Sobrevivientes: los argentinos que superaron el terremoto
Miedo, angustia e incertidumbre fueron los denominadores comunes de un grupo de turistas que estuvieron en el corazón del sismo que sacudió a Nepal y provocó más de 7000 muertes
Martín Tricio cerró fuerte los ojos ni bien el avión despegó desde Katmandú, la capital de Nepal. Y cuando sintió que estaba a salvo, se permitió llorar. Atrás dejaba los que habían sido los cuatro peores días de su vida en una ciudad asolada por un terremoto de 7,8° en la escala de Richter, que hasta el momento provocó más de 7000 muertos.
Tricio fue uno de los 77 argentinos que el sábado 25, a las 11.45, pasado fueron afectados por el sismo. Dos horas antes, él, junto con cuatro amigos, había llegado a Katmandú. Venían de la India, donde habían participado de una convención de seguros de vida y ahorro.
Ese día, Tricio estaba en el jardín del hotel Shanker. Cerca estaban sus colegas Carlos Malara y Eduardo Poy. En el lobby, el resto del grupo: Gustavo Pacheco y Paulo D'Angelo.
Primero escucharon lo que para ellos se iba a convertir en una señal de los temblores: el graznido de los cuervos. Después, sintieron como si un tren ficticio les pasara cerca -extremadamente cerca. "No es lógico que esté pasando un tren, pero lo pensás porque te descoloca la situación", dice Poy, en un bar de Belgrano, frente a sus amigos que asienten.
Malara estaba recostado en una reposera cerca de la pileta del hotel. Vio lo que creyó imposible: los azulejos de la piscina se resquebrajaron y el agua, como un mini-tsunami, se le fue encima y lo tiró.
Dentro del hotel, Pacheco y D'Angelo no la estaban pasando mejor. Hablaban con un empleado cuando la tierra empezó a temblar. El hombre corrió y ellos lo siguieron casi por instinto. Como sus amigos, tardaron en darse cuenta que se trataba de un terremoto, y menos pensaron que iba a afectar a ocho millones de personas. En la huida, un turista quedó atrapado en la puerta de salida; lo ayudaron a escapar. Se separaron. D'Angelo corrió detrás del empleado como si pensara que la experiencia del hombre lo iba a poner a salvo. Pasó por debajo de una galería. Le cayeron dos ladrillos. Uno le golpeó la espalda y otro, uno de los gemelos. Instintivamente, se tiró al suelo. No sabía dónde estaba, luego reconoció que se trataba del estacionamiento del hotel. Se cubrió la cabeza y se puso en posición fetal.
Vio lo que creyó imposible: los azulejos de la piscina se resquebrajaron y el agua, como un mini-tsunami, se le fue encima y lo tiró.
En el jardín, Pacheco desesperado gritaba: "¿Dónde mierda está el Tano [como llaman a D'Angelo]?". Fueron segundos que parecieron días. Todos habían perdido la noción del tiempo. 50 segundos de temblor que, para ellos, se volvieron una eternidad. D'Angelo apareció, raspado, dolorido, con el miedo a flor de piel y una frase: "¡Estoy hecho mierda, boludo!". Los amigos respiraron: los cinco estaban a salvo.
Aún faltaba que llegara un sexto integrante del grupo, Marcelo Panizza, que, finalmente, lo hizo al anochecer; algo que preocupó a sus compañeros de viaje.
Miraron a su alrededor. En primer plano, el frente del hotel, un edificio de la década del treinta del siglo pasado, estaba partido a la mitad. Más allá, una pared se había derrumbado sobre un auto. La escena se completaba con un columna de polvo en suspensión y un sonido que no cesaba: los gritos de terror de los pasajeros.
De todas maneras, los seis amigos pensaron que no había que preocupar a sus familiares en Buenos Aires. "Creíamos que era sólo un sismo", dice Poy. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, comprendieron la magnitud del hecho. Como no funcionaban los teléfonos fijos ni los celulares, lograron conseguir uno satelital. Avisaron que estaban bien.
Las réplicas
Ese día, sin luz en el hotel, y ante la posibilidad de que el edificio se derrumbara, durmieron en el jardín. La lluvia de la noche los hizo entrar a una suerte de salón de fiestas, donde creyeron que estaba seguros. Pero escucharon el graznido de los cuervos y pensaron que iba a haber una réplica. Volvieron a salir al frío de la noche. "Estábamos en alerta todo el tiempo", señala Pacheco.
Recién al día siguiente, sin saber bien cuáles eran las consecuencias del sismo, decidieron salir del hotel y recorrer la ciudad. Fueron al aeropuerto para ver si podían volar sobre el Everest como habían convenido unos días antes. El lugar estaba cerrado. "Eso revela el nivel de inconsciencia que teníamos", dice D'Angelo.
Salieron del aeropuerto, con dirección a la plaza Durbar, el epicentro de la ciudad. A pocas cuadras de llegar, una réplica de seis grados en la escala de Richter los sorprendió. No hubo miedo, sino más bien terror. Habían quedo atrapados en una calle llena de edificios antiguos que se balanceaban. Pensaron que alguno iba a derrumbarse sobre ellos. Corrieron y buscaron refugio en la plaza Durbar.
Recién al día siguiente, sin saber bien cuáles eran las consecuencias del sismo, decidieron salir del hotel y recorrer la ciudad.
Cuando llegaron, estaba repleta. La imagen los conmovió: miles de personas rezaban en diferentes idiomas en medio de una ciudad devastada.
Siguieron. Quizás, sin saberlo buscaban darse cuenta de las consecuencias del terremoto; como si armaran una suerte de collage de pequeñas tragedias que iban experimentando al paso.
Quedaron paralizados cuando llegaron al crematorio de Katmandú. El lugar, al aire libre, tiene una decena de plataformas, donde se ubican los cadáveres en piras. "De cremar 25 personas por día, pasaron a 150", indica Poy. Como ese día estaba saturado, los familiares de las víctimas, vestidos de blanco en señal de luto, armaban las piras en el parque aledaño.
Cuestión de suerte
El lunes, el grupo tenían una certeza: al día siguiente debían abandonar Katmandú porque en el hotel ya no les aseguraban la comida ni el agua. Pero había un problema, Malara no tenía pasajes para regresar a Nueva Delhi, donde debían tomar un vuelo de regreso a Buenos Aires el miércoles.
Los acompañó la suerte. En medio del caos en el que se había convertido el aeropuerto, Malara logró que un piloto alemán se apiadara de su situación y le gestionara el pasaje. Fue el primero en irse.
El martes llegaron temprano al aeropuerto. Pasajes en mano, le rogaron a un empleado que los dejara subir a uno de los vuelos. Tenían conocidos que hacía días que esperaban embarcar y no lo lograban.
Ante el segundo pedido, el empleado cedió. El martes salieron de Katmandú rumbo a Nueva Delhi.
"Miles de personas gritaban, lloraban y se golpeaban para acceder a un avión", cuenta Viviana Arrascaeta, que la semana pasada llegó a Córdoba, luego de haber estado tres días durmiendo en un parque de Katmandú al quedar devastada la zona donde se estaba alojando. "Agarré mi pasaporte y el de una amiga y, como todos, estiraba la mano. Tuvimos suerte; en un momento los agarraron y nos dieron la tarjeta de embarque", relata.
Miles de personas gritaban, lloraban y se golpeaban para acceder a un avión
El miércoles a las 21.40 los cinco de los seis amigos -Panizza decidió quedarse en la India- llegaron a Buenos Aires. En Ezeiza, los esperaban sus familiares con carteles para darles la bienvenida.
"Estábamos sanos físicamente, pero quebrados emocionalmente", resume Pacheco su experiencia de haberse sentido vulnerable ante un hecho natural. "Fuimos unos privilegiados", completa Tricio.
"Como una patada"
Esteban Fraternalli, Marcos Miraglia y Nicolás Casullo habían salido desde un templo de Katmandú y marchaban rumbo a otro cuando sintieron que la vereda se les hundía. Sólo atinaron a correr hacia el medio de la avenida y abrazarse, reacción a puro instinto para alejarse de edificios y mantenerse cerca uno de otro. "Nos paramos en triángulo en el medio y nadie dijo nada por cinco minutos, fue como una patada tremenda", cuenta Fraternalli, que ya de regreso en Mar del Plata, y como también les sucedió a los seis amigos porteños, no termina de dimensionar lo que vivió.
Nos paramos en triángulo en el medio y nadie dijo nada por cinco minutos, fue como una patada tremenda
Con tres meses de viajes y recorridos, Nepal era el destino que tenían hasta mediados de este mes, anteúltima escala de un periplo que preveía destino final en Filipinas. Hasta que el suelo los sacudió y la vuelta a casa se hizo una necesidad.
"No vimos personas muertas, pero sí fue muy duro ver desde tan cerca la desesperación de la gente, en la calle porque había perdido todo: su casa, su familia", describe este ingeniero químico de 25 años.
El destino podría haber sido peor. Como no quisieron celebrar el cumpleaños de Miraglia arriba de un avión, el terremoto los podría haber sorprendido en la montaña, donde la situación podría haberse tornado más delicada.
Notaron a policías desconcertados y la calle repleta de gente desesperada. Con limitaciones por el idioma, optaron por seguir a los locales que caminaban con rumbo este. Así terminaron en el playón de estacionamiento de un hotel, libre de construcciones cercanas. Allí los tomó una réplica de 6,6° en la escala de Richter, quizás la más fuerte de todas las que sufrieron. Por fin pudieron llegar hasta el hostel en el que se alojaban para buscar sus pasaportes. Estaba cerrado, pero el dueño volvió a abrirles. Un alemán les prestó un teléfono y así pudieron avisar a Cancillería que estaban bien y empezar a gestionar pasajes para salir de Nepal.
Se podría decir que por diez dólares se salvaron de quedar bajo los escombros de un templo al que, por priorizar el presupuesto, prefirieron recorrer por fuera. "Adentro había mucha gente y supimos que se cayó parte de la construcción", recuerda Miraglia. Cuentan que intentaban dormir, aunque fuera en una silla, pero ante el primer temblor había que salir a la calle por una cuestión de seguridad. "Ya no pegabas un ojo nunca más", dice Fraternalli.