Luis Alberto Romero: "Mi primer contacto con la investigación histórica fue a los 10 años, al ayudar a mi padre para su editorial en LA NACION"
Desde los 6 años leo LA NACION todos los días, en papel. Soy lector hereditario: mi padre hacía lo mismo, al menos desde que lo conocí. Se consideraba, como se decía entonces, "hombre de LA NACION", pese a que no siempre concordaba con la línea editorial. Escribía con frecuencia, aunque, prudentemente, se limitaba a la historia medieval.
Al principio mi lectura se restringía a las crónicas de fútbol –eran los años gloriosos de Racing– y también las historietas, que seguí siempre, desde Trifón y Sisebuta hasta Maitena, pasando por Trudy y Quintín. A mediados de 1954 hubo un cambio importante en mi relación con LA NACION. Juan S. Valmaggia, que dirigía la Redacción del diario y era colega de mi padre en el Colegio Libre de Estudios Superiores, le encomendó escribir los editoriales de LA NACION sobre política internacional. Para la familia fue providencial, pues mi padre acababa de perder su trabajo en la Universidad de la República, en Uruguay, a causa de una decisión del gobierno peronista, que en 1953 restringió los viajes a Montevideo, donde se juntaba una bulliciosa colonia de exiliados políticos.
En aquellos tiempos –créase o no–, la paga por dos editoriales semanales –que salieron hasta el 11 de septiembre de 1955– alcanzaba para el sustento básico de una familia. Y la familia colaboró en pleno, en una tarea que era bastante complicada, pues antes de Internet reunir la información no era fácil. A mí, de 10 años, me tocó ayudar buscando en el diario, o en unos almanaques en inglés, datos sobre los gobernantes de países cuya existencia ignoraba. Ese fue mi primer contacto con la investigación histórica.En la adolescencia conocí el nombre de Claudio Escribano. Cuando leía un comentario o una crónica política que le parecía informada e inteligente –por entonces no tenían firma–, mi padre decía: "Esto es de Escribano", que equivalía a santa palabra. Con los años, llegué a conocerlo en funciones, comandando desde su escritorio la Redacción del diario.
Hacia 2003, luego de 25 años de fogueo en otros diarios –guiado inicialmente por Ernesto Schóo–, comencé a escribir en LA NACION. Al principio fueron comentarios bibliográficos. Recuerdo uno, que titulé "Revisionismo de mercado". Carolina Arenes, mi editora entonces, me informó que el autor –olvidé su nombre– la había llamado indignado, exigiendo que nunca más me encargaran comentar un libro suyo, algo que Carolina naturalmente no aceptó.
Poco después comencé a escribir para Opinión, con muchas dudas e inseguridades. Las disipó Hugo Caligaris, que al tratamiento afectuoso le sumó unos cuantos buenos consejos para ese nuevo oficio. A fines de 2011, Héctor Guyot me convocó a una colaboración más regular, involucrándome en el debate público. Sigo haciéndolo, pero solo cuando se me ocurre algo que valga la pena decir. En mis anteriores experiencias periodísticas no llegué a saber para quién escribía, exactamente. En Opinión, y ahora en Ideas, encontré a mis lectores: gente con la que suelo cruzarme en la calle, parecida a mí en edad, gustos e ideas.También conocí el submundo de los comentarios anónimos. Me halagó que tanta gente se ocupara de mí y se tomara el trabajo de insultarme. Sobre todo, me gusta que recuerden a mi padre, José Luis Romero, para destacar su grandeza intelectual y personal y señalar mi miserable pequeñez. Concuerdo con ellos –mi padre fue un historiador absolutamente excepcional– y me alegra que lo reconozcan, al punto de obviar o perdonarle su antiperonismo.
LA NACION cambió mucho desde que empecé a leerlo, generalmente para mejor. Mantengo mi fidelidad a la sección futbolística, pero no a las historietas, cuyo humor ya no llego a entender. Puedo sobrellevar otros testimonios de que estoy envejeciendo; pero ese, que es cotidiano, es particularmente doloroso.
* Historiador
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