Sierra Chica: las huellas del motín más sangriento de la historia argentina
Hace 15 años, un grupo de presos conocidos como los Doce Apóstoles protagonizó una violenta revuelta en la que hubo muerte y canibalismo; testigos relataron a lanacion.com sus recuerdos de aquella Semana Santa macabra; qué pasó con los cabecillas y los rehenes; accedé al especial multimedia
Los espejos apuntan hacia las dos arcadas de rejas que separan el pabellón del patio general. Están apoyados sobre las tapas de las ventanas de las puertas de hierro y madera de las celdas que cuelgan hacia afuera a un metro y medio del piso. Simbolizan el contacto con el exterior de los presos de la Unidad 2 de Sierra Chica. A ambos costados se pueden ver los rostros curiosos de los presos rodeados de fotos, adornos, cortinas y otros objetos con los que intentan personalizar lo que, por ahora, es su hogar. Hacia atrás sólo se ve la luz de la entrada y se escuchan ritmos de cumbias. Los espejos siguen ahí, pero ahora apuntan hacia el otro extremo del corredor.
Pocos de estos internos estaban en Sierra Chica el 30 de marzo de 1996 cuando se desató uno de los motines más cruentos y macabros de la historia carcelaria argentina. Sólo algunos fueron testigos del canibalismo, la violencia, los ajustes de cuenta, la muerte y el descontrol que dominó el penal durante ocho días. Una de las excepciones es Carlos Eduardo Robledo Puch, el asesino serial más famoso de la Argentina que ya lleva más de 30 años confinado en la cárcel de máxima seguridad. Hoy permanece tan ajeno a la vida del penal como en aquellos días violentos.
Hace 15 años la banda liderada por Marcelo Brandán Juárez y Jorge Pedraza encabezaba una rebelión de 1500 presos. Recibieron el nombre de los Doce Apóstoles por llevar a cabo la revuelta durante Semana Santa. Diecisiete rehenes, entre ellos una jueza y su ayudante, siete reclusos muertos, cuerpos descuartizados e incinerados, canibalismo y caos son la síntesis de un motín que mantuvo en vilo a las fuerzas penitenciarias y políticas y cuyos rastros se sienten aún en el penal. lanacion.com recorrió Sierra Chica junto a algunas de las personas que sufrieron aquella revuelta para reconstruir los hechos que forman parte de esta historia.
Días de cautiverio. Sierra Chica está ubicada a 12 kilómetros de Olavarría y a 350 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires. Tiene una población estimada de 5000 habitantes y 3000 presos distribuidos en tres Unidades: N° 2, N° 38 (régimen semiabierto) y N° 27 (régimen semiabierto y abierto). El penal 2, de máxima seguridad, fue construido en 1882 en forma de panóptico compuesto por 12 pabellones, con capacidad para 140 presos cada uno, y otros cuatro de hasta 60 internos.
El Sábado Santo de 1996 Edgardo Torres y otros tres testigos de Jehová predicaban el Evangelio en uno de esos pabellones cuando fueron sorprendidos por ráfagas de tiros y gritos. "Entraron unos encapuchados, preguntaron quiénes eran los civiles y nos apresaron", dice Torres, 15 años después. "Toda la población estaba afuera. Había cosas tiradas, fuego, humo…ese humo penetrante de los colchones".
Torres recuerda dos episodios que lo marcaron. "El sábado fue enigmático, sobre todo después que la jueza [María de las Mercedes Malere] quedó cautiva. Estábamos con personas armadas dispuestas a todo", relata. El lunes siguiente, Torres temió por su vida. "Esperaba lo peor. Teníamos expectativas de que se solucionaba, pero algunos de mis compañeros terminaron apuñalados o con tiros".
"Esperaba lo peor. Teníamos expectativas de que se solucionaba, pero algunos de mis compañeros terminaron apuñalados o con tiros"
El guardiacarcel Jorge Avendaño tenía 26 años cuando el motín lo encontró inspeccionando el pabellón 6. Una faca apoyada en su espalda lo paralizó. Fue rehén de los Doce Apóstoles y soportó una herida de bala hasta que se resolvió el conflicto. "Nos usaron de escudo porque nuestros compañeros empezaron a tirar para defender la guardia [armada, en la entrada principal]. Me pegaron un balazo, pero no quise salir", dice y muestra la cicatriz en su abdomen. Está parado en la vereda de la casa de Oscar Iturralde y junto a Carlos Nesprías, otros agentes que fueron presas del motín.
Guerra de bandas. La revuelta se inició por un frustrado intento de fuga y luego sirvió de excusa para saldar las cuentas pendientes entre dos grupos: el de los Apóstoles y el que lideraba Agapito "Gapo" Lencinas. Pedraza, Brandán y compañía asesinaron a Lencinas y a varios de sus soldados, desmembraron los cuerpos y los incineraron en el horno de la panadería del penal a 700 grados. "¡Fui el primero que vi a los internos descuartizados! Estaban en un carrito cubiertos por dos frazadas", recuerda Jorge Kröhling, un guardia que ingresó como rehén en un intercambio cuando los líderes aceptaron liberar a los agentes Juan Francisco Piorno y Juan Domingo Oviedo, ambos heridos.
"El Gapo estaba sin cabeza y como crucificado", describe, sentado en un banco del patio de la Unidad N°2. "Los cuerpos eran llevados a la panadería para quemarlos aunque algunos pedazos los picaban en una maquina. ¡Los vimos jugar al fútbol con cabezas humanas!", relata exaltado.
Mientras transcurría el motín toda la información se basaba en versiones, algunas macabras, que años después se fueron comprobando. "¿Si existieron las empanadas de carne humana? Más vale, yo las comí", cuenta Iturralde en su casa, a unas ocho cuadras de la Unidad donde todavía trabaja. "Un interno estaba repartiendo empanadas y me dejó dos. Al rato me preguntó si estaba buena y me dijo: ‘Te comiste un rocho’. Abrí la empanada y había carne que parecía baba. ¡Y qué le iba a hacer si ya me la había comido! Estaban hechos unas fieras. Era inhumano, inexplicable".
Incertidumbre tras los muros. Mientras en el interior del penal se vivía un infierno, afuera reinaba la incertidumbre y el temor. Familiares de presos y rehenes, periodistas, autoridades penitenciarias y políticas se congregaban sobre la avenida Legourburu P. Iriarte frente a la cárcel.
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Se hablaba de más de 30 muertos. "Había información de un revuelo, pero no recibimos datos oficiales", cuenta Daniel Puertas, periodista del diario El Popular de Olavarría, que cubrió el motín. "Nos dimos cuenta de que había algo raro por el excesivo hermetismo". Lo convenció al periodismo de la gravedad de la situación fue el momento en que tomaron de rehén a la jueza Malere. "Era algo totalmente diferente, que rompía todos los códigos", explica.
Sierra Chica nunca había tenido tanto protagonismo en los medios. El morbo y la curiosidad atrajeron incluso a turistas que se acercaban al penal para averiguar lo que estaba sucediendo. "La cárcel se transformó en un paseo público y llegó un momento en que se armó un clima festivo entre los curiosos", describe Puertas.
Corrían rumores de canibalismo y otras crueldades, pero quienes tenían a un ser querido en el penal procuraban no hacerse eco de esas versiones. Mónica, esposa de Iturralde, describió la espera como "interminable". Al igual que ella, los familiares de los presos se agolpaban frente al penal y tuvo que convivir durante ocho días con los allegados de las personas que mantenían cautivo a su marido. "Algunos averiguaron quién era yo y me amenazaban. Pero yo no quería moverme de ahí. Necesitaba saber que mi marido estaba bien", cuenta Mónica.
El hecho era impredecible. "Era un juego macabro en el cual los presos arreglaron sus cuentas y crearon una especie de consejo revolucionario para no pedir nada. Era como si se hubieran apoderado de la cárcel para quedarse para siempre", indica Puertas. "Había algo de absurdo y grotesco y lo que pasaba afuera contribuía".
"Había algo de absurdo y grotesco y lo que pasaba afuera contribuía"
Los medios montaron una guardia en el bar El Farolito que se encuentra frente al penal. Su dueño, Juan Domingo Marinancheli, recuerda que vivió una semana atípica en el local. "En 300 o 400 metros estaba toda la gente. Los familiares de los rehenes, de los presos y los periodistas", relata. "No nos imaginábamos que era tan grave. Siempre pensé que afuera se estaba exagerando la situación".
Un juicio atípico. Horas después de levantarse el motín, los Apóstoles fueron trasladados a la cárcel de Caseros, donde también protagonizaron otra revuelta, el 25 de mayo de 1999. En noviembre de ese año el Tribunal Oral N° 11 los condenó a penas de entre 7 y 10 años de prisión, pero recién en febrero de 2000 comenzó el juicio por los hechos en Sierra Chica.
Por la peligrosidad de los presos el Tribunal se instaló en el penal de máxima seguridad de Melchor Romero. Se utilizó por primera vez un sistema de transmisión de imágenes y audio con los acusados encerrados en tres celdas a unos 200 metros de donde los jueces tomaban las declaraciones. En la improvisada sala de audiencia había dos cámaras, dos televisores, un video wall y una consola de sonido. Al menos cien guardias formaron parte del operativo de seguridad. "Fue novedoso y nunca más se utilizó judicialmente en la Argentina. Claro que no hubo casos con el mismo grado de peligrosidad de los procesados", recuerda el juez comercial Adolfo Rocha Campos, uno de los magistrados que integró el Tribunal.
Los presos estaban acusados de homicidio simple, privación ilegítima de la libertad calificada, tentativa de evasión y tenencia de arma de guerra, entre otros delitos. Aunque los jueces, según Rocha Campos, nunca tuvieron dudas de que los hechos habían ocurrido, los testimonios no fueron reveladores. "Los presos decían que no habían visto nada, había un pacto de silencio entre ellos".
La cremación de los cuerpos, pensaban los rebeldes, sería su puente a la absolución. Pero se equivocaron porque el Tribunal les impuso duras condenas. "Fue sencillo probar los homicidios. Cuando se entregó la cárcel faltaban ocho presos, ¿dónde estaban? En las pericias de los hornos aparecieron dientes humanos y algunos presos declararon cómo habían cortado y quemado los cuerpos. Estaban los elementos necesarios como para condenarlos", sintetiza el magistrado.
El 10 de abril de 2000 Jorge Pedraza, Juan Murguia, Marcelo Brandán, Miguel Acevedo, Víctor Esquivel y Miguel Angel Ruiz Dávalos fueron condenados a reclusión perpetua. Ariel Acuña, Héctor Galarza, Leonardo Salazar, Oscar Olivera, Mario Troncoso, Héctor Cóccaro, Jaime Pérez y Carlos Gorosito Ibáñez recibieron 15 años de prisión. Mientras que para Daniel Ocanto y Lucio Bricka la sentencia fue de 12 años. Guillermo López Blanco computó los seis meses de pena con el tiempo que pasó en prisión preventiva y Alejandro Ramírez fue absuelto.
Las huellas del motín. De algunos de los protagonistas se fue perdiendo el rastro. Sobre los Apóstoles se sabe que Chiquito Acevedo murió en junio de 2007 en la cárcel de La Plata. El Gallego López Blanco falleció de un infarto poco después del fallo y Leo Salazar murió de Sida.
Brandan Juárez reapareció en los medios el 29 de enero este año cuando protagonizó un nuevo hecho delictivo. A pesar de haber sido condenado a reclusión perpetua fue liberado. Volvieron a apresarlo cuando huía de unos policías que lo perseguían por haber tomado rehenes.
Las cosas cambiaron en la cárcel. "Vigilancia y tratamiento", dice el cartel sobre el acceso central a los pabellones. Y, según su actual director, el inspector César Anselmo, ambos mandamientos se cumplen a rajatabla y "los índices de violencia han disminuido".
Anselmo asegura que "no es imposible que un preso pueda ingresar un arma a un penal", pero descarta que ocurra un motín como el de 1996. "Tenemos todos los elementos de seguridad adecuados para trabajar en los niveles que estamos trabajando", dice.
Otra es la realidad de los guardiacárceles. Todos ellos recuerdan en detalle lo ocurrido en el sangriento motín, pero lo que más les duele es sentirse abandonados. Uno de ellos intentó suicidarse. El resto procura recuperarse con el apoyo de sus familias. Sin embargo denuncian que no recibieron la atención prometida. El único que fue eximido de trabajar con reclusos, aunque sí permanece como guardiacárcel, es Kröhling.
"No es imposible que un preso pueda ingresar un arma a un penal"
Distinto fue el caso de Avendaño que también sigue en actividad. "Yo tuve el respaldo de la junta médica durante cinco años. En el primer tiempo era como si el blanco fuéramos nosotros. Yo hice valer mis derechos", cuenta. "Tuve la posibilidad de irme pero no me convenía a nivel económico".
Según relata el resto de los guardiacárceles, la única asistencia psicológica que recibieron fue una conversación colectiva de unos pocos minutos con un psiquiatra. "Se asomó a la sala en la que lo esperábamos y nos preguntó: «¿Caminan por las paredes?». Lo miramos perplejos. Respondimos que no. «Entonces están bien», nos dijo. Y se fue", dice Iturralde. También cuenta que, en reconocimiento al valor durante esos ocho días, los rehenes recibieron un prendedor con la inscripción Honor al mérito. "Lo tiré a la mierda", dice.
Tanto él como Nesprías se sienten "abandonados". Hoy siguen trabajando en el penal, porque necesitan mantener a sus familias. Además continúan en contacto con los presos.
"Te cuesta más que antes tener que tratar todos los días con internos. No es que uno quiera un regalo o un premio. Lo menos que tendrían que haber hecho era jubilarnos con la última jerarquía", lamenta Iturralde. "Sentimos que hicieron abandono de persona".
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