el de Robert Alton, en el 40 y tantos, para violines", señala.
Como una empalizada, troncos enteros y partidos -cerezos, lengas, cipreses- cubren las paredes del taller y de la casa. También su arte lo invade todo, como su vida. En la saliente de una viga se descubre un dragón de fuego tallado en la madera, y un gnomo de ojos saltones observa desde uno de los postes.
La casa entera es obra de Raúl, que tuvo que abrir la calle hace 25 años, cuando ni siquiera el jeep Willy´s lograba llegar hasta el terreno que acababa de comprar. No le deben faltar ganas de levantar todo y volver a instalarse allá, lejos de todo, donde nadie lo moleste y pueda disfrutar su oficio. Pero hay demasiada historia hincada en esa tierra, donde tuvo cinco hijos. Y tal vez en eso piensa mientras toma una flauta torneada en una pieza y, como si despertara una paloma dormida, la desentumece con un par de notas y luego echa a volar una melodía simple y fresca.