- 7 minutos de lectura'
En medio de los temores por la pandemia del Covid19, hay una gran incertidumbre sobre cómo puede reaccionar la Argentina si el virus provoca un contagio a gran escala. No hay muchos antecedentes de algo similar, pero muchos recuerdan el brote de poliomielitis de 1956. Aquello se dio en medio de un gran desconocimiento de la enfermedad y con escasos recursos para enfrentarla. El drama alcanzó a todos. La situación generó pánico durante meses.
El país, en ese momento, tenía unos cuatro millones de niños menores de 9 años, aunque mayormente la enfermedad afectaba a aquellos que estaban en etapas de lactancia, hasta los tres años.
Las inyecciones de gammaglobulina para intentar fortalecer el sistema inmunológico eran el único recurso que los médicos utilizaban para atenuar la dolencia. “En esos casos se recurre a lo que esté a mano. La gammaglobulina es simplemente un anticuerpo. No era una solución en absoluto para el problema. Pero se trataba de medidas desesperadas”, cuenta el infectólogo Ricardo Teijerio, de la Sociedad Argentina de Infectología.
Cerca de 6500 chicos fueron afectados, un crecimiento exponencial respecto de los 435 casos que se habían registrado en 1955. El pánico se apoderó de las familias. Los padres preparaban collares con bolsitas de alcanfor o los hacían practicar vahos con agua de eucalipto buscando fórmulas milagrosas para tratar de prevenir el mal. Otro rasgo que distinguió la época y que perduró durante muchísimos años fue el de pintar con cal las paredes, los cordones de las veredas y los árboles. “No hubo una comunicación desde el área de salud para que se hicieran esas cosas. Fueron simplemente medidas que tomaba la gente ante la falta de soluciones. ¡No había vacunas! Fue fundamental la vacuna. En la Argentina el mal está erradicado desde la década del 80. No hay tratamiento para la polio gracias a la vacuna”, explica Teijerio, recordando la importancia del plan de vacunación.
Por supuesto, nada tiene que ver aquella epidemia con esta. "La forma de transmisión es distinta, se da por la materia fecal". Algunos dicen que aunque no existiera ninguna prueba científica de que la cal acabara con el virus, la campaña fue útil para concientizar a la población acerca de la importancia del cuidado de la higiene, fundamental para detener el avance de la epidemia.
La vacuna y la dificultad para conseguirla
Un año antes, el 12 de abril de 1955, los Estados Unidos había comunicado al mundo que la vacuna creada por el doctor Jonas Salk era efectiva. Sin embargo, la fabricación a gran escala demoró mucho tiempo. E inmediatamente los norteamericanos pusieron restricciones para la exportación, porque no tenían suficiente para el abastecimiento interno.
Desde el anuncio oficial y hasta agosto del 56, sólo se habían autorizado licencias para exportar 23.481 frascos de 9cc. Los cálculos hechos por el gobierno indicaban por entonces que en el país se necesitaban al menos un millón de dosis. Conseguirlo parecía imposible.
La alternativa de fabricar la vacuna en casa también era lejana. Hacerlo demandaba al menos 120 días desde el momento en el que el virus se sembraba sobre los cultivos de células del riñón de mono. Y luego debían pasar los posteriores exámenes de seguridad. Los monos utilizados en los ensayos tenían que ser macacus rhesus, una especie de India, que costaba 1000 pesos cada uno y sólo alcanzaba para fabricar 700 dosis.
Pero además, la ciencia argentina no conocía el terreno y no se contaba con el personal capacitado para semejante desarrollo. Pocos países en el mundo, además de EE.UU. pudieron replicar inmediatamente el procedimiento, entre ellos, Canadá e Inglaterra. El gobierno de Pedro Eugenio Aramburu solamente tenía una forma de resolver el problema y era comprando la droga a otro país.
En medio de la crisis se nombró una comisión especial para la lucha contra la poliomelitis. La integraron José Vallas, Raúl F. Vaccarezza, Alois Bachmann, Juan P. Garrahan, Hernán D. González, Manuel Oribe, Carlos Ottolenghi, Isidoro Castillo Odena, Juan M. Nágera y Daniel Greenway.
Se crearon cursos acelerados para capacitación de médicos, kinesiólogos y enfermeras. Para el tratamiento y la recuperación de la enfermedad.
Las 140 camas del hospital Muñiz estaban desbordadas. Se generaron espacios para la atención de chicos. Se crearon el Instituto de reeducación para niños deficitarios y el centro municipal de rehabilitación para secuelas de la poliomelitis. Aún así no fue suficiente. Hubo que ocupar espacios de otros institutos y hasta dependencias municipales.
El área de Salud informó que disponía de 99.048.730 pesos para combatir el mal. Como no era suficiente, se agregaron 40 millones por un decreto y se redistribuyeron otras partidas presupuestarias. Además, en diversas campañas de donación, se consiguieron otros 37 millones.
Además de la construcción de los centros se destinó dinero para los viajes de los médicos para capacitarse en los Estados Unidos, la compra de elementos ortopédicos y pulmotores, entre otras cosas. El instituto Malbrán recibió una partida especial para la investigación. Solamente en compra de vacunas, el estado calculó que necesitaba 108 millones de pesos. Los frascos costaban en la venta libre 5,70 dólares (en enero del 56 el cambio era 1 dólar=40 pesos). El valor terminó siendo mucho menor por la cantidad y la necesidad especial.
Con el terror y el contagio en aumento, los negociadores en los Estados Unidos jugaban su carrera con el tiempo. El embajador argentino en Washington, Adolfo Angel Vicchi, gestionó la compra de las vacunas de Salk. El 10 de agosto el gobierno norteamericano autorizó la partida de un millón de dosis para exportación. Cinco días después, Francisco Elizalde, secretario de Sanidad pública, viajó a Nueva York para conseguir las vacunas. La comunidad internacional conocía la gravedad del caso argentino. No sólo tuvo prioridad en la entrega, sino que se prestó todo tipo de ayuda para la campaña antipoliomielítica.
La Argentina recibió ayuda extranjera para la lucha contra la polio en 1956. La Dirección General de Correos y telecomunicaciones puso en circulación un sello con la frase "gratitud de los niños argentinos a los pueblos del mundo", cuyo valor era de un peso.
El 1° de septiembre llegaron al país 470.000 dosis compradas al laboratorio Parke y Davis. Fueron 88 bultos que pesaban 2707 kilos. El vuelo regular de Aerolíneas Argentina que conectaba Nueva York con Ezeiza, tuvo que retirar desarmar ocho asientos para poder recibir la carga completa.
Inmediatamente se reunieron los representantes de salud de todas las provincias para organizar la entrega de las vacunas de acuerdo a la gravedad de cada región y para capacitar a los enfermeros respecto del cuidado de las vacunas, que debían conservarse en lugares frescos y entre 2 y 10°.
En Buenos Aires se asignaron 44 escuelas que fueron informadas a través de los diarios para la inmediata aplicación de las vacunas. El 10 de septiembre comenzaron a aceptarse las inscripciones y el miércoles 12 empezó la vacunación. Los requisitos para esa primera partida: niños de entre 6 meses y tres años, los más afectados. Gradualmente, luego se incorporó al resto. Si los chicos no tenían documentación (como había muchos casos), el encargado de cada establecimiento era el facultado para aceptar o rechazar al paciente. Cada familia recibía una tarjeta con la asignación del turno y el lugar asignado. El primer día se aplicaron 2500 inyecciones. En simultáneo llegaron las dosis al interior: Santa Fe (38.133 vacunas), Chaco (6994), Corrientes (6993), Misiones (3605), Formosa (1539), Tucumán (12.249), Santiago del Estero (1260), Catamarca (1683), La Rioja (549), San Juan (7731), Mendoza (12.455) y San Luis (2187).
El miedo comenzó a apaciguarse. El 6 de octubre llegó la segunda partida de vacunas al país: 507.000 dosis. Sirvieron para cumplir con la segunda etapa de vacunación. Y la tercera entrega se realizó el 20 de diciembre con otros dos millones de vacunas. El Ministerio de Salud ya tenía stock suficiente. Luego llegaría la comodidad de la vacuna oral de Sabin. El mal se erradicó en el país en 1984.