Sin regla ni ley, el otro no es un semejante, sino una amenaza
El argentino suele moverse cómodo entre paradojas. Gracias al medio en que le ha tocado nacer, ha desarrollado una rara capacidad para conciliar una cosa y su contrario sin que le tiemble la voz. Hay entre nosotros una contradicción que se repite hasta el hartazgo, convertida en lugar común: estamos en la lona, con índices de pobreza alarmantes y una inflación récord, pero somos una nación rica, llena de posibilidades. Otro mantra nacional afirma que no hay país como el nuestro a la hora de las relaciones humanas: aquí los lazos familiares son fuertes y perdurables, y la amistad es un culto en cuyo altar, más allá de las diferencias, todos comulgan. Familieros, amigueros, solidarios, los argentinos sin embargo desconfiamos unos de otros, solemos mostrar escasos niveles de tolerancia en la vida cotidiana y tendemos a ver al prójimo como una amenaza. Entre la forma en que nos autopercibimos y la realidad parece haber una distancia que nos empeñamos en desconocer, y allí quizá resida la razón de buena parte de nuestros fracasos.
Habría que ver el cuadro completo. Las luces y las sombras. Aquí la convivencia social se mueve entre estos dos extremos contradictorios. Si hacemos foco micro, vemos una lealtad de corte emocional y sanguíneo hacia la familia y los amigos. Si abrimos la perspectiva al tejido social, aparece una sociedad fragmentada en la que, a falta de reglas claras que inspiren respeto y acatamiento, hay que abrirse paso a los codazos. Una lucha de todos contra todos en la que una pequeña discusión callejera puede acabar en un estallido de violencia de consecuencias trágicas.
Carlos Nino definió a la Argentina como un país al margen de la ley. Antes que obediencia a la autoridad estatal, la ley es básicamente respeto al otro. Esa ley que establece las reglas de convivencia permite a los miembros de una comunidad predecir aquello que pueden esperar de sus semejantes. Allí donde la ley se observa, se vive en la confianza. Donde no la hay, el otro es un potencial peligro y se vive en el miedo. Así vivimos en buena medida los argentinos, sobre todo aquellos que habitamos en las grandes urbes.
Familieros, amigueros, solidarios, los argentinos sin embargo desconfiamos unos de otros, solemos mostrar escasos niveles de tolerancia en la vida cotidiana y tendemos a ver al prójimo como una amenaza
Esta tendencia a la ilegalidad consentida, en la que cada cual prevalece -o sobrevive- como puede, viene de muy lejos y ha contaminado nuestra cultura. Sin embargo, el poder ha hecho mucho por empeorar las cosas en años recientes. Una sensación de impunidad, de ley que es letra muerta que la Justicia no aplica, se va abriendo paso en relación con los gravísimos casos de corrupción que involucran a altos funcionarios y a una expresidenta. ¿Qué queda para la gente común cuando percibe, de modo ostensible, que para los poderosos la ley es poco más que un juego del cual siempre salen invictos?
Se ha ido perdiendo, además, el respeto por la palabra. La erosión del lenguaje ha actuado como un disolvente social importante. Cuando se pierde la correspondencia entre la palabra y las cosas, cuando lo que decimos no apunta hacia la verdad sino hacia el mero interés propio en una lucha sin ley, malversamos un activo imprescindible: aquel que permite un diálogo sincero y tolerante entre las distintas visiones que siempre afloran en una sociedad abierta. La Argentina siempre fue proclive a los antagonismos excluyentes y hoy la política ha derramado sobre la sociedad una división que llegó incluso a la familia y los distintos órdenes de la vida en común.
En toda sociedad existen antagonismos. La clave está en el modo en que se tramitan y resuelven. Es imperioso recuperar las reglas del juego. Con reglas, el otro deja de ser una amenaza y se convierte en un semejante
Además de la falta de apego a las reglas de convivencia, hay otras causas que determinan el deterioro de la convivencia social en el país. Entre ellas, la incertidumbre política y económica, mal atávico entre nosotros, y la desigualdad entre los que más y los que menos tienen.
El siglo XXI sumó al cuadro una serie de factores globales: la aceleración general de la vida, con una exigencia mayor de rendimiento y productividad; un individualismo consumista y hedonista creciente; la disolución de las jerarquías y las certezas por efecto de una vida virtual global, y el miedo más concreto a perder la posición o el empleo por el avance imparable de la tecnología, en especial de la robótica y la inteligencia artificial. Estos fenómenos erosionan los lazos sociales, sobre todo en comunidades con escasas redes de contención.
En toda sociedad existen antagonismos. La clave está en el modo en que se tramitan y resuelven. Es imperioso recuperar las reglas del juego. Con reglas, el otro deja de ser una amenaza y se convierte en un semejante. Puede pensar como yo o distinto, pero en ningún caso pone en duda mi existencia. Así, unos y otros pueden reconocerse como parte de una misma historia que, para seguir desplegándose, pide a gritos un horizonte común, compartido, razón de ser esencial de toda comunidad.