Diana Méndez, capitana de barco, de 50 años, decidió dejar Puerto Almanza, la localidad más austral de la Argentina, para vivir sola en plena naturaleza
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“Fue un acto de libertad, necesité estar sola y separarme del mundo”, confiesa Diana Méndez, desde su rancho a orillas del canal de Beagle, en el extremo este de Puerto Almanza, la localidad más austral de la Argentina y del mundo, a 75 kilómetros al este de Ushuaia. En 2020, cuando nadie sabía qué iba a pasar en la humanidad, decidió separarse de su marido, con quien tenía un restaurante en el pueblo, y navegando por la costa halló un pequeño hueco entre las heladas piedras donde sintió que estaría protegida. “Sentí que nada malo iba a pasarme y que podría ser feliz”.
“Quería volver a sentir el viento, el mar y los animales”, reconoce quien además es una de las pocas capitanas de barco del país. En 2014 llegó a Puerto Almanza junto a su hijo Lucas y su exesposo para abrir Puerto Pirata, un restaurante que se convirtió en icónico y permitió fundar las bases para dar nacimiento a la ruta de la centolla, un polo gastronómico de pequeña escala en este pueblo de pescadores de 100 habitantes donde en el fondo del mar habita este crustáceo, estrella gastronómica que decora los mejores platos de los restaurantes del planeta. Aquí la pescan y la consumen recién salidas del mar. “Necesité pensar en mí, y vivenciar la belleza del Canal”, afirma Méndez.
La ermitaña de Punta Paraná, así se llama el lugar donde está, abre las puertas de su vida y su cocina a solo seis privilegiados comensales que atraviesan caminos extremos para llegar hasta su morada: la experiencia es íntima, muy personal y en cuatro pasos se prueban todos los sabores del Canal y del bosque.
Todo comenzó en abril de 2020. Puerto Pirata, al igual que un pequeño puñado de comedores costeros, venían de pasar una excelente temporada. El mundo se detuvo por la pandemia y Diana sintió que el turismo y la gastronomía habían cerrado un ciclo en su vida. Cortó lazos con su marido en buenos términos y, como todos en la aldea donde en invierno la nieve suele incomunicar caminos, se fue al mar. Llamó a su nuera y una amiga, y las tres se subieron a su embarcación. “Necesitaba un lugar donde poder sentir la libertad”. Y lo halló. Bajaron en una pequeña playa de piedras y vio su casa antes de hacerla, la más alejada de todo Puerto Almanza.
“Mi única preocupación era el agua”, cuenta. Caminando por el bosque, su amiga oyó un sonido esperanzador. Era una vertiente. El problema estaba solucionado.
Volvió a Puerto Almanza y se enfrentó a otro problema: corría la cuarentana y estaban cerrados todos los corralones en Ushuaia. “Hice un rejunte de todo lo que había de sobra en el pueblo”, cuenta Méndez. Chapas, maderas, clavos e imaginación. Los llevó por agua hasta su nuevo lugar en el mundo. Construyó un rancho de tres por seis metros, a metros del mar. Tan pronto tuvo un tacho para usar como salamandra, mudó su colchón y nunca más se fue. “Inicié una nueva vida”, sostiene.
Los primeros meses hasta que las prohibiciones se levantaron tenía su casa camuflada con ramas y troncos, como una trinchera en una guerra donde el enemigo era invisible. “No quería que nadie supiera que estaba sola y que me había mudado”, afirma. Luego, todos supieron que más allá de los límites de un pueblo que cuelga del mapa, una mujer se había animado a lo que nadie: enfrentar en soledad las oscuras y gélidas aguas, la turba, la montaña, el bosque y la nieve. “Jamás me sentí sola, de pronto escuché sonidos y los animales y el viento me acompañaron —dice—. Sentí que el bosque me abrazó”.
Los mecanismos de supervivencia se activaron. Un generador le proporciona electricidad cuando la necesita. En invierno, más. El sol se anima a salir a las 9.30 y a las 15 horas ya vuelve a hundirse en el horizonte ceniciento. El canal le proporciona peces, mejillones y cholgas, además de centollas; el bosque otro tanto, fundamentalmente leña para la salamandra, que siempre está encendida en estas latitudes. Una vez al mes va a Ushuaia a hacer una compra grande de aquellos elementos que la naturaleza no puede proveerle, principalmente de garrafas de gas y bidones de nafta.
Desconectada del mundo
Su casa está a 100 metros abajo del camino. “Tiro las garrafas y llegan rodando hasta casa”, cuenta Méndez. Sin ningún servicio argentino, enfrente, canal de por medio, tiene Puerto Williams, la localidad más austral chilena en la isla Navarino; desde allí un antena le provee internet. De esta manera se comunica por WhatsApp. Con eso le basta.
“No veo noticias, vivo desconectada del mundo, me interesa más conectarme con el mar, la montaña y el bosque”, asegura Méndez. Su separación del mundo es voluntaria y la reivindica. “Siempre he sido rebelde, amo poder tener la libertad. No me siento nunca sola, la soledad no existe”, reflexiona.
Por su ventana se ve el mar, y a un costado el bosque. La acompañan sus perros Budy, Miel y su gata Canela. Los días son largos, pero cocina y navega. Se acuesta tarde, por la noche, las estrellas en el cielo del fin del mundo parecen bajar al alcance de sus manos. “Siento mucha paz y armonía, amo este lugar”.
“Pero si te quieren encontrar, te encuentran”, dice. Hace un año Tierra Turismo, prestadora de turismo de Ushuaia la halló. “Lo único que te pedimos es que nos dejes traerte seis personas y que vos le cocines lo que comes todos los días”, recuerda que le dijeron. El producto se llama Beagle Foodie Experience, y “Alma Yagan, cocina ancestral” es el nombre que bautizó a su rancho, convertido en uno de los restaurantes más aislados del país. La vivencia es única y muy personal.
Son solo seis comensales. Muchas veces no se conocen entre ellos: turistas de diferentes partes del mundo que viajan en camioneta desde Ushuaia y bajan por el bosque hasta el rancho de Diana. “No cocino hasta que llegan los visitantes y lo hacemos juntos”, cuenta.
La cocina entonces se convierte en un punto de encuentro. Hace un menú de cuatro pasos con productos de la pesca artesanal y del bosque. Centolla, centollón, mejillones, cholgas, salmón, róbalo, trucha y sardinas, ninguno de criadero. Salicornia, apio de mar, perejil anisado, zarzaparrilla, calafates y frambuesas. “Lo que hay ese día es con lo que hacemos la comida”, afirma.
“Y nos contamos nuestras historias. Es un momento muy familiar”, dice Méndez. Mientras tanto, se produce la secuencia de degustación gastronómica, de profunda conexión con la naturaleza que rodea la reunión.
La historia de esta ermitaña de Puerto Almanza tiene muchos capítulos. Nacida en 1971, en Curuzú Cuatiá, Corrientes, pasó cuatro años en Rosario. Pero en 1995 recibió un llamado de las rutas. “Siempre tuve un sueño: vivir en un lugar donde pudiese correr las cortinas y ver nieve”, afirma.
Armó una mochila y se fue al fin del mundo. Llegó en mayo a Río Grande, en la isla de Tierra del Fuego. Ese año es recordado por una razón: se produjo la última gran nevada histórica. Toda la isla se cubrió de nieve y hielo. Los caminos se clausuraron. Recién en diciembre se liberaron y pudo llegar a Ushuaia. Conoció a su exmarido y tuvieron a Lucas. La familia de él estaba vinculada a la mecánica naval.
“Teníamos el taller en nuestra casa, estaba todo el día metida entre los hierros y barcos”, cuenta Méndez. Así fue que comenzó a introducirse en el lenguaje marino, hasta pasar todas las pruebas y convertirse en la primera capitana. Estuvo diez años navegando la embarcación que conectaba Ushuaia con Puerto Williams y Puerto Navarino, una empresa creyó en ella. La recuerda porque fue el único sí que oyó: “Ushuaia Boating. No fue fácil meterme en un mundo solo de hombres, pero me terminaron aceptando”, confiesa.
Salvaje, bello y traicionero, la navegación por el Canal Beagle le dio templanza. “Se puede transformar en el mismo infierno”, cuenta Méndez. Con un temperamento indomable, las corrientes pueden cambiar drásticamente. “En la tempestad me siento muy bien, cuando todos se ponen nerviosos, yo estoy muy tranquila, es mi mejor momento”, afirma.
En 2014 se fueron a Puerto Almanza y se acercaron a la pesca artesanal. Al año siguiente abrieron Puerto Pirata, que en la actualidad lo atiende su hija con su novia.
Inquieta, desde su silencioso y ascético refugio está decidida a cambiar su pequeña realidad, pacientemente. Son cinco mujeres las que viven en Punta Paraná, y les está enseñando las artes de la navegación. “Pronto habrá más mujeres en el mar”, desafía. Y enumera las claves de su exilio voluntario del mundo: “Vivir, experimentar y ser feliz, y bancarse las consecuencias de nuestras decisiones”.