Se hizo mucho, está pendiente mucho
No es para nada nuevo refrendar que los abusos sexuales de menores por parte de religiosos han sumergido a gran parte de la Iglesia Católica en un descrédito como no se recuerda en las últimas décadas de la tumultuosa historia de los siglos XIX y XX, y sobre todo atendiendo al silencio encubridor de gran parte de la jerarquía. La tendencia fue defender a la institución y negar, callar o comprar a las víctimas. Hasta las fuertes intervenciones de Benedicto XVI en esta materia (cuando se refirió a la "suciedad" que anidaba dentro de la Iglesia) y la posterior elección del papa Francisco, a quien de alguna manera los cardenales electores le consignan el escándalo para que lo encare de la mejor manera posible, eran un tema tabú.
Y era tabú por lo sorprendentemente extendido, por las autoridades a las que involucraba y porque nadie sabía cómo actuar frente a tremendo drama. Una vez más tendía a prevalecer la defensa corporativa antes que la tajante condena evangélica de quien agrede a los menores.
Ahora bien, quizás es tiempo de revisar qué se hizo y qué falta hacer. Creo que la respuesta en ambos casos debe ser: mucho. Mucho se hizo. Mucho está pendiente. Las medidas decididas por el actual pontífice son valientes y tienden a colaborar con la Justicia en todos los ámbitos. También apuntan a corregir viejos errores, a exigir a los pastores las denuncias pertinentes, a defender a los menores, a escucharlos y a creerles, a expulsar a los culpables de tan aberrantes delitos, a empezar a reconsiderar la formación del clero y las obligaciones de la jerarquía.
Queda por afrontar mucho también: cómo renovar la vida en los seminarios y en las diferentes comunidades religiosas, cómo diferenciar la conciencia individual de las normas que pueden regir ciertas convivencias, cómo hacer frente a una nueva percepción de la libertad de conciencia y a la crítica de todo autoritarismo clerical. Y falta, sobre todo, la capacidad dentro de la Iglesia para reflexionar y considerar en su compleja dimensión la sexualidad humana, con todo lo que ello implique.
Más allá de las "periferias" y el centro de la Iglesia, la sociedad en su conjunto aguarda que las personas condenadas por los abusos contra menores cumplan con celeridad las penas que impone la Justicia y que la Iglesia dé señales de estar a favor de los procesos, de manera que se marque una línea hacia la transparencia en este tipo de situaciones.
A su vez, la jerarquía, en cada diócesis implicada, debe adoptar una clara conducta a favor de las víctimas frente a estos delitos. No será sencillo teniendo en cuenta que la renovación lleva mucho tiempo: supone el recambio de mentalidades y de personas. Se trata de una exigencia urgente y que no puede quedar trabada por las inercias institucionales.
Director de la revista Criterio
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