Adelanto del libro Rosario, la historia detrás de la mafia narco que se adueñó de la ciudad, donde los periodistas Germán de los Santos y Hernán Lascano se sumergen en el submundo de la violencia y el tráfico de drogas
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“La mesa” era una tradición inalterable en el restaurante Pampa, en Moreno y Mendoza, en el centro de Rosario, donde se comían jugosas carnes rojas, con malbec de buenas cosechas, que se exhibían en una pared terracota como si las botellas estuvieran empotradas en la mampostería.
La mesa redonda agrupaba a personas que se conocían desde hacía tiempo. Un ritual bien rosarino, el de afinar lealtades a través de la amistad y en torno a la costumbre del encuentro, como inmortalizó Roberto Fontanarrosa en la Mesa de los Galanes que asistían al bar El Cairo. Pero esto era diferente. Lo opuesto. Eran hombres de negocios que se sentaban con la seguridad y la garantía de que nada saldría de ese restaurante con las paredes tapizadas de cuadritos, que le daban un ambiente relajado, agradable y cálido.
Era gente que se consideraba importante en Rosario. Todos empresarios de alto rango y algunos también con portación de apellido. A veces había invitados, pero el núcleo duro se mantenía casi inalterable. Una noche de 2009 el agente de bolsa y financista Jorge Oneto llevó a un invitado particular. Un hombre simpático que rápidamente logró seducir a la mayoría de los comensales. Un par decidieron luego abandonar la “mesa”, porque presentían cierta desconfianza, quizá afincada en una cuestión de clase. La primera cena la pagó Lelo Pérez, sin hacer alarde. Era un gesto para sus nuevos amigos, que les agradó.
Las historias del invitado eran desopilantes. Despertaban carcajadas que no eran tan comunes en esas reuniones. En solo tres o cuatro cenas, Lelo Pérez los tenía a todos en el bolsillo. Se había transformado con habilidad, y con destreza, la misma que usaba para comprar y vender autos de alta gama en Reina Automotores, en uno de los habitués fijos del elenco estable de la mesa que compartían desde hacía casi una década los principales hombres de negocios de Rosario.
Oneto lo había llevado porque creía que podría aportar cierta frescura. Una cara nueva que haría más divertidas las cenas en las que se tocaban todo tipo de temas, desde política y negocios hasta cuestiones más banales, como los viajes que hacían. Lelo se sorprendía por algunas historias que contaban sus nuevos amigos. No lograba comprender cómo gente rica se jactaba de regatear precios, de conseguir pasajes en oferta.
El dueño de un laboratorio, que proveía de medicamentos y drogas oncológicas al Estado, se regodeaba una noche con que su secretaria le había conseguido una oferta “increíble” para viajar con su familia a Miami. Lelo nunca había viajado en clase turista y no conseguía comprender que su compañero de “mesa” no pagara por comodidad cuando le sobraba dinero.
Lelo resguardó detalles importantes que lo habían llevado a esa mesa, entre ellos cómo se había hecho rico. En ese momento no importaban demasiado los secretos. Nadie de los presentes podía alardear una ética impoluta.
Lelo estaba seguro de que esas cenas le iban a abrir nuevos negocios. Por eso estaba allí. Todavía por esos tiempos la Unidad de Información Financiera (UIF) no había puesto la lupa sobre sus negocios. Seis años después de su primera incursión en el restaurante Pampa ese órgano de control empezó a ver su repentino crecimiento económico. Fue luego de que la justicia comenzara a investigar las relaciones de Luis Medina, tras el crimen de este empresario a fines de 2013.
La justicia había llegado, como de costumbre, tarde. En 2011 Medina había conseguido la habilitación por parte del entonces intendente Miguel Lifschitz para instalar en pleno centro de Rosario el boliche Esperanto. Como había sucedido en todas las tramas narco de Rosario, su muerte dejó al descubierto una historia más pesada.
La UIF se constituyó como querellante en la causa 10.307/15, que quedó en manos de la Fiscalía N° 2 de Rosario. Medina figuraba desde 2008 en la AFIP como “deudor irrecuperable”, pero vivía en una lujosa casa en el country La Pradera, en Pilar. Tenía más de veinte autos a nombre de supuestos testaferros, entre los que figuran su exesposa Daniela Ungaro, su exsuegro Daniel José Ungaro y Esteban Lindor Alvarado, su exsocio en el negocio narco.
A Medina se le adjudicaban cuatro sociedades comerciales. Una de ellas era Yasmín SRL que estaba destinada, según el Boletín Oficial de Santa Fe, a realizar “préstamos con dinero en efectivo en el mercado de la compra y venta de automóviles”. La otra firma era Lumed, creada en 2011 para “organización de eventos, catering y desfiles de modas”. La tercena era Lume, una agencia de autos importados ubicada en Pellegrini al 5500, y la cuarta era Reina Automotores, que manejaba Lelo Pérez y luego un empleado Germán Tobo, que fue asesinado a principios de septiembre de 2014 por dos sicarios frente a la Jefatura de Policía de Rosario. Sin embargo, en los papeles el titular de Reina Automotores era Lelo Pérez.
Pérez también figuraba como socio de Gustavo Spadoni en la sociedad Repuestos Exclusivos SRL La concesionaria de motos de Spadoni fue allanada en julio de 2012 en el marco del Operativo Peras Blancas, que puso al descubierto un contrabando de cocaína hacia Portugal. Allí fue secuestrada la motocicleta de Martín Paz, alias Fantasma, asesinado en 2012. La moto figuraba a nombre del juez de instrucción que investiga a la banda de Los Monos: Juan Carlos Vienna. Eran simples casualidades, según el entorno de Lelo.
Los comensales de la mesa de Pampa no sabían nada de estas historias O al menos decían desconocer esas fronteras donde nunca se habían metido. El clima en Rosario era muy distinto en aquella época al que se vive en 2023. La violencia narco no era un problema, al menos, para esa gente. Rosario no cargaba con ese karma de ciudad narco, luego de la guerra que se desató tras el crimen de Pájaro Cantero La cifra de homicidios, que sirve para tabular en parte el nivel de violencia, llegó a 97 en 2010. La tercera parte de lo que iba a ocurrir en 2023.
Lelo había llegado a la mesa por Oneto, a quien unos meses después le compró un departamento de dos dormitorios en el edificio más caro de Rosario en ese momento: la codiciada torre Aqualina, inaugurada en 2009. Meses después la familia de Lionel Messi también adquirió un piso, donde hoy vive la hermana del crack.
Era el edificio más preciado y cotizado de la ciudad, una torre lujosa de 40 pisos que estaba ubicada a unos metros del Monumento a la Bandera y tenía vista al río. Por fuera de Buenos Aires, en ese momento era el edificio más alto, con 127 metros.
Las anécdotas de Lelo eran desopilantes. Era un tipo con calle que había llegado a la cima. No venía de una familia rica ni había logrado multiplicar lo heredado, como algunos de los que se sentaban en Pampa. Lelo había hecho una fortuna vendiendo autos importados. ¿A quién? Eso no importaba. Juraba que nunca había vendido drogas.
“No pregunto de dónde sacó la plata el que quiere uno de mis autos. A mí qué me importa cómo hizo su fortuna”, repetía a sus amigos. No solo había empezado en los 90 de abajo sino desde el subsuelo. Su historia, según relataba siempre con 156 chistes en el medio, comenzó con un Alfa Romeo. Se le había averiado y fue a comprar los repuestos a Warnes, en Buenos Aires.
Tras averiguar los precios de una mercadería que no provenía, en su mayoría, de los fabricantes oficiales se dio cuenta de que podía hacer negocio. Decidió desguazar el Alfa Romeo y vender las partes. Sacó más dinero que si lo hubiera ubicado en una concesionaria. Desde ese lugar entró en el comercio de autos, de acuerdo con lo que explicaba con tramos épicos. Al poco tiempo, el local que había puesto de venta de repuestos de autos tuvo una visita particular: la policía, que sabía a la perfección cómo se movía ese negocio gris. Querían su parte.
Sospechaba que iba a tener problemas. Entonces, decidió vender todo lo que tenía con facturas truchas. Se “limpió” con bastante habilidad y volvió a empezar con dos autos que le habían dado para vender. Su destreza estaba en la circulación del dinero y en saber lo que el cliente quería. En esa época la demanda de autos de alta gama, en pleno esplendor económico de la Argentina, era firme. Y más aún en Rosario, con los narcos en franco despunte. Empezaba a aparecer una nueva clientela que salía de los suburbios, con mucho dinero líquido que provenía de la venta de drogas. Lo primero que querían tener para demostrar que habían hecho plata no era cambiar de casa ni mudarse, sino comprarse un auto de lujo. Exhibir el ascenso. Eso era lo que resaltaba con mayor intensidad en la periferia.
Una tarde de 2007 estacionó en la puerta de Reina Automotores una camioneta Hummer de la que bajó un muchacho gordito, petiso, vestido con pantalones cortos y una remera. Lelo pensó que era alguien que tenía que lavar la camioneta, se tentó y salió a dar una vuelta. Esa fue la película que se hizo en su cabeza. Era la única manera de relacionar al conductor con ese vehículo increíble. Lelo se puso a observar la Hummer. Era la única que circulaba por Rosario y nunca había visto una tan de cerca. El hombre entró a la concesionaria sin saludar, con cierta prepotencia. Le preguntó cuánto salía un auto importado que estaba en exhibición. A Lelo le cayó mal de entrada, según contaba a sus amigos, por la forma de actuar del tipo. La mala educación. Lo miró de arriba abajo y le preguntó qué quería. “Ya te dije”, respondió el hombre de mala manera. “Salí de acá porque te voy a romper la cabeza”, dijo Lelo sin despertar simpatía.
“¿Sabés quién soy yo?”, preguntó con el mismo tono el supuesto cliente “Un negro de mierda”, le respondió Lelo sin dejar que terminara la frase “Soy Mario Segovia, pelotudo”, dijo en seco. Lelo no sabía quién era Mario Segovia, como casi nadie. Se le fue encima para pegarle una trompada. Segovia retrocedió y salió corriendo, de acuerdo con la historia que maravillaba a los amigos de Lelo. “Cómo iba a saber que era el rey de la efedrina”, con esa frase cerraba la anécdota que causaba sensación.
Lelo tenía más dinero que la mayoría de los otros comensales. Nadie podía correrlo con eso. Había comprado departamentos en Miami. Vivía en el edificio más caro de Rosario. Viajaba al exterior. Se vestía bien y era muy simpático.
Un día decidió hacer una invitación formal a su cumpleaños a los integrantes de la mesa. Les dijo que haría una fiesta en la terraza del edificio, donde estaba el quincho con las parrillas. Iba a ser un cumpleaños inolvidable. Los miembros de la mesa no acostumbraban a concurrir a esos eventos sociales, a mezclarse con desconocidos. Pero accedieron después de la insistencia. Tenían también cierta intriga, porque los seducía el perfil de Lelo. Él estaba convencido de que había otro ingrediente que ayudaba. “Ellos querían tener un amigo pesado. Creían que era Al Capone y yo dejaba que lo creyeran”, rememoraba tiempo después. “Pero yo tenía más ética que ellos. Porque en mi negocio no corría el engaño. A pesar de lo que ellos pensaran yo tenía códigos éticos. Si no los tenía no vendía nada”, decía. Prefería no repetir la frase que todos imaginaban en sus cabezas: te mataban.
Antes de la fiesta ocurrió algo inesperado. Lelo sospechaba que nada iba a ser tan sencillo. El intendente de la torre, designado por los propios propietarios, era el dueño del piso 29, también un hombre de negocios: Guillermo Salazar Boero, quien había sido hasta ese año, 2009, presidente de Terminal Puerto Rosario, un lugar al que había llegado por el empresario de medios Orlando Vignatti. Ese año Salazar Boero traspasó las acciones de TPR al financista Gustavo Shanahan, quien más de una década después terminaría preso por narcotráfico.
La firma portuaria entró en convocatoria de acreedores con un pasivo gigantesco, según lo verificado por los síndicos en la causa que estuvo al frente de la jueza María Andrea Mondelli, titular del Juzgado Nº 14 en lo Civil y Comercial de Rosario. En ese expediente se presentaron a verificar 209 acreedores, que reclamaron en total 220 millones de pesos.
Sin embargo, la sindicatura recomendó corroborar unos 86 millones. Sobraban las razones para retirarle la concesión, pero ese recurso de última instancia se quiso evitar por el antecedente de los filipinos, los concesionarios anteriores. Aunque había otras sospechas. Cuando apareció Aotsa, del Grupo Vicentin, interesado en el Puerto, las autoridades trataron de enfocar su mirada hacia adelante. Pero como escribió Oscar Wilde, “no hay hombres lo bastante ricos para comprar su pasado”.
Shanahan, contador público nacional de 67 años, es un hombre muy conocido en el ambiente de los negocios en Rosario, a través de decenas de sociedades y empresas que se crearon para participar en distintos sectores de la vida económica de la ciudad, desde inversiones inmobiliarias millonarias, el manejo de los muelles I y II, participación en el sector financiero, en hotelería y hasta en los juegos de azar.
Este financista fue quien armó el proyecto inmobiliario de Los pasos del Jockey, barrio exclusivo de donde fue desplazado luego de que se esfumaran los fondos de los compradores de los inmuebles, que habría usado para afrontar deudas en el puerto. Shanahan también era dueño de tierras en Empalme Graneros, una de las zonas más castigadas por la violencia narco.
En 2021, Shanahan, que contó durante años con blindaje mediático a pesar de los escándalos en los que fue protagonista, fue detenido por narcotráfico. Su caída en manos de la Policía Federal, tras una investigación originada en la fiscalía federal de Rosario, mostró claramente cómo el dinero que fluye por el tráfico de drogas termina en las cuevas financieras donde se reinvierte y adquiere otra fisonomía.
A Salazar Boero, que hizo ingresar al puerto a Shanahan, le molestaba Lelo Pérez. Una cosa era hacer negocios oscuros y otra que los tránsfugas, como pensaba el viejo, fueran tus vecinos. Cuando se enteró de que el vendedor de autos iba a hacer una fiesta en la azotea les pidió a los guardias que le exigieran un listado de todos los invitados. “No hay ningún problema. En un rato les paso la lista, muchachos”, respondió Lelo cuando en el hall el jefe de los guardias de seguridad le planteó la situación, que era un requerimiento de la intendencia del edificio. Pérez disfrutaba de ciertas cosas. Como sabía lo que pensaban de él decidió tirar de la cuerda. Hizo una nómina de sus invitados que tenía una particularidad. La mayoría eran de apellido Cantero, el mismo de la banda de Los Monos. Era una lista falsa. Una provocación en busca de una reacción del intendente de la torre. Y eso ocurrió.
A los pocos días Lelo subió al ascensor con su pareja en el piso 30. Paró uno más abajo, y allí subió Salazar Boero con su esposa. Lelo miró a su mujer y le hizo una mueca para trasladarle tranquilidad. Lo conocía a su marido y sabía que podía trompear a su vecino dentro del ascensor. Nadie pronunció una palabra y a pesar de que el ascensor era veloz el tiempo ahí adentro se hizo eterno.
Cuando llegaron al hall de ingreso, Salazar Boero le dijo: “Tengo que hablar un minuto con vos”. Lelo sabía que había picado. “Vos te creés pícaro con la lista que nos pasaste. ¿Sabés quién conoce a Los Monos? Yo, pelotudo”, lo apuró el expresidente del puerto. Lelo contó luego que el empresario se corrió la campera y le mostró una pistola 9 milímetros.
Cuando terminó la frase Lelo le pegó una trompada seca e intensa, que volteó al empresario. Quedó desparramado en el piso reluciente del hall. La situación fue tan rápida e inesperada, dos vecinos del edificio más caro de Rosario trenzados a puñetes como en la puerta de la cancha, que los guardias recién acudieron cuando Salazar Boero estaba en el suelo atajándose de las patadas que Lelo le pegaba en el culo. El vendedor de autos tomó el arma y la dejó en el árbol que está frente al edificio. En la torre a veces se vivía como en el barrio. Lelo no tuvo más trabas para hacer su fiesta y exhibir su vida de rico.
En la terraza de Aqualina los miembros de la “mesa” vieron la realidad. Quién era verdaderamente Lelo Pérez. Y se querían morir, según uno de los invitados. Lelo pensaba lo contrario, que les había encantado. Se miraban entre ellos, como chicos tímidos que no saben para dónde ir. En la terraza del edificio los hombres formales y ricos no sabían dónde se habían metido. Pero en ese momento descubrían quién era el muchacho simpático millonario. Se habían topado con la otra Rosario, una ciudad que desconocían cómo había cambiado.
Lo primero que sorprendió a los comensales de la mesa fueron los guardaespaldas. O lo que ellos pensaban que eran patovicas. En realidad no sabían cuál era su función. Pero eran hombres gigantes, con decenas de tatuajes que los remontaban a películas. Uno de ellos siempre recordará los tattoos en la cabeza de un morocho exageradamente fornido, que estaba vestido de traje negro.
Todos se hacían la misma pregunta: ¿para qué patovicas en la terraza del edificio más caro de Rosario? Mientras más miraban más se sorprendían. Esa noche, en ese espacio frente al río, los hombres de la “mesa” se codearon con mujeres hermosas, sexys, vestidas con ropa elegante, que despertaban deseos irrefrenables. Gente que no conocían y otra que sí, que se sorprendían de verse ahí, en esa terraza donde los mozos pasaban con champán importado. Porque ellos no eran los únicos “importantes” de la fiesta. También había empresarios textiles. Lelo estaba exultante. Les agradeció haber concurrido. Fue presentando a los presentes. Los dos mundos, el de los empresarios y el de Lelo, se habían conocido.
Unos meses después de la fiesta de cumpleaños, Lelo fue con una nueva propuesta a Oneto, quien le había vendido el departamento en la torre Aqualina. Lelo quería un piso entero, como Messi. Ofrecía pagarle con el departamento de dos dormitorios que había adquirido en efectivo y el saldo en cuotas. Era mucho dinero. Un millón de dólares. Esa clase de negocios no requerían garantías ni mucho papeleo. En ese mundo la palabra seguía siendo importante. Al tercer mes, Lelo le dijo a Oneto que se habían complicado algunos negocios. Ofreció saldar el departamento con un campo en Alvear. Oneto consultó con un corredor inmobiliario especializado que fue a ver el campo. Era bueno.
El muchacho simpático, que se mostraba como un magnate, ya comenzaba a meterlo en problemas. Pero si el campo valía lo que él decía no había problemas. Decidió avanzar. Fue el peor error de su vida, según él. Los mundos se habían cruzado y no se había dado cuenta.
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