Germán Sopeña, el periodista capaz de atrapar el universo
La providencia, a veces, se da esos gustos. Dotar a una persona de tantos atributos que la conviertan en pieza de orfebrería, en obra maestra. Como si ese proceso de creación estuviera guiado por el principio de no reparar en gastos.
Germán Sopeña tenía 6 años recién cumplidos y sus padres quisieron anotarlo en el Colegio Cardenal Copello, en Villa Devoto, donde vivían. Pero no había vacantes. Lo llevaron entonces a la escuela pública Antonio Devoto. Al presentarlo, su madre contó que ya sabía leer, escribir, sumar y restar. Para evaluarlo, una maestra le dio lápiz y papel, y le pidió que escribiera una oración. Rápido y con trazo seguro, Germán anotó: "No me gusta el bife, por eso no lo como". Lo inscribieron en primer grado superior, lo que hoy equivaldría a segundo grado; es decir, se salteó primero inferior. "No me gusta el bife, por eso no lo como". La frase parece contenerlo. Allí ya estaba el Germán definitivo: libertad de espíritu, franqueza absoluta, determinación, economía de palabras.
¿Seríamos capaces de hacer el diario sin él? En todo caso: ¿se iba a notar mucho que ese diario ya no era el mismo? Después de Claudio Escribano, por entonces subdirector de LA NACION, no había conocido a ningún periodista de su envergadura
Tres o cuatro años después, cuando había sido pasado al Copello, tomó la costumbre de leer LA NACION bien temprano, antes de ir al colegio. Extendía el diario sobre una alfombra del living y lo recorría desde la primera página hasta la última. "Se ponía en cuatro patas, como gateando", recuerda su hermana Gloria. Un día, Germán le pidió a su madre que hablara con el canillita, que solía llegar con retraso: "Que lo traiga más temprano, porque tengo que ir al colegio con el diario leído".
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El viernes 27 de abril de 2001, sobre el filo de la medianoche, Germán se puso el saco, agarró unos libros y se despidió. Ya había dejado lista y enviada al taller de impresión la edición del día. En la vieja Redacción de la calle Bouchard quedaba un puñado de personas. Cosa rara en alguien que parecía tener el tiempo en sus manos, aquella noche estaba algo apurado.
Pocas horas después debía tomar un vuelo privado a la Patagonia para asistir a un homenaje al perito Francisco Moreno en Santa Cruz. Iba a dormir solo un par de horas, algo nada excepcional en su vida. A eso de las 9 de la mañana del 28, mi madre, por teléfono, me despertó con la noticia: el avión se había caído en Roque Pérez, provincia de Buenos Aires. Al rato, la confirmación: no había sobrevivientes.Germán tenía 55 años y era, desde hacía dos años, el secretario general de Redacción. El capitán del barco. Además de la conmoción y el dolor, porque le tenía un enorme aprecio, recuerdo perfectamente que sentí algo que estaba entre el miedo y la angustia. ¿Seríamos capaces de hacer el diario sin él? En todo caso: ¿se iba a notar mucho que ese diario ya no era el mismo? Después de Claudio Escribano, por entonces subdirector de LA NACION, no había conocido a ningún periodista de su envergadura. Pensaba: no es que este tipo es bueno acá, en la Argentina; sería bueno en cualquier gran diario del mundo.
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Alberto Laya, un recordado jefe de Deportes de LA NACION, solía decir que "el periodista nace, no se hace". Como muchos de su generación, creía en la impronta vocacional y en las habilidades que se adquieren en las redacciones, no en las aulas. Germán nació periodista y se hizo periodista, en las redacciones, en la calle y en las aulas.
Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador, con estudios de posgrado en la Sorbona, hablaba seis idiomas, era inteligente, culto, había recorrido los cinco continentes, tenía una memoria prodigiosa, escribía rápido y bien –muy rápido y muy bien–, dominaba todos los géneros periodísticos (hizo memorables crónicas, entrevistas, investigaciones, columnas de opinión) y podía conversar mano a mano con historiadores, políticos, economistas, deportistas, músicos, artistas.
En una ocasión, por los años noventa, un filósofo ganó un concurso de ensayos de LA NACION. Germán no estaba de acuerdo con la tesis del trabajo y pidió hacerle una entrevista crítica. Como se lee: una entrevista crítica a un filósofo al que el diario acababa de premiar. El resultado fue un exquisito debate, de profundidad poco habitual, que LA NACION reprodujo en sus páginas.Daba la impresión de que nada escapaba a su universo de conocimientos, y de que a él todo le resultaba fácil. Hacer un diario, escribir un libro (publicó cuatro), dar una conferencia en Harvard, identificar las grandes tendencias del mundo, dibujar, tocar la guitarra, cantar. También jugaba al fútbol, pero difícilmente será recordado en ese rubro. Sí se lo recordará como un verdadero experto en trenes y en autos. Y en la Patagonia, la región a la que más había viajado, la niña de sus ojos, su paraíso.
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Cordobés de Huinca Renancó, no era, sin embargo, alguien que podía ser encasillado en una provincia, en un país, en una región. En 1977 se fue a París como corresponsal de Editorial Abril, para la que trabajó hasta 1985. Fue un corresponsal clásico. Con la misma idoneidad cubría desde un acontecimiento deportivo hasta una revolución y una guerra. En 1979, la Unión Soviética invadió Afganistán. Germán tardó nada en acreditarse y en partir hacia ese conflicto. Cuando su mujer, Patricia Morgan, que acababa de instalarse en París, quiso saber cómo iba a tener noticias de él, le respondió: "Muy fácil. Comprá Le Figaro o Le Monde y fijate si hay corresponsales en dificultades".
Al año siguiente se trepó a un barco polaco para ir hasta los astilleros de Gdansk, donde el sindicalista Lech Walesa iniciaba una huelga que sería el comienzo del fin de la URSS. Con temperaturas de 40 grados bajo cero, contó que la única forma de sacarse el frío en la cubierta del barco era tomar vodka como si fuera agua.En febrero de 1981 nació su primera hija, Marina (dos años después, la segunda, Julieta). El problema es que en la misma fecha se había comprometido a cubrir una carrera de Fórmula 1 en Sudáfrica, en la que iba a participar el argentino Carlos Reutemann. Presenció el parto, voló a Sudáfrica y volvió justo cuando a su mujer y a su hija les daban el alta.
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Ya de regreso en el país, en 1985, se sumó al diario Tiempo Argentino, que acababa de salir. Renunció al año siguiente, por disidencias con la conducción. "Lo invité entonces, en nombre de LA NACION, a incorporarse al diario –recuerda Escribano–. Hicimos una prueba: ingresaría como adscripto a la Secretaría General de Redacción, que estaba a mi cargo. Bastó un mes, sobraron los días para comprender que Germán estaba llamado a constituirse en un ejemplar humano único en el oficio. La fatalidad quiso que estuviera con nosotros algo menos de 15 años, pero no pudo impedir el sentimiento de que lo tuvimos como compañero toda una vida, que es lo que de verdad perdura en nuestra memoria".
Fue editor de Economía y, después, con una velocidad nada habitual para un diario en el que el cursus honorum podía llevar años, secretario de Redacción, prosecretario general y secretario general.Todos los días llegaba a eso de las 11 de la maña-na con los diarios leídos, y leídos con el ojo exigente que corresponde a un jefe de Redacción. En las cor-tas mañanas en su casa además leía y escribía libros, escuchaba radio y música, y empezaba a organizar el trabajo. Se acostaba tarde y se levantaba muy tem-prano (y era el único en trabajar seis días, de lunes a sábado), pese a lo cual era raro verlo cansado, de mal genio, apurado. No me acuerdo de haberle oído jamás algo fuera de tono. Corregía con firmeza, pero siempre sin levantar la voz, sin gestos ampulosos.
Quizá por esa templanza y su carácter introvertido, empezamos a llamarlo (sin que él lo supiera) "el Príncipe de hielo". Después, solo "el Príncipe". Pero en las tertulias del comedor del sexto piso, o en las escapadas que organizaba periódicamente para hacer un viaje en tren o para probar un auto, o cuando se sumaba a los partidos de fútbol del campeonato interno, era un tipo amable, sencillo, conversador, divertido.
"Germán irradiaba autoridad –dice Fernán Saguier, subdirector de LA NACION, que trabajó años a su lado–. Por su recorrido como periodista, por su amplia cultura y por su capacidad de mando. Llegaba temprano al puesto de comando de la Secretaría de Redacción y no lo abandonaba hasta la medianoche, cuando se iba la última página al taller. Era seguido como un ejemplo en todo sentido".
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Durante años profesor de periodismo en la Universidad de Belgrano, le gustaba divulgar las seis virtudes propuestas por el gran Italo Calvino: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia. Quizás esas seis virtudes sean, al mismo tiempo, las que mejor lo definen a él."No creo haber conocido en el periodismo otro hijo más legítimo de la Ilustración que Germán Sopeña –dice Escribano–. Encarnaba como nadie el espíritu de la razón, al punto de que a una altura de su vida resolvió prescindir de la lectura de piezas de ficción para consa-grarse estrictamente a obras de ensayo. Discutimos un poco sobre eso: sobre si la imaginación no es también una nutriente poderosa del conocimiento. Y, sin embargo, en su apertura multifacética a todos los saberes, siguió habiendo en Germán hasta el final un espacio enorme para la música, el automovilismo y la naturaleza apreciada no solo como el fenómeno estético que modela a la humanidad, sino también como el ámbito de aventuras para el desafío de nuestras posibilidades físicas y probanza del carácter. Así murió, yendo en vuelo al encuentro de glaciares que quisiéramos eternos".
En el centro de la Redacción, hoy en Vicente López, una foto de Germán nos recuerda que, a veces, cada tanto, la providencia decide romper el molde.
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