Santa Teresa, el barrio de los argentinos en Río de Janeiro
Le dicen el Montmartre carioca y, desde hace años, atrae a quienes buscan un Río más cultural y menos turístico; aunque esté más aislada y peligrosa que nunca, Santa Teresa sigue llena de argentinos
Tiene nombre de santa pero no es ningún santuario. Es uno de los pocos barrios cariocas que está en lo alto y no es una favela, aunque esté rodeado de ellas. Y de floresta. Está al lado del centro y siempre hace unos grados menos que en el resto de Río de Janeiro. Hay días en que el clima se parece al porteño, al invierno porteño, debe ser por eso que acá los argentinos se sienten a gusto.
"Somos tres argentinas y un argentino en el taller ¡de casualidad!", dice Carolina Pierro, 30 años, periodista free lance y diseñadora porteña. "Dios nos cría y el viento nos amontona en Santa", bromea y toma un mate, con el sol de la tarde iluminándole la cara.
Carolina frecuentaba Río en vacaciones y un día se dio cuenta de que todo el trabajo que hacía en Buenos Aires lo podía hacer desde Río: "Agarré mi compu, una valija, la bici y me tomé un avión. En paralelo había conocido a un chico, y dije bueno, me voy a ver qué onda, si total puedo hacer todo on line".
De esto hace tres años. Ahora vive con el chico y trabaja en Santa Teresa, barrio al que llegó como todos los argentinos. “Siempre alguien conoce a alguien que vive en Santa, y justo conocí a Caro, que es la que hace el mapa Suba Santa –un mapa gratuito del barrio como los que hay en Palermo- por medio de una amiga de la Argentina. Ella me consiguió un cuarto para vivir acá cuando vine y un laburo en un espacio de co-working haciendo comunicación. Quién sabe cómo porque tenía que hacerlo en portugués y yo casi no hablaba, pero bueno, los argentinos nos las ingeniamos siempre ¿no?”.
Una década atrás, el barrio del bondinho, el único tranvía que circula por Brasil, florecía. Surgieron restaurantes premiados con vistas indescriptibles como Aprazível y hoteles de lujo como el Santa Teresa, donde se alojó Amy Winehouse cuando tocó en Río; abrieron tiendas nuevas; la revista LUGARES sacó un artículo de varias páginas dedicado exclusivamente al barrio; Santa Teresa de Portas Abertas, un festival en que los artistas abren sus atelieres al público, lleno de gente; los franceses comprando palacetes para reformarlos; la antigua residencia de la mecenas Laurinda Santos Lobo, el Parque das Ruinas, cada vez más concurrido.
El vecindario parecía recobrar el esplendor de sus inicios, cuando la clase alta y culta se estableció en sus laderas para resguardarse de la fiebre amarilla que azotaba la ciudad baja, en 1850. Santa brillaba como la virgen lustrada de una iglesia hasta que pasó lo del accidente: hace cinco años el tranvía descarriló y murieron seis personas. Sacaron el bondinho de circulación, empezaron unas obras monstruosas que quedaron sin terminar y desde entonces la zona empezó a decaer al punto de que hoy ya no se puede visitar –ni vivir- por la cantidad de asaltos que hay. La semana pasada la Asociación de Moradores y Amigos del barrio abrió una causa en Avaaz para pedir seguridad pública. A pesar de ser el segundo barrio con mayor ocupación turística, después de Copacabana, a la pobre Santa la tienen abandonada.
"Cuando abrí la loja en 1999 venía un turista por mes acá", dice Mavi, en portuñol. María Victoria Matute, marplatense, ojos color mar, hace 31 años que que vive en Santa Teresa, la mitad de su vida. Se mudó en el 85, en la época de Alfonsín. "Tenía un negocio en Mar del Plata donde vendía bikinis y sandalias brasileñas, pero me cansé de la inflación. Vendía pero no podía reponer mercadería y ya estaba perdiendo el humor, así que cerré el negocio y me vine con Santiago, mi hijo de seis años. directo a Santa Teresa, donde vivía el padre del nene".
Santiago Harte ahora tiene 38 años, los ojos de su mamá, una remera de Mafalda que dice "Educação não é mercaduría", y es el dueño, junto a dos socios más, de El Cafecito, el café más famoso del barrio. Cineasta de profesión, tiene entre manos un documental sobre el rugby en Brasil.
“Una forma de no entrar en esa rivalidad del fútbol era jugar al rugby”, dice Harte, bajo la sombra de un almendro, en la terraza donde funciona el restaurante. El caserón tiene dos pisos y lo compró Mavi en 2003, con cheques. “La dueña me hizo el recibo de la seña en una hoja de cuaderno y me entregó la llave. Y como el banco no me concedió el crédito porque me faltaba un papel aceptó que le pagara con cheques. Eso sólo pasa en Santa Teresa. Le fui pagando durante años hasta llegar a 150 mil reales. Hoy la casa vale diez veces más”, cuenta.
Esa sensación de refugio que caracterizó al barrio en el siglo XIX -cuando se parecía a Sintra, una villa portuguesa- se mantiene entre los moradores, a pesar de la inseguridad.
Todos se conocen en el Montmartre carioca, como le dicen a Santa: el almacenero, el panadero, el vigilante y el conductor del tranvía, que ahora circula en horario reducido y sólo hasta el Largo dos Guimarães, el centro del vecindario. La escasez de transporte público de este laberinto de subidas, bajadas y curvas, obliga a caminar. Y una caminata que en otro lado dura diez minutos acá demora más, por la cantidad de encuentros y saludos. Como en un pueblo del interior.
Carolina Pierro, la periodista, dice que al lado del taller vive un arquitecto argentino que es igual a Fito Páez, y que Fiorela, que da clases de español, también vive en Santa; está Lola, que tiene una tienda de artesanías, y hay una pareja de mendocinos que adoptó un niño. También está Piti Vaccari, DJ especializada en cumbia. E Ignacio, que trabaja para la televisión venezolana y vive en un complejo que usa un trencito eléctrico propio para llegar a las casas: Villa Suiza, bien en lo alto de Santa Teresa, desde donde casi todas las noches se escuchan los tiroteos de la favela de enfrente.
Y Germán, un argentino dentista que vino para el Mundial y se quedó; inventó una obra de teatro que transcurría en el Metrô y de eso vivía. Después conoció a su mujer, argentina, profesora de folklore, y a los cuatro meses de embarazo decidieron irse a La Plata. La comunidad argentina en Santa Teresa es infinita y, en su mayoría, artista y muy activa. Conocen el barrio mejor que los propios cariocas, adoran Santa aunque esté lejos de la playa, y el barrio, como buena Santa, los adopta.
Por Ana Schlimovich
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