San Andrés de la Sierra, el pueblito bonaerense que crece con exiliados de la ciudad
La solitaria ruta 76 cruza el cordón serrano de la Ventania, donde se hallan los cerros más altos de la Provincia de Buenos Aires. A a ambos costados el camino se eleva, serpentea y penetra un territorio al que todos llaman con cierta melancolía "La Comarca". Las abras dejan ver caminos y uno de ellos presenta un puñado de casas: es San Andrés de la Sierra, un pueblo en formación en el partido de Tornquist, que crece como refugio de exiliados de las ciudades que buscan una vida más tranquila."Hoy hicimos el primer censo, somos 58 habitantes", afirma Liliana Puliti, de 47 años, que junto a su familia dejaron Berazategui y sus ruidos para vivir junto a la presencia del zorro, las liebres y los silencios. "En Ranelagh [localidad de ese distrito del conurbano] tomaba rivotril; acá, ni una aspirina", asegura mientras mira las sierras.
"Es una mochila inmensa que te sacás cuando te olvidás de la inseguridad", confiesa Javier Gentileschi, de 52 años, su esposo, mientras trabaja la tierra. Hasta el 2015 tuvo una fábrica metalúrgica en la Ruta 2. "Era un mandato familiar", cuenta como si ese recuerdo no le perteneciera. Liliana era bibliotecaria en una escuela en el conurbano. "Me cansé de tantos problemas, la institución me agotó". Vieron el terreno donde hoy viven en el 2001. Pero primero vivieron tres años en Tornquist, localidad cabecera del distrito homónimo, pusieron un negocio. Pero la experiencia de vivir en una localidad chica no era lo que buscaban y regresaron a Ranelagh.
"Nos dimos cuenta de que ya no pertenecíamos a la ciudad", dicen. Y quemaron las naves. Vendieron su propiedad en Ranelagh y en 2015 cambiaron definitivamente de vida: construyeron su casa en San Andrés de la Sierra, el ansiado mundo rural. El matrimonio tiene cuatro hijos. A la aventura los acompañó el menor, Bautista, que ahora tiene 12 años.
La Rueca es el resultado de esta transformación. Una casa de té, un vivero y cuatro cabañas con una vista directa a las sierras que alquilan a turistas. "Fundamentalmente, ganamos calidad de vida", resume Liliana. Con más tiempo libre, se dedicó a ella misma. Aprendió hilado artesanal en rueca y tejido en telar, ofrece sus creaciones hechas con lana de oveja y llama de esquilas que se hacen en la zona. Javier hizo un enroque que lo transformó: dejó el acero para observar el crecimiento de las semillas. A un costado de su casa, tiene su vivero. "Cuando vemos los noticieros de Buenos Aires, se nos hace que todo eso pasa en otro país", asegura.
El emprendimiento familiar es un íntimo complejo de cuatro cabañas. Cada una lleva un nombre sugerente. "Calandria", "Hornero", "Carpintero" y "Chingolo", aves que se cuentan entre las 120 que se pueden ver y oír.
San Andrés de la Sierra (distante a 90 kilómetros de Bahía Blanca, y a 560 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) es un loteo de los años 70, el último que se hizo en la pradera de "La Comarca", está recostado sobre la base del cordón serrano, la ruta 76, lo separa de la Villa La Gruta, otro pueblo mínimo, de 80 habitantes. Allí existe un almacén que provee de mercaderías a ambas poblaciones. Están dentro de un circuito turístico muy concurrido. Sierra de la Ventana y Villa Ventana, localidades vecinas, son visitadas por miles de turistas al año.
"Cuando llegamos en el 2015 éramos siete familias", recuerda Liliana. Lentamente, llegaron a 28. Todas han escapado de las grandes ciudades. Exhabitantes de la ciudad, el y Bahía Blanca han elegido este dilatado espacio de paz. "La mayoría de los que vienen quedan enamorados del lugar, agradecidos, y emocionados porque ven que otra manera de vivir es posible", afirma Liliana. "Acá, si sentís un ruido raro de noche, es un zorro", agrega.
"No queremos luz de alumbrado, elegimos ver las estrellas", cuenta con orgullo Liliana. Por las noches, este racimo apenas visible de casas se ilumina con el resplandeciente haz de las constelaciones. "La Vía Láctea da mucha luz", afirma Javier. San Andrés de la Sierra y sus atildados y soñadores vecinos le dicen que no al alumbrado público. "Y tampoco queremos asfalto, jamás", suma Javier. "En verano tenemos una invasión de luciérnagas, es hermoso", asegura Liliana.
Es tal la diafanidad del cielo que un encargado de una estancia vecina sigue por una app a la Estación Espacial Internacional y la ve pasar, con una radio puede oír las conversaciones de los astronautas. "Una noche, me animé y los saludé", afirma Tomás Meyer.
Desarraigo
¿Cómo se lleva a cabo el proceso de dejar la ciudad por la vida en el campo? "El desarraigo total es complejo. No hay que idealizar la vida en el campo. Es hermosa, pero es dura. Dejás familia, amigos", afirma Javier. "Nosotros quisimos abrir la patria, movernos", completa Liliana. Ambos pueden contar en primera persona lo que muchos sueñan, más en tiempo de cuarentena. "Es importante ser flexibles y pacientes, los proyectos no suelen desarrollarse tal cuál uno los soñó, llevan tiempo y paciencia", aconseja Liliana.
La construcción de su casa demandó un tiempo extra. La capitalizó aprendiendo a tejer y pintar. "En el mismo hacer uno empieza a descubrir otras posibilidades", asegura Liliana, observando su bastidor, los acrílicos y al lado, sus ponchos, boinas, y chalecos. "Para nosotros es importante poder hacer lo que soñamos, más allá de los resultados", afirma Javier.
"La última vez que fuimos a Berazategui sirvió para reafirmar la decisión de vivir en el campo", completa ella. "Te amigás con el viento, las tormentas, la naturaleza se presenta en forma rotunda", sostiene.
El silencio en esta aldea, que apenas germina, se interrumpe por la imprevista aparición de una liebre, el aleteo de un tero, o la encantadora brisa que baja desde las sierras cuando el sol se recuesta sobre el horizonte en una paleta de colores que fascina. Los vecinos cruzan la ruta para buscar provisiones en la Villa La Gruta. Son una gran familia. Se encuentran en algunas de las calles de tierra. Se visitan. Por la noche, solo las luces de las cocinas de las casas, las estrellas y algún viajero con su auto, iluminan este reposado rincón bonaerense. "Cuando hay luna llena, es de día", asegura Liliana.
"Es otra vida totalmente distinta, tenemos muchas ganas de contar que estamos felices", aclara Oscar Lorenzini, de 69 años, un visitador médico de Bahía Blanca que en 2016 se mudó aquí. Compró un terreno de 1200m2. Para tener electricidad, tuvo que pagar tres postes y 70 metros de cable. "No tiene precio, cuando salís y ves el paisaje, todo se te hace fácil", afirma. Su casa tiene una piscina con panorámica a los cerros. "Hemos vuelto a las cosas básicas", acuerda. La normalidad es encontrarse para cenar o tomar mate.
"Cuando éramos novios nos enviábamos cartas, escribíamos que queríamos vivir en un lugar al lado de las sierras", afirma Inés Cetra, de 66 años, vive aquí con su esposo Eduardo Liehart, de 70 años, desde el 2016. Son oriundos de Punta Alta, localidad portuaria cercana a Bahía Blanca. "Acá todos venimos a buscar la naturaleza, nos unimos en el afecto", confiesa.
"Hacer nuevos amigos es lindo, parece que nos conocemos de toda la vida", acota Eduardo. Todas las mañana las calandrias se acercan al jardín, el matrimonio les da comida. "Tenemos una cosa en claro: queremos la naturaleza", confirma Inés."Puede parecer naif, pero nuestra diversión pasa por ver una perdiz", reconoce Lorenzini. San Andrés de la Sierra es una quimera colectiva, un estado de gracia. Las familias que llegan son nuevos pioneros. Tienen una Sociedad de Fomento: en estos días están pintando los postes con los nombres de las calles. "Es nuestro lugar en el mundo. Sabemos que hemos cumplido nuestro sueño, lo estamos viviendo", finaliza Inés.
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