Soledad Quereilhac: entre la ciencia del siglo XIX y el arte
La investigadora analiza los vínculos entre la ciencia (sobre todo, la de finde del siglo XIX) y su representación en la literatura fantástica, así como la búsqueda de validar, por el mismo camino, pseudociencias hoy descartadas
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En todo momento y en todo lugar, la literatura es expresión de su contexto social y político, y los discursos acerca de lo científico no se encuentran solamente en los textos académicos. Sembradas en la literatura fantástica, y en los artículos de diarios y revistas, hay infinitas pistas sobre cómo se representan y se incorporan en la sociedad los distintos discursos científicos que circulan en un momento y en un lugar determinados. Soledad Quereilhac se dedica a buscar esas pistas de lo científico y de su representación en la literatura.
En particular, Quereilhac encontró un patrón interesante: en la literatura fantástica de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, aparecen constantemente ligados el espiritismo y la ciencia. Eduardo Holmberg, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones. Todos ellos imaginaron historias en las que permanentemente se entrelazan los argumentos científicos con aquello que se denominaba “ciencias ocultas”.
No era magia, era ciencia
Actualmente, resulta imposible considerar científicas a disciplinas como la demonología, el espiritismo, la frenología o la teosofía. Pero, hasta hace no demasiados años, estas disciplinas tenían sus revistas especializadas, sus círculos de expertos y hasta –en algunos casos– sus cátedras universitarias. Científicos de la talla de Alfred Wallace, coautor de la teoría de la evolución junto con Charles Darwin, fueron fervientes defensores de prácticas alguna vez halladas científicas y hoy caídas en desgracia.
Wallace incluso experimentaba durante sesiones de espiritismo, intentando encontrar evidencia científica de la existencia de “entidades suprasensibles”. Aunque ahora no nos parezca una disciplina seria o científica, ni se lo considere un fenómeno que la ciencia pueda o deba estudiar, el espiritismo y las ciencias ocultas estaban muy en boga entre los mismos científicos que nadie duda en llamar “serios”. Para comprender esta situación (al igual que cualquier otra), se la debe analizar en su contexto histórico.
Hay descubrimientos científicos que lo cambian todo: la forma de hacer ciencia, de producir, de tratar enfermedades, de comprender el mundo. Pero también, y no menos importante, cambian la percepción de la ciencia en el imaginario colectivo.
Propongo un viaje al pasado. Es 8 de noviembre de 1895 y William Röntgen está a punto de hacer el descubrimiento que le valdrá el Premio Nobel dentro de seis años. Ese descubrimiento es nada más y nada menos que los rayos X. El mundo entero se revoluciona. Pronto, la medicina notará lo útiles que son estos nuevos rayos para hacer diagnósticos. Y el conocimiento científico empieza a confundirse con la magia. Un desarrollo científico hace posible lo imposible: hacer visible el interior de un cuerpo opaco. Si gracias a Röntgen y a sus rayos X ahora podemos ver los huesos, ¿por qué no se habrían de desarrollar métodos para ver el espíritu?
Los rayos X y otros avances científicos del siglo XIX fueron motores de uno de esos cambios de paradigma que se escapan del espacio académico y permean otros ámbitos de la sociedad, como la opinión pública y el arte. Y la evidencia de eso no está en los papers, en los laboratorios ni en las patentes: está en los libros.
“El arte hace mucho más que reflejar el conflicto: lo reformula y lo muestra desde una perspectiva distinta”, dice Soledad Quereilhac, doctora en Letras por la UBA, docente en la Facultad de Filosofía y Letras de esa Universidad e investigadora del Conicet. “Es un reflejo, pero no es un espejo, es una reformulación simbólica”. La discusión de las ideas científicas del siglo XIX se puede rastrear en los círculos de expertos, pero también en la literatura de ficción, como ese espejo que, sostiene Soledad, es mucho más sensible para captar y mostrar la otra cara de los conflictos éticos e ideológicos.
Leer para vivir
Quereilhac considera obvio decir que le gustaba leer. “Lo que sin dudas más me atraía leer, dentro del amplio corpus de lo escrito, era literatura. La experiencia de conectar con el mundo a través de la literatura y, puntualizaría aún más, la ficción, que es lo que más me apasiona, me resulta casi un pasaje a otra dimensión”, recuerda. “Sin esa dimensión literaria, que está en los libros y a veces, por extensión, en otras formas de arte que parten de la literatura, yo siento que la vida es banal, desencantada o, por el contrario, muy difícil de sobrellevar”.
Parece un sueño, pero en aquello que le da sentido a su vida Quereilhac pudo encontrar, a la vez, su objeto de estudio y su fuente de trabajo. Cuando estaba terminando la carrera de Letras, notó que era posible estudiar no solo la literatura, sino a través de ella la historia nacional, los conflictos y procesos que atraviesan a la sociedad. Que a través de la crítica, la historia cultural y la sociología de la cultura, podía analizar y entender la literatura en su contexto de producción, y de esa forma sus cruces con la religión, con otras formas de arte o, incluso, con los discursos científicos. Por eso decidió emprender el camino de la investigación con un doctorado en Letras, y luego la carrera de investigadora de Conicet.
Ella misma relata las tareas que componen su rutina laboral: “Paso centenares de horas leyendo libros, artículos y otros textos. En esta profesión hay que leer hasta dormidos para poder abarcar ese caudal de páginas necesarias que van construyendo nuestras fuentes, el marco teórico o las intervenciones críticas”, bromea.
Una investigadora en literatura como ella también dedica su jornada laboral a buscar en archivos fuentes como cartas de escritores, manuscritos, actas de sociedades literarias o de otro tipo, textos perdidos en revistas literarias y culturales o en magazines de actualidad, o en periódicos, cuya búsqueda implica bucear entre archivos en la hemeroteca. Además, pasa horas escribiendo y revisando artículos, libros y papers, y reunida con el grupo de investigación, becarios, compañeros, tesistas. “El trabajo intensivo es en soledad, pero el intercambio y la discusión con otros son necesarios y sostenidos a lo largo de todo el año”, concluye, poniendo de relieve una realidad que es común a todas las disciplinas científicas.
Soledad reflexiona sobre su campo de estudio: “La literatura es una forma de conocimiento accesible a través de las técnicas de representación, simbolización y expresión. Pero esa forma de conocimiento no es acumulativa o reductible a teoría, sino que está enredada con el gran protagonismo que adquiere el lenguaje y la lengua en la literatura. A través de ese uso único del lenguaje, una se acerca al mundo en sus aspectos menos pensados, menos evidentes”.
Como el de cualquier investigador, su trabajo se nutre de la colaboración. Soledad tuvo que meter los pies en el barro de las ciencias exactas y naturales, porque la temprana ciencia ficción, que fue su interés en sus primeros años, surgió en Argentina al calor de una explosión de descubrimientos en aquella área. “Sobre todo durante el doctorado, una amiga cercana que es doctora en Biología me ayudaba mucho con ciertos conceptos, si bien era un desafío aún para ella poner en contexto teorías y descubrimientos del siglo XIX. Su mirada fue fundamental”, recuerda. También reconoce el apuntalamiento de su familia: “Mi padre, que ya no está, era ingeniero químico y él también era un interlocutor permanente para deslindar ciertas ideas e imágenes de los relatos de ciencia ficción del siglo XIX y principios del XX. Él también era un apasionado de la lectura, sobre todo de textos históricos, y tenía facilidad para poner en perspectiva ciertas referencias científicas. Este tipo de diálogos me aseguraban no estar cometiendo errores groseros cuando me asomaba a disciplinas que no son las mías”.
Todas las ciencias, la ciencia
Junto con colegas, Soledad puso en marcha la hemeroteca digital AHIRA (Archivo Histórico de Revistas Argentinas). Su tesis de doctorado dio origen al libro Cuando la ciencia despertaba fantasías (Editorial Siglo XXI), que la puso en contacto con colegas de las más variadas disciplinas. Actualmente, rastrea la literatura utópica, donde espera encontrar pistas sobre los ideales anarquistas y socialistas y, también, los lamentos de la élite conservadora de principios del siglo XX.
Existe un imaginario muy fuerte que representa la ciencia y la investigación únicamente alrededor de las ciencias exactas y naturales. Frente a los detractores de la investigación en ciencias sociales y humanas, Quereilhac sostiene convencida: “No podemos pensarnos en el presente si no estudiamos nuestro pasado y nuestros orígenes. La literatura es parte del patrimonio cultural de un país, pero un libro es mudo. La literatura habla cuando es leída y estudiada, no solo por el público en general sino también por los especialistas”.
Diseccionar quirúrgicamente aquello que se ama, desarmarlo para poder comprenderlo, parece casi como arruinarle la parte mágica. Pero para completar el sueño de trabajar de lo que la apasiona, afortunadamente no es lo que le pasó a Quereilhac. Para ella, leer a Horacio Quiroga sigue siendo un placer. “Por Quiroga siento fascinación. Me parece que tiene una intensidad narrativa única, se desvive por encontrar la técnica perfecta para captar la experiencia vital en su máxima expresión”, opina.
Y concluye: “Yo siempre les digo a mis alumnos que los que estudiamos literatura tenemos un montón de herramientas para ver qué hay adentro del juguete, pero nunca, nunca lo rompemos”. Exactamente como los rayos X.
Esta nota forma parte de Científicas de Acá, un proyecto colaborativo que busca visibilizar la historia y el trabajo de las mujeres y personas del colectivo trans, travesti y no binario en la ciencia y la tecnología en la Argentina.
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