Roy Harley, de sobreviviente de la tragedia de los Andes a coach motivacional en cárceles y empresas
"Si el infierno existe, eso fue el infierno", expresa Roy Harley, enlutado.
Desde su casa en Uruguay, recién llegado de un paseo familiar otoñal, rememora la peor historia de su vida: la tragedia de los Andes . En diálogo con LA NACION, no puede evitar volver a sentir el dolor, la desesperación, el cansancio, el frío y la adversidad de aquellos días en la cordillera, en medio de la nada. Con tranquilidad y entereza repasa las memorias de aquella agonía.
Ya lejos de ese tiempo, Roy Harley disfruta de su presente como padre y abuelo de una gran familia. Jubilado de una extensa carrera como ingeniero, que culminó como gerente de plantas de una industria química internacional, cuenta también con el orgullo de haber sido el único uruguayo portador de una antorcha olímpica.
Pero antes de ser todo eso, este hombre de palabra franca y sonrisa contagiosa fue un sobreviviente, que hoy comparte su experiencia para transmitir esperanzas "a todos los que sufren en silencio".
-¿Quién sos?
-Soy una persona que me tocó vivir una historia muy grande, muy fuerte, mundialmente conocida. Creo que hubiera sido ingeniero igual, si no hubiese caído en la cordillera. Creo que mi manera de buscarle soluciones a la vida me ayudó allá. Prefiero hacer, actuar, tomar iniciativas.
-¿Así te conocen los demás?
-No quiero que la gente me admire, me quiera o respete por lo que pasó hace 47 años. Prefiero que lo haga por lo que he hecho en mi vida. En el trabajo siempre intenté ayudar a entusiasmar, apoyar, ayudar, liderar. Busqué independizarme de eso y pasar desapercibido. No siempre era posible. Por eso, creo que hay muchos sobrevivientes que aún no se han bajado del avión. A veces, cuando escucho sus historias, pienso que no estuve en ese avión.
-¿A qué te referís?
-Varios de mis compañeros desde el comienzo arrancaron con las charlas. Yo trabajaba en la empresa y no podía irme para hablar del tema. Como ingeniero que soy, me gustan las cosas bien hechas. Mientras no podía dedicarles el tiempo, no hablaba. Después de jubilarme en 2015, empecé a pensar en eso. Carlos Páez , que es uno de los grandes compañeros de cordillera que tengo, me dio una mano. Siempre me decía que yo nunca había hablado y que por eso era el que tenía la historia más virgen.
-¿De qué hablás en las charlas?
-De nuestro caso, el de un grupo de chicos jóvenes con toda la adversidad del entorno. Lo enfoco desde el punto de vista positivo para ayudar a la gente, de villas y cárceles, hasta empresas. Hay más gente de la que pensamos que sufre en silencio. Como toda historia, tiene sus partes buenas. Creo que la nuestra ayuda a dar esperanzas para salir adelante.
-¿Como una historia de superación?
-Sí. A mí veces me cuesta creer que fui el que estuve ahí. Yo me tuve que quedar un día más, 73 en total. Es mucho tiempo. Estábamos perdidos. No sabíamos donde estábamos y la gente no sabía que todavía estábamos.
No sabíamos donde estábamos y la gente no sabía que todavía estábamos
-¿Cómo llegaron a eso?
-La caída del avión fue por un error humano. El avión andaba perfecto. El piloto, al que le costó la vida, se confió y no siguió los protocolos que existían. Tenía muchas horas de vuelo y cruces de la cordillera. Pero no tuvo en cuenta el viento en contra. Cuando se dio cuenta era tarde. Decidió dar la vuelta para descender y aterrizamos a 4000 metros de altura.
-¿Cómo fue ese momento?
-Yo tenía 20 años, era mi primer vuelo en avión. Iba muy entusiasmado por salir del país con mis compañeros para jugar un partido de rugby. De repente me encontraba en medio de la cordillera con 18 de ellos muertos. Yo nunca había visto una persona muerta en mi vida. En pleno momento de felicidad, la vida nos dio un golpazo sin que entendiéramos qué había pasado.
-¿Qué pensaste?
-Si el infierno existe, eso fue el infierno. Estaba parado en medio de la nieve, en camisa, congelado y con un desastre alrededor: sangre, muertos, gente muy lastimada. Sin saber qué hacer. Lo que vino después del accidente y la primera noche en la cordillera fue terrible. Gritos, en total oscuridad, todos metidos en el fuselaje, apretados, entre todos los cuerpos.
-¿Y eso era sólo el comienzo?
-Pasaban los días. Teníamos altibajos. Nuestro ánimo caía cuando se morían compañeros. Sabíamos que se hablaba del caso constantemente. Por una radio Spica, de transistores con funda de cuero y cuatro pilas AA -que logré arreglar con cables del avión y fierros de aluminio para hacerle una antena- escuchábamos emisoras uruguayas. La radio nos ayudó a mantenernos con el espíritu en alto.
-¿Esperaban que los fueran a buscar?
-Sí, hasta el 23 de octubre de 1972. Era el día diez. Salimos muy temprano y escuchamos la noticia: "Se suspende toda búsqueda del avión uruguayo perdido en la cordillera". También decían que se estimaba que en febrero, con el deshielo, se reiniciaría la búsqueda de los restos del avión. Sentí que para el mundo estaba muerto, que nos daban la espalda.
-¿Cómo lo percibís ahora?
-En realidad, eso fue algo muy bueno. Porque dejamos de estar a la espera de otros para salvarnos y tomamos la iniciativa de salir por nuestros medios. Fue terrible escucharlo, porque lloramos, nos enojamos, pero empezamos a darnos fuerza. Decidimos demostrarle al mundo quiénes éramos. Muchas veces me pregunto cómo hubiera sido nuestra historia sin esa noticia. Hubiésemos seguido esperando hasta que nos fuéramos muriendo uno a uno.
-¿Eso fue lo más difícil de todo ese tiempo?
-Para mí lo peor fue la incertidumbre.
-¿La falta de certezas?
-Claro. Lo peor de todo no fue el hambre, ni el frío ni la sed que sufrimos. No podíamos hacer agua, se nos congelaba. Y no es lo mismo comer nieve. Gran parte de los días estuvimos deshidratados. También desorientados. No sabíamos para qué lado salir, ni si al día siguiente íbamos a estar vivos. Cuando vino una avalancha, se murieron ocho y estuvimos tres días bajo la nieve. Yo me había cambiado de asiento con mi íntimo amigo justo diez minutos antes del alud. A él lo tapó la nieve y yo sobreviví. No saber quién se iba a morir después fue lo peor que tuvimos que vivir ahí.
Para mí lo peor fue la incertidumbre
-¿Cómo lo sobrellevaste?
-Yo todas las noches me concentraba en la rutina de mi familia. Cuando nos íbamos a dormir, trataba de imaginar qué ocurría en mi casa. Pensaba en lo que hacían mis padres y mis cinco hermanos. Lo único que me desesperaba era que ellos creyeran que yo estaba muerto.
-¿Les costaba dormir?
-Siempre estábamos todos acurrucados, mugrientos. Soñaba que podía acostarme estirado en una cama con sábanas blancas. También soñaba que abría una canilla y salía un chorro de agua. Hoy disfruto mucho de todo eso.
-¿Cómo fue la convivencia en la montaña?
-Hubo de todo. Yo, que soy bastante inquieto, ligué algún zapatazo en alguna pelea. Nos gritábamos. Pero nos manteníamos unidos, porque era la única forma de sobrevivir. Cada uno asumió un rol. Teníamos un equipo. Todos trabajamos muy comprometidos en lo que hacíamos porque se nos iba la vida.
-¿Estuviste por morirte?
-Nos íbamos muriendo de a poco. Los primeros 15 días estuvimos sin comer nada. En el avión había sólo dos turrones, tres frasquitos de mermeladas y algún chocolate, que racionábamos con una tijerita de a milímetros. En el glaciar no había raíces. Lo único eran rocas y nieve. Intentamos comer hasta las suelas de los zapatos. Probamos hacer té con cigarrillos, que teníamos en cantidad, pero era asqueroso. Sólo tomábamos algo de agua. El pis en la nieve se veía naranja fluorescente. Eso era porque el hígado había procesado los propios músculos. Nos estábamos consumiendo a nosotros mismos.
Intentamos comer hasta las suelas de los zapatos
-Hasta que creyeron que podía haber alguna forma de salvarse...
-Cuando llegó el momento que nos estábamos por morir tuvimos que tomar la decisión de usar los cuerpos de nuestros compañeros. Fue un paso muy simple. Porque habíamos llegado muy abajo en la vida de un ser humano. No teníamos otra forma de sobrevivir sin energía. Se resolvió eso, sin presionar a nadie. Fue algo unánime. Hicimos un pacto de honor: "Si cada uno se moría, su cuerpo quedaba a disposición de los compañeros".
-¿Cómo lo hacían?
-Le pedimos a los estudiantes de medicina que se ocuparan de cortar los cuerpos y de sacar la carne. No era fácil con los medios que teníamos, como una navaja desafilada, vidrios y chapas. No usamos todos los cuerpos. Pero eso eso fue la salvación, lo que nos permitió llegar al día 72 con vida.
-¿Qué sentiste cuando viste la cobertura sobre eso?
-A mí a veces me duele que la gente nos recuerde nada más por el hecho de haber usado los cuerpos de nuestros amigos y no por el compañerismo de esos días. Al principio me costó mucho aceptar la película y el libro, por la muerte de mis mejores amigos. No hay que olvidarse de que 16 sobrevivimos porque otros 29 murieron. Es una historia muy difícil y hay que tener mucho respeto con las madres de los fallecidos. Hasta hoy, las que quedan aún sufren porque no lograron ver a sus hijos muertos.
16 sobrevivimos porque otros 29 murieron
-¿Pudieron regresar algunos cuerpos para ser sepultados?
-Sí. En el caso de Nando (Fernando Parrado), además del shock del accidente, perdió a sus familiares. Nos había pedido dejar de lado sus restos. Pero el día que salió en la expedición hacia el oeste, junto a Roberto Canessa y Antonio Vizintin, apenas nos despedimos con abrazos y llantos volvió hacia nosotros. Pensamos que se había arrepentido. Regresó para decirnos: "Muchachos, si llegado el momento ustedes tienen que usar el cuerpo de mamá y de mi hermana, yo los autorizo". Él no tenía necesidad de decirlo, porque lo íbamos a hacer de todas maneras. En realidad, lo que hizo fue sacarnos la culpa. Tuvo una grandeza muy grande.
-¿Y en pleno duelo llegó además a caminar por la cordillera?
-Nando no era un jugador de una fuerza extraordinaria, pero tenía fuerza mental. En el ser humano es mucho más grande la fuerza de la cabeza que la de los músculos. Yo creo que la muerte de la madre y los tres días que pasó con la hermana en coma abrazada en sus brazos hasta que murió lo motivó a salir de ahí para no dejar a su papá solo. Y así como caminó diez días y cruzó la cordillera entera hubiera seguido hasta el Pacífico. Era imparable.
-¿Y qué aprendieron de todo eso?
-Me costó mucho entender por qué nos salvamos los que nos salvamos y por qué se murieron los que se murieron. Eso me comió la cabeza mucho tiempo. Mientras estuvimos en la cordillera no tuvimos tiempo de llorar a nuestros amigos. Me propuse recordar del accidente las cosas buenas, no las malas. Hay muchas cosas positivas.
-¿Cómo cuáles?
-Lo primero, las ganas de vivir. Éramos gente sana de la cabeza que quería vivir. El ser humano tiene un poder más grande del que se imagina. Cuando lo presionás contra la pared tiene gran capacidad de aguantar y pelear. Aunque nos tiremos a menos, siempre hay una fuerza inmensa adentro nuestro. Otra cosa importante fue la actitud, que hace la diferencia entre la vida y la muerte.
El ser humano tiene un poder más grande del que se imagina
-¿Cómo fue el nuevo comienzo?
-(risas) Fue hermoso. Nos encontramos con el helicóptero en Los Maitenes, donde se reabastecía de combustible porque no podía llevar sobrepeso. Ahí apareció primero papá, y después mamá. Fue impresionante. Difícil de expresar con palabras. Sentí que tenía ganas de abrazar a todo el mundo, de perdonar a todos. Lo único que quería era agradecer, por estar vivo, porque llegamos a pensar que nunca saldríamos de ahí.
-¿Te llevaste algún recuerdo?
-Llevaba 63 dólares doblados en el pantalón. Los tuve hasta el día que nos rescataron. Se llegó a decir que los quemamos para sacarnos el frío, pero no es verdad. Al final se los di a mis padres para que me compraran ropa en Chile, porque no tenía nada.
-¿Cuánto tiempo te llevó recuperarte?
-Muy poco. Yo salí con 38 kilos el 23 de diciembre. Llegué al punto en el que el cuerpo había perdido la capacidad de digestión de los alimentos. Estuve 15 días en estado crítico. El 15 de enero volví a Uruguay y empecé a engordar un kilo por día. En abril retomé la facultad y en mayo estaba jugando al rugby de nuevo.
-¿Nunca más paraste?
-Siempre me fascinó el deporte. De chico jugaba mucho al rugby. Después de casarme, a los 24, entrené para maratones y en bicicleta. Nunca tuve pasión por un deporte solo, pero me gustaba estar en forma.
-¿Por eso llevaste la antorcha en Río de Janeiro?
-Era uno de esos sueños de chico. Me fascinaba ver a los que llevaban la antorcha en los Juegos Olímpicos. En el 2012, durante una reunión anual de ventas del trabajo, conocí al periodista deportivo Quique Wolff. En su charla contó que había llevado la antorcha de los juegos de Londres de ese año. Al final me acerqué y le pedí que me contara cómo lo logró. Entonces me lo propuse.
-¿Fue fácil?
-Soy peleador por lo que quiero. Así que presenté mi caso ante el Comité Olímpico de Uruguay. Al principio fue muy difícil porque choqué contra muchos corporativismos y burocracias. La peleé hasta que pensé que perdía y que no iba a poder por falta de cupo para mi país. Pero, un mes antes, me llamaron por teléfono para avisarme que había salido nominado como el primer uruguayo de la historia.
-¿Valió la pena?
-Fue una satisfacción muy linda, que compartí con mi familia y amigos. Cuando le contaba a la gente quién era y por qué estaba ahí, se ponían a llorar. Cuando volví a Uruguay le regalé la antorcha a mis nietos, para que con eso me recuerden.
-¿Cómo recordás el lugar del accidente?
-En 2017 me llamaron de ESPN para ir en la fecha que se cayó el avión. Al principio respondí que no, pero me convencieron cuando me dijeron que era el único de los sobrevivientes que podía hacerlo. Al final fui con los hermanos Benegas, dos montañistas argentinos. Llevamos los mejores equipos. No pudimos llegar. Nos agarró una tormenta de nieve terrible. Ellos no podían creer cómo habíamos hecho para sobrevivir con tan solo los zapatos de cuero de rugby y las medias de algodón.
-¿Fue por un milagro?
-La única razón fue la juventud. Y porque estábamos todos juntos para sacarnos el frío, apretados en el avión.
-¿Siguen juntos?
-Han pasado muchos años. Todos hemos crecido y mantenido un vínculo muy fuerte, aunque anduvimos caminos distintos. Vivimos una experiencia muy íntima y somos más que hermanos de sangre. Cuando las cosas aprietan, estamos juntos. Porque al final de la vida solo queda lo que cultivás en el tiempo: la familia y los amigos. Y no hay que perderlos.
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