Laurence Rees escribió un libro sobre las 35 personas más extraordinarias que conoció, desde asesinos hasta soldados heroicos y sobrevivientes de atrocidades
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¿Cómo podían los aviadores japoneses presentarse como voluntarios para convertirse en pilotos kamikaze? ¿Por qué las SS creían en los valores racistas del régimen nazi? Durante cerca de 20 años traté de responder a preguntas como estas reuniéndome con cientos de personas que participaron en la II Guerra Mundial. Me interesaba saber qué motivaba a los perpetradores, pero también me encontré con víctimas que se vieron confrontadas con decisiones espantosas.
Viajé por todo el mundo, conocí a violadores, asesinos y caníbales; hablé con soldados heroicos, sobrevivientes de atrocidades y con un hombre que les disparó a niños. Utilicé parte de este material en varias series de televisión que escribí y produje, pero mucho nunca fue publicado. Por eso, en 2007, escribí un libro, Their Darkest Hour (Su hora más oscura), sobre las 35 personas más extraordinarias que conocí en mis viajes. Me sorprendió lo relevantes que son sus testimonios hoy en día.
Las experiencias demuestran que el pasado no es un mundo ajeno. Ciertamente, las circunstancias eran diferentes a las de hoy. Pero estos dilemas se les plantearon a personas que eran como muchos de nosotros en aspectos fundamentales, y creo que por ello podemos aprender más sobre nosotros mismos haciéndonos una pregunta simple: “¿Qué hubiéramos hecho en su lugar?”.
Elegir entre la vida y la muerte de niños judíos
De adolescente, Estera Frenkiel, secretaria de un gueto de Lodz (Polonia), recibió 10 certificados para evitar que judíos fueran enviados a campos de concentración. En el corazón de muchas de las historias que encontré había una elección cruda. Ya sea para apretar el gatillo, soltar la bomba, esconder a tu vecino o salvarte; morir por tus principios o vivir por conveniencia.
Conocí a gente que se enfrentó con todos estos problemas, pero nadie se enfrentó con un problema tan duro como esta mujer polaca, quien tuvo que tomar la devastadora decisión de quién viviría y quién moriría.
En la primavera de 1940, Frenkiel y sus padres estaban entre los 160.000 judíos forzados por los nazis a vivir en un gueto en la ciudad polaca de Lodz. Los alemanes rara vez entraban al gueto, así que los nazis hicieron que los judíos establecieran un consejo de ancianos para lidiar con la administración cotidiana.
Esto hacía que el consejo de ancianos en Lodz y sobre todo su director, Mordechai Chaim Rumkowski, tuviese un poder considerable sobre la vida de otros judíos. Significaba también que aquellos más cercanos a Rumkowski podían llevar una “mejor” vida que la mayoría en el gueto. En ese contexto, la joven Frenkiel era “afortunada”, ya que trabajaba como secretaria en la oficina de Rumkowski.
Esto resultó de crucial importancia en septiembre de 1942, cuando los nazis ordenaron la deportación de aquellos que no podían trabajar —niños, enfermos y ancianos— porque a Rumkowski y su círculo los nazis les dieron la oportunidad de salvar a sus hijos. “Biebow (el gerente del gueto) vino a nuestra oficina -recuerda Frenkiel- y dijo: ‘Te daré diez formularios de exenciones para la liberación de tus niños’. Y las llené a máquina lo más rápido que pude para que las firmara. No solo yo recibí estos formularios, mis colegas también”. Frenkiel tenía entonces la oportunidad de salvar diez vidas. ¿A quién elegiría? ¿Cuánto la angustiaría esta terrible decisión? No se angustió ni por un segundo.
Actuó por instinto: “¿Qué podía hacer? Yo también tenía familiares cercanos. Tenía un tío que debía ser salvado, un primo. Para mí, la propia familia es lo más cercano. Tenía que cuidar de ellos. De los diez certificados primero consideré a mi propia familia”.
Después de salvar a los suyos, se fijó en su gente más cercana. “Le di a los vecinos dos certificados y uno también al portero, que tenía una niña pequeña, así que esos tres formularios se usaron casi inmediatamente... Los niños (del vecino) solían venir a mi casa. Los conocía. No eran mis niños, pero eran niños que conocía y una vez que conocés a alguien se hace muy difícil...”. Frenkiel nunca fingió que la motivara nada que no fuera el deseo de proteger a su gente más cercana.
Confesó haber sentido culpa cuando vio la desesperación de las madres cuyos hijos eran deportados. Una o dos veces sintió que debía haber salvado a las personas más útiles, pero esos sentimientos no duraron mucho. En última instancia, siempre pensó que había hecho lo correcto.
En las crisis, cree Frenkiel, nos cuidamos a nosotros mismos primero y a quienes son más cercanos a nosotros. En cualquier caso, los certificados solo resultaron en una suspensión de la ejecución. “Más tarde todos fueron enviados lejos, incluso quienes uno había rescatado antes. Así es como es. Esa es la realidad”. Cuando el gueto fue eliminado por los nazis en 1944, Frenkiel fue llevada al campo de concentración de Ravensbruck. Allí sobrevivió a un proceso de “selección” y trabajó en un campo de trabajo hasta la liberación. Después de la guerra se estableció en Israel.
Prisionero de guerra
Peter Lee era un joven oficial de la Real Fuerza Aérea británica (RAF). Capturado en Borneo, sufrió hambre, enfermedades y fue víctima de golpizas. Oriundo del norte de Inglaterra y perteneciente a la clase trabajadora, fueron esos valores que aprendió creciendo en los años 30 los que lo ayudaron a enfrentar una de las peores experiencias de la Segunda Guerra Mundial: el ser apresado por los japoneses.
Fue encarcelado en Sandakan, en Borneo. Los japoneses querían un aeropuerto y los prisioneros de guerra debían construirlo. El calor allí era intenso. “Básicamente teníamos que mover tierra”, recuerda Lee. “No había máquinas. Todo era trabajo a mano”. Si los prisioneros no trabajaban como querían los japoneses, les pegaban.
“Sin importar si era oficial o tenías otro rango, tenías que obedecer las órdenes del soldado japonés de rango más bajo. Si no obedecías de inmediato, dependiendo de la personalidad de ese soldado, te rompían la cabeza o te golpeaban en el trasero con un palo. Hubo una ocasión en la que un oficial [británico] intervino cuando uno de sus hombres fue golpeado por unos guardias japoneses y varios de ellos lo golpearon horriblemente”. “Mi opinión, sobre toda nuestra experiencia, es que el tratamiento de los prisioneros de guerra por parte de los japoneses fue brutal, sádico e incivilizado”.
Con todo eso, ¿cómo logró sobrevivir? “La emoción natural es la rabia. Esa es la emoción natural de cualquier persona razonable”, responde. “Si te atacan, te defendés, pero como prisionero de guerra de los japoneses, rápidamente te das cuenta de que no es así. Si tratás de defenderte te golpean sin pausa. Y ahí entra la ley de supervivencia”. “Tenés que darte cuenta en qué situación estás y actuar de forma acorde. En otras palabras: te tenés que aguantar”.
Mediante un ejercicio fenomenal de autodisciplina, borró el odio e incluso la rabia de sus emociones. No solo eso hizo en Sandakan, también eliminó otra fuerza “negativa”: la autocompasión. Vio que era una “desventaja tener ese estado de ánimo”.
“Lo mejor que podías hacer era pensar en formas de ayudar a la comunidad... en esas circunstancias, hay que mantener la mente y el cuerpo ocupados tanto como sea posible (...), y nunca sientas pena por vos mismo”. Lee cree que fue crucial centrarse solo en “vivir el presente”. “No tenía sentido recordar el pasado —la familia, los amigos— porque el pasado era el pasado y lo único que conseguís si reflexionas sobre el pasado en relación al presente horrible es torturarte”. Su fuerza mental, su estoicismo, su resistencia física, todas esas cualidades se convirtieron en su protección contra la autocompasión y la decadencia física y mental.
Voluntario para pelear con las SS
Pese a haber perdido un ojo y un brazo, Jacques Leroy decidió luchar otra vez junto a sus camaradas cuando hizo falta. En la cultura popular, la relación entre Alemania y el nazismo es explícita. No todo el mundo se da cuenta de que el nazismo y el fascismo despertaban el interés de muchas personas no alemanas. De hecho, el miembro más fanático de las SS que conocí era belga.
Jacques Leroy se crió en Bache, Valonia, la parte francófona de Bélgica. Durante su juventud compartió las opiniones de Léon Degrelle, líder del fascista Partido Rexista. Y así, racista y profundamente anticomunista, no sorprende que se haya ofrecido como voluntario para luchar contra Stalin en una división especial valona dentro de las SS.
“El objetivo ideológico de las Waffen SS era entrenar hombres, hombres de élite”, dice Leroy. “Esta palabra ya no es apreciada en nuestra sociedad pluralista, pero era para entrenar hombres que pudieran hacerse cargo de un comando y servir a su país”. El propósito era claro. “Fue la guerra contra Rusia, contra la Rusia comunista y bolchevique, que fue el motivo de todo”.
Leroy y el resto de los voluntarios de su división fueron transferidos al frente oriental. Leroy demostró ser un combatiente valiente y feroz. Pero, en el bosque nevado de Teklino, en el oeste de Ucrania en 1943, se enfrentaron con un Ejército Rojo que los superaba ampliamente con consecuencias desastrosas.
“Estos combates fueron verdaderamente terribles. Perdimos al 60% de nuestros hombres. ¡Peleamos como leones. Atacamos y tomamos posición tras posición!”. Pero la suerte de Leroy se evaporó.
“Estaba arrodillado detrás de un abedul y de repente sentí como un shock eléctrico. Tiré mi arma (...) y en ese momento vi sangre, sangre goteando en la nieve. Era mi ojo que había sido alcanzado por una bala (...). Y tenía tres balas en mi hombro”. Leroy quedó sangrando en la nieve hasta que dos de sus camaradas lo llevaron a un hospital de campo donde no pudieron salvar ni su ojo ni su brazo.
Y ahora viene la parte más extraordinaria de su historia: seriamente discapacitado como estaba, volvió a sumarse a su unidad. ¿Por qué? “Para no caer en la mediocridad y para estar con mis camaradas”, responde Leroy. “Claro que había perdido un brazo y un ojo, pero cuando eres joven, las cosas no te afectan de la misma forma que a una persona mayor”.
“Pero sobre todo, para no caer en la mediocridad. No me gusta no hacer nada, no tener un objetivo en la vida. A veces tienen que ser un símbolo en la vida. Si no, ¿para qué es la vida? No es para mirar televisión todo el tiempo!” Leroy niega enfáticamente haber visto atrocidades cometidas contra los judíos: “¡Nunca, nunca, nunca. Nunca vi una escena así, por eso no lo creo!” Cuando le digo que hay evidencia fotográfica de cadáveres en campos de concentración, me dice: “¿Y realmente creés que esas fotos son verdaderas?”
Maté a un prisionero alemán
Después de unirse a SMERSH, la notoria unidad soviética de contraespionaje, Zinaida Pytkina debía matar a un prisionero alemán. A primera vista, sentada en su desvencijada casita en Volgogrado, Zinaida Pytkina parecía una típica abuelita rusa. Después de todo, tenía casi 70 años cuando la conocí. Sin embargo, la franqueza de su mirada estaba en desacuerdo con su edad. Esta era una mujer que apreciaba sin emoción a todos los que conocía.
Había trabajado para SMERCH, la unidad de inteligencia secreta soviética, y se había especializado en recabar información de prisioneros alemanes. Estos alemanes, asegura Pytkina, no eran prisioneros de guerra comunes, ya que habían sido capturados por escuadrones soviéticos especiales. Como resultado, los operativos de SMERSH sentían que podían tratarlos como quisieran.
Así, les ordenaban a los soldados alemanes que revelaran su misión, unidades, planes de batalla, nombres de sus camaradas. Y si no cooperaban tal como que querían, eran tratados “gentilmente”. “Gentilmente” era su forma de describir la tortura, porque si los alemanes no hablaban así, traían a un “especialista” que “les daba un baño” (un eufemismo que usaban para golpiza) para que “cantasen”.
Aún hoy, Pytkina está orgullosa de las acciones de SMERSH. Ella cree que estaba bien maltratar a los prisioneros alemanes. “De la misma forma que ellos nos trataban a nosotros. (...) Él mata a nuestros soldados, ¿qué debería hacer yo?”, dice.
Pytkina no solo fue testigo de las interrogaciones y torturas a los soldados alemanes: también participó en sus asesinatos. Un día, un superior le dijo que “resolviera” algo sobre un mayor alemán. Ella sabía exactamente qué le quiso decir: le estaban pidiendo que lo matara. “Cuando traían a los prisioneros después de los interrogatorios, era una cosa normal... Si hubiesen traído a una docena de hombres, mi mano no hubiera temblado en matarlos a todos”.
“Ahora no lo haría, más allá de si son enemigos o no, porque lo superé y dejaría que otros lo resuelvan, pero en ese momento, si hubiesen puesto a todos esos alemanes en una fila, les habría disparado a todos, por tantos soldados rusos que perdieron su vida a los los 18,19 o 20 años...”
Pytkina recuerda el momento en que mató al mayor alemán: “Sentí alegría. Mi manó no tembló cuando lo maté. Los alemanes no nos pedían que los salváramos. Sabían que eran culpables y yo estaba furiosa”, recuerda. “Yo veía a un enemigo y a mi padre, mis tíos, madres y hermanos que murieron por ellos”. Ella no miró cuando su cuerpo cayó al foso. “Estaba satisfecha. Cumplí con mi tarea. Me fui a la oficina y me tomé un trago”.
Misión con muerte asegurada
Al piloto japonés Kenichiro Oonuki le preguntaron si quería convertirse en kamikaze y estrellar su nave contra un buque de guerra aliado. El blanco contra el que voló Kenichiro Oonuki el 5 de abril de 1945 fue una flota aliada que se hallaba en las costas de la isla japonesa de Okinawa.
Su misión era simple: estrellar su avión de combate cargado con explosivos contra un buque de guerra aliado. Oonuki explotaría en millones de pedazos y, también, le dijeron, se transformaría en una especie de dios.
Oonuki fue uno de los infames guerreros de la II Guerra Mundial: un kamikaze. Los soldados de las fuerzas aliadas llamaban “locos” a estos pilotos japoneses suicidas.
En la guerra, la creencia de que el enemigo está loco une a todos alrededor de una meta común. Pero los kamikaze no eran nada locos. Un estudio de historia japonesa revela que, paradójicamente, los únicos japoneses “inescrutables” fueron probablemente los pocos que, cuando se les preguntó, no se ofrecieron como voluntarios para convertirse en kamikazes.
En otoño de 1944, un oficial de la Fuerza Aérea Japonesa visitó la base de entrenamiento de Oonuki en busca de “voluntarios” para una “misión especial”. Dejó en claro que ninguno de los que se ofreciera sobreviviría. Les pidió a los soldados que lo pensaran y que al día siguiente dieran una de tres respuestas: “No”, “Sí”, o “Sí, me ofrezco como voluntario con todo mi corazón”.
“Nos sorprendió”, dijo Oonuki. “Sentí que no era el tipo de misión que voluntariamente solicitaría”. Pero, a medida que avanzaba la noche, los soldados pensaron en lo que les podría pasar si decían “No”. Podrían ser acusados de cobardía y excluidos, o esto podría afectar a sus familiares. Con excepción de un breve período a finales del siglo XIX y comienzos del XX, Japón había sido uno de los países más aislado culturalmente del resto del mundo.
El gobierno que había llegado al poder en la década de 1930 había instado a retornar a los “valores tradicionales” que existían antes del contacto con Occidente. Entonces, en 1944, que alguien fuera excluido de su grupo cultural era una humillación terrible.
Oonuki y sus amigos se dieron cuenta de que aquellos que no se presentaran podrían ser “enviados al frente de la batalla más severa donde encontrarían de todos modos una muerte segura”. Por ello, la acción más fácil fue presentarse “voluntario con todo el corazón”, como lo hicieron Oonuki y los demás pilotos de su curso. “Nadie quería, pero todos dijeron ‘Sí, con todo mi corazón’ (...). No pudimos resistirnos”.
Hubiera requerido una persona excepcional para soportar esta presión. La propaganda proclamaba que los kamikaze eran héroes: recibirían una “promoción”, sus familias obtendrían una pensión más grande después de su muerte. Serían dioses. Sus almas vivirían en el santuario Yasukuni de Tokio, donde el emperador los adoraría.
Oonuki sobrevivió porque su avión fue forzado a aterrizar por combatientes estadounidenses. No estaba contento: “Fue un deshonor; el ataque de una misión especial significa que debes enfrentar una muerte honorable”.
Si no tomamos en cuenta estos antecedentes, la experiencia de Oonuki es un claro ejemplo del comportamiento loco de los japoneses durante la II Guerra Mundial.
Sin embargo, si incluimos el contexto, su actitud fue todo menos irracional: “Estábamos muy tranquilos y pasamos por un proceso de análisis muy tranquilo y desapasionado (antes de aceptar participar)”. De hecho, como lo entendió Oonuki, a veces la única opción sensata es tomar la opción que otros consideran “loca”.
Por Laurence Rees
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