Ricardo Piglia: el legado, crecer como lectores
Fue su voluntad que los libros de su biblioteca, con la que se podría reconstruir su vida, quedaran en la familia; desde ese rincón envía este texto su sobrino escritor
Escribir es como soñar, uno no sueña mejor con los años". Quizás lo mejor de esa ocurrencia de Ricardo Piglia no es lo que dice del oficio de escribir, sino lo que puede deducirse del ejercicio de leer que, a juzgar por el legado que nos ha dejado el autor, admitiría el refinamiento que a los sueños -y a la escritura- le estarían vedados. No podemos aspirar a escribir mejor con el tiempo, pero sí podemos aspirar a crecer como lectores. En ese empeño Ricardo estuvo comprometido desde los diecisiete años de edad hasta la muerte. Su biblioteca personal era una suerte de arsenal teórico en permanente expansión con el que defendía sus posiciones de lectura, pero que además le servía como punto de contacto y referencia de los dos mundos que su obra ponía en tensión, el de la literatura y el de la experiencia.
"No recuerdo todo lo que he leído, pero puedo reconstruir mi vida a partir de los estantes de mi biblioteca", decía en los Diarios de Emilio Renzi.
Este equilibrio se rompió en 2013 cuando le diagnosticaron ELA, una enfermedad para la que no hay cura, ni plazos calculables de sobrevida y cuyo padecimiento se traduce en una restricción progresiva de la movilidad. Hacia fines del año 2015, confinado en su casa por el avance del mal, Ricardo decidió, junto a Beba Eguía, desprenderse del estudio de la calle Marcelo T. de Alvear, donde había escrito gran parte de su obra. Unos días antes de Navidad, Beba me comunicó por teléfono que Ricardo quería que me quedara con su biblioteca. Le gustaba la idea de que sus libros estuvieran en Adrogué y quedaran en la familia. Una tarde de febrero fuimos con Beba a organizar la logística de la mudanza; mientras revisábamos el departamento encontramos un montón de papeles mecanografiados (entre ellos los originales de Respiración artificial metidos en una caja de cartón al fondo de un ropero), una caja con grabaciones de audio en casetes y otra de videos en VHS. Los papeles importantes fueron, junto con los cuadernos de sus diarios y otros textos originales, enviados a Princeton, donde se creó un archivo especial; de las grabaciones de audio se pudieron rescatar las nueve clases de un seminario sobre las nouvelles de Onetti que dictó Piglia en la UBA en 1995 y que formarán parte de un libro de futura aparición.
Entre los videos había uno que era particulamente significativo para mí, un TDK con una etiqueta pegada en el lomo que decía: "Chiquito Maggiori, Tandil, 23, 24 de julio de 2001". Se trataba de una cinta sin editar que había grabado el artista Roberto Jacoby durante una visita que hizo junto a Ricardo, Beba y el escritor Jorge "Dipi" Di Paola a la fábrica de carrocerías, cerrada y abandonada, donde se había instalado Chiquito después de que su empresa se fundiera. El edificio parecía detenido en el tiempo, los muebles de la recepción estaban cubiertos de polvo, en el taller la maquinaria pesada y la chatarra convivían con mandalas de hierro forjado, domos metálicos extrañísimos, un cáliz de chapa gigante y esculturas rodantes hechas con motores, engranajes y correas de transmisión. La fábrica era como un museo de arte moderno clandestino abandonado en la llanura, donde un artista y su obra secreta resistían el avance de la realidad. Jacoby grababa las imágenes, Beba y Dipi lo acompañaban risueños y deslumbrados por la escena. Ricardo, enfundado en una gabardina que le daba un aire detectivesco, escuchaba a su primo hermano Chiquito, que -apoyado en croquis, cálculos y mapas desplegados sobre una mesa o fijados con tachuelas a las paredes- alucinaba sobre un complot en marcha, sobre un mito simbólico nacional que había sido ocultado, sobre la inminente y definitiva caída del sistema y el advenimiento de una revolución del espíritu. Chiquito podía ser un artista, un gurú, un charlatán, un loco, un alma sensible, o todo eso junto, pero en ese video extraviado en el mar de libros y papeles del estudio, sólo podía ser un personaje de una escena de Piglia avant la lettre.
Cuando fui a verlo aquel diciembre de 2015 después de enterarme de la decisión que había tomado sobre su biblioteca, Ricardo me contó que la noche anterior había soñado conmigo. En el sueño volvía a regalarme sus libros pero esta vez eran nuevos, como recién comprados, me dijo. No importa tanto la interpretación que pueda hacer del sueño, creo, como el hecho de que Ricardo estuviera equivocado al comparar el escribir con el soñar. Probablemente sea cierto que no es posible mejorar la escritura con el correr del tiempo, pero es evidente que algunos son capaces de soñar cada vez mejor con los años.
Del editor: por qué es importante. Con la muerte de Ricardo Piglia, maestro de la ficción, la literatura argentina perdió a comienzos de este año a su último gran crítico y escritor.
Germán Maggiori