Eliane Fernández y Eduardo González crearon un parador turístico en la Patagonia sobre los cimientos de un pueblo que desapareció en 1985
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CABO RASO, Chubut.— La soledad esteparia se hace sentir en la desolada ruta 1, en lo profundo del mapa más crudo de la Patagonia chubutense. A veces la huella se pierde en badenes y vuelve a aparecer en una recta de tierra agrietada por el olvido. Zorros, choiques, guanacos y maras se dejan ver al costado del camino; no existe un solo espejo de agua, todo es polvo y viento. La presencia del ser humano es inédita y cuando la ilusión de ver el mar se pierde, una bahía escondida lo muestra en su belleza más íntima junto a un puñado de casas, Cabo Raso, el pueblo fantasma.
“Que no haya conexión es un lujo”, afirma Eliane Fernández, de 64 años. Junto a su marido, Eduardo González, de 50, reciclaron las casas del pueblo para convertirlas en El Cabo, Refugio Natural. Ellos son los únicos dos habitantes estables.
“Con los despojos de un pueblo desaparecido, logramos construir algo nuevo”, agrega. Ella es decoradora de interiores y tiene un don: “Me gusta revivir cosas muertas”, dice. Su obra magna está a la vista, a metros del mar. Con material reciclado y un trabajo creativo que le llevó dos años, creó un refugio para proteger sus ideales. ¿Cuáles son? “La libertad y el cuidado del medio ambiente”.
La experiencia, con señales primitivas y sencillas, no es para cualquiera. La naturaleza y el mar están en estado de absoluta pureza, no existe conexión telefónica de ningún tipo, incluso se pierde varias horas antes en el camino, ni internet, tampoco televisión, la energía que se utiliza es la solar, y el agua potable la trasladan en bidones desde Trelew, a 170 kilómetros; aunque recomiendan a los que llegan, traer. El pueblo más cercano es Camarones, por la misma ruta 1, a 76 kilómetros. “La humanidad estuvo miles de años viviendo sin teléfono, no veo por qué no podamos regresar a eso —afirma Fernández—. La mejor manera de ayudar a la tierra es ahorrando recursos, todavía estamos a tiempo de dar marcha atrás con tanta tecnología”.
“Después de la pandemia hay viajeros más aventureros”, afirma Fernández. En una casona de 1902 funciona La Hostería, uno de los nueve espacios destinados a hospedar a turistas que quieren separase del mundo. También incluye un búnker de la Fuerza Aérea donde funcionó el proyecto misilístico Cóndor II, una misteriosa mole de concreto que sobresale en la estepa.
Una hamaca solitaria frente al mar es la imagen que resume el espíritu del lugar. Para muchos, es la hamaca más linda del país. La bahía recibe olas que los surfistas consideran perfectas y las mejores del país. Ellos son habituales moradores del Cabo Raso, el accidente geográfico que dio nombre al pueblo. Orcas, lobos marinos, ballenas y pingüinos son naturales visitantes de la costa, a metros del refugio.
“La desconexión te produce una profunda conexión”, confiesa Eliane. La playa de canto rodado, el constante y por momentos atronador rugido de las olas, es el paisaje que se ve desde La Hostería y los demás espacios de hospedaje. La ruta 1 cruza por la puerta del complejo; a espaldas, la estepa, y las ruinas de lo que alguna vez fue un pueblo próspero. Pero también las casas que recicló Eliane con su esposo. “Quisimos reconstruir lo más respetuosamente posible desde las ruinas del pueblo y rescatar su memoria”, resume Fernández.
No existe un caso así en el país: un parador turístico frente al mar y dentro de la estepa emergido desde los cimientos de un pueblo que desapareció en 1985 cuando murió su última habitante, una mujer que atendía La Castellana, un inhóspito almacén de ramos generales hecho de piedra, aún con algunas paredes en pie entre los tamariscos. “Veo un lugar abandonado y me imagino cosas”, sostiene Eliane. Eso explica el trabajo de reconstrucción que hicieron. Entre las casas, los choiques y los charitos, sus crías, pasean en libertad.
El sol nace en el mar y descansa en la estepa. En medio de este escenario, dos balizas que iluminan el Cabo frente al mar del fin del mundo, avisan a los marineros la presencia de esta costa que se ha cobrado la vida de algunas embarcaciones, una de ellas se puede ver en la restinga. Por la noche, el cielo, sin contaminación lumínica de ningún tipo, es avasallante y prístino, no parece real. Se ven los pequeños meteoritos que rebotan con la capa de ozono y no pueden entrar a nuestra atmósfera, así de diáfano. El viento traslada algunas pocas voces y la soledad patagónica se muestra en su crudeza más bella.
Cambio de vida
El refugio natural El Cabo surgió a partir de un cambio de vida. Eliane y Eduardo querían dejar Trelew y sus ruidos. Probaron en Camarones y en Playa Bonita (ambas sobre la costa chubutense), hasta que en 2007 en un viaje iniciático, Eliane y un grupo de amigas salieron a descubrir la ruta 1, solo usada por gauchos de mar y baqueanos, antes la única vía de comunicación entre Puerto Lobos (al norte de Chubut) y Comodoro Rivadavia. “No podía creer que existiera un lugar tan escondido y abandonado”, cuenta Eliane. Se quedaron allí y recorrieron las ruinas de lo que alguna vez fue el pueblo costero Cabo Raso.
El pueblo se fundó en 1900, cuando el entonces presidente Julio Argentino Roca proyectó el tendido telegráfico de la Patagonia en lugares remotos, conectando así el país. El 26 de diciembre de aquel año, llegó el primer telegrama que él mismo envió. A Cabo Raso se llegaba por vía marítima hasta la mitad del siglo XX, cuando la ruta 1 unió los pueblos costeros. El puerto natural del Cabo, servía para despechar la lana de las estancias y desembarcar encomiendas que eran repartidas a un radio de 100 km. Entre 1974 y 79, se pavimentó la ruta 3, separándola del mar, y selló la muerte del pueblo, como tantas otras localidades costeras.
“Tuve una visión —reconoce Eliane—. No me pude sacar de la cabeza la idea de recuperar todo”. El paso siguiente fue ir hasta la dirección de catastro de Trelew, y le dijeron que los terrenos del pueblo eran tierras fiscales. Presentó su proyecto y en dos meses le comunicaron que podía hacer uso de ellas. En pocas palabras, les dieron la posesión del pueblo. “Quemamos todas las naves, nos fuimos de la ciudad, los chicos (de 9 y 7 años) dejaron la escuela y abandonamos todo para venir a Cabo Raso —cuenta Fernández—. Teníamos un par de destornilladores, un martillo, clavos y un pequeño equipo electrógeno prestado”.
“Quisimos darle vida a la ruta 1″, confiesa Eliane. En 2009 abrieron y en la actualidad recuperaron nueve espacios, algunos de ellos con nombres muy originales: El Cubil Felino, Ñandú y Rancho Aparte. “El lugar nos eligió a nosotros y busca a las personas”, reflexiona Eliane.
Con los hijos crecidos, el matrimonio se hace cargo del sueño que cumplieron. “Es posible la soberanía espiritual, nuestra apuesta funcionó —cuenta—. Nunca pedimos ayuda a nadie, todo lo hicimos solos”.
El espacio es una experiencia de desconexión absoluta. Se busca eso. Los lujos que se ofrecen son sencillos: hamacarse frente al océano, cosechar sal de mar, perder la vista en el horizonte interminable, leer, comer la pesca del día.
“Entonces sin los dispositivos eléctricos, nos queda volver a hablar”, sostiene Fernández. Los teléfonos no tienen sentido en El Cabo y esto es un pilar que sostiene el funcionamiento del engranaje de la vida en esta bahía. “Los celulares no muestran la realidad, nos confunden, toda esa cantidad de información, los seres humanos no estamos hecho para eso”, reflexiona Eliane.
Su respuesta es sencilla: la contemplación y los deseos de comunicarse con el otro. “Las charlas que se generan son un lujo, y no serían posibles si tuviéramos internet”, señala.
“La noche tiene mil ojos y el día solo uno, ese verso de Bourdillon me sobrevoló toda mi estadía”, confiesa Jimena Mascaró, gestora cultural, guionista y editora de la revista sobre patafísica y arte surrealista Patáforas, una de las pasajeras de El Refugio Natural. “Es una experiencia surrealista y subrealista, ver a Eliane y Eduardo dedicar sus vidas a quitar los fantasmas del pueblo, reconstruyendo de adentro hacia afuera, transformando ruinas en ambientes, ambientes en casas, y entender que vivir con los justo y necesario, es justo y necesario”, cuenta Mascaró.
“Nada ni nadie que esté en el Refugio está por casualidad”, advierte Mascaró. Conjurados, los viajeros se encuentran en la costa o se cruzan en la estepa, en silencio o en murmullos. “Todo es producto del deseo: historias, casas, puertas, ventanas, pisos, alimentos, cosecha, cocina; todo rescatado minutos antes de desaparecer. Hay una pulsión de vida, un deseo latente por subsistir detrás de cada objeto y cada persona en el Cabo. Es muy poderoso —resume Mascaró—. Es increíble descubrir cuantos cielos entran en un cielo”.
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