A Kateryna Pantyukhova le costó conseguir escuela, pero terminó como escolta y hoy es asesora financiera
En un momento de la conversación Kateryna Pantyukhova dirá que sus padres fueron algo inconscientes al venirse a la Argentina en plena crisis de 2001, con pocos ahorros, sin destino de hogar ni trabajo, sin saber una palabra de español y con dos hijos pequeños. Pero también dirá que al final todo resultó bastante mejor de lo esperado y que hoy se siente en los dos países como en su casa.
Habitué de la city porteña, porque la empresa para la que trabaja tiene allí su sede, la cita es a las 18 en punto en uno de esos bares de la peatonal Florida que a esa hora albergan una mezcla de oficinistas prestos al happy hour y de extranjeros con sus mapas desplegados sobre las mesas. Más que la remera roja por la que anticipó que podría reconocerla, la distingue su piel blanquísima, como transparente, su pelo largo y cierto aire de curiosidad en su mirada. Kateryna opta por una merienda. Su jornada no está terminando sino que aun le esperan varias horas de estudio: cursa por la noche una maestría en Finanzas en la UBA.
La Unión Soviética, un Estado socialista bajo la dirección del Partido Comunista, se disolvió a fines de 1991 por problemas políticos y económicos. Los padres de Kateryna emigraron de Rusia porque el capitalismo no les permitía darles a sus hijos el nivel de vida que ellos esperaban. Él, obrero en una metalúrgica; ella, puestera en un mercado decidieron probar suerte en un país remoto, la Argentina, que por aquellos años tenía convenio con Rusia y era fácil llegar y obtener la residencia permanente. Lo que no sabían era que cuando su familia aterrizaba en Ezeiza el país atravesaba la peor crisis de su historia: más de la mitad de la población vivía en la pobreza, crecía la desigualdad y, con la instauración del corralito financiero y la devaluación, el descontento popular generó cacerolazos, desencadenó el ‘que se vayan todos’, se vivieron saqueos en comercios y cambiaron cinco presidentes en once días.
"Vinimos el 24 de octubre de 2001. Era de noche. Yo tenía 14 años", dice en su español bien aprendido. Es un momento que no olvida. "La información no estaba por Internet como ahora. Fue un error de parte de mis padres y también de la Embajada, porque no nos explicaron bien". Dice que cuando llegaron su nivel de vida cayó al piso y se explaya: "Fue difícil conseguir trabajo. Los ahorros que teníamos los consumíamos día a día. Y nosotros, como muchos, vinimos sin conocer el idioma, entonces se complicaba más". Para venir, vendieron un departamento que tenían en Rusia: con eso compraron los pasajes y se reservaron lo demás para los primeros meses.
No tenían idea de dónde iban a hospedarse. En el avión se encontraron con varios rusos que viajaban y una de las señoras les contó que su marido estaba viviendo acá desde hacía varios meses, que ya conocía algo, que manejaba bastante el idioma. Confiaron en ella. "Nosotros nos manejábamos con el diccionario", dice Kateryna. Parece afligida al recordar a su familia tan desprotegida; baja la mirada, bebe un sorbo de café con leche ya tibio. "El esposo de esta señora habló con un taxista que nos llevó a un hotel. Él se ocupó de acordar con la encargada para que nosotros nos pudiéramos quedar. Arregló el precio y la estadía".
Era en el barrio de Congreso, supieron después. Ahí se quedaron sólo cinco días. Su papá de casualidad conoció a un compatriota que le mencionó otro hotel más barato. "Ahí nos hospedamos siete meses. Por suerte había otras familias rusas y con ellos pudimos comunicarnos", dice. También recuerda que lo que más la impactó cuando llegaron a ese hotel de Medrano fue que al frente cortaban la calle y quemaban neumáticos.
Ella repasa la rutina de esos días en un país extrañísimo. En el hotel les dieron algunas recomendaciones para buscar trabajo. "Mi papá y mi mamá consiguieron para repartir volantes de teléfonos celulares usados, los de tapita", dice. En pocos días, el padre optó por emplearse como personal de seguridad en un supermercado chino. "Como empezó la crisis con todo, los supermercados incrementaron las personas que les cuidan las puertas. Había una empresa que tenía contratados a muchos rusos", relata Kateryna. "En una ocasión, le tocó vivir un enfrentamiento con armas. Por suerte llegó la policía y a mi papá no le pasó nada".
Mientras sus padres trabajaban, al principio ella se quedaba en el hotel con su hermano, dos años menor, Alejandro. Para él fue más fácil incorporarse al primario: tenía que empezar séptimo grado. En pocos días ya estuvo en clases. Pero Kateryna sufrió bastante este tema. "Tuve un inconveniente con los papeles para entrar en el colegio porque tenía todos los documentos salvo un sello. Por esa razón no querían dejarme entrar a segundo año del secundario. El primer trimestre fui con mi hermano porque no me aceptó ningún colegio público. Muy decepcionante. Me pareció injusto, lo viví como una discriminación porque había compañeros que no tenían el DNI y cursaban".
La historia mejoró cuando se mudaron. "Mi mamá fue a un nuevo colegio, cerca de la nueva casa, y habló con la directora. Mi mamá tenía una pena tan grande y no hablaba bien el idioma, no podía explicar bien la situación. Ahí llamaron a un compañero del colegio que era ruso y pudo traducirla. Este chico era el mejor promedio. Ella dijo: ‘Bueno, si tu hija va a estudiar como este chico, la acepto’. Tuve que rendir todo el primer trimestre no cursado sin saber bien el idioma. Estudié y pasé. Dí las previas y el primer trimestre en vacaciones de invierno y terminé siendo compañera de este chico, un año más grande que yo. Él terminó abanderado y yo, primera escolta. Soy Perito Mercantil".
Cuenta que, como le gustan los números, decidió estudiar la Licenciatura en Administración en la UBA. "Soy analista financiera porque hice un curso en la Bolsa de Valores de Buenos Aires de Operador bursátil. Ahora estoy estudiando una maestría en Finanzas en la UBA", agrega. Lo suyo son los números, ahora aplicados a las finanzas. Su hermano es Programador informático y trabaja en una sede en Buenos Aires de una compañía de EE.UU.
Sus padres también mejoraron en sus trabajos. Ella dice que están agradecidos. "A mi familia, mis primos, a ellos los extraño. En este tiempo ya fui tía", dice. Su voz suave se vuelve aun más delicada, tanto que el volumen de la música en el bar interfiere y resulta molesto. "Es difícil porque es muy lejos, muy costoso, entonces no podemos ir con frecuencia. Nosotros fuimos un par de veces, pero ellos no pudieron venir nunca".
Sin embargo, ella agradece la vida que tiene, su recorrido en estos 31 años. "Allá íbamos a la iglesia y acá también, ahí hay parte de nuestra casa", dice. En ese espacio se encuentran con compatriotas, agradecen y rememoran, hablan su lengua y replican los rituales que añoran de su país.
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