Restauradores: buscadores de tesoros para viajar en el tiempo
A contramano de los imperativos actuales, su tarea está marcada por la paciencia, los procesos lentos y la austeridad del perfil bajo
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A contrapelo de la vorágine de la inmediatez actual, los restauradores parecen habitar otro mundo, donde el apuro desenfrenado tiene un límite: más allá de deseos propios o ajenos, para hacerse en forma óptima, su labor tiene otros ritmos y, además, no existen máquinas capaces de acelerar los procesos. LA NACION entrevistó a destacados restauradores que nos revelan secretos de esta profesión que implica investigar, trabajar en forma interdisciplinaria y analizar exhaustivamente la historia de pinturas, murales, vestimentas y construcciones: sumergirse en otro tiempo.
Eso lo experimenta el equipo de restauradores que trabaja en el emblemático edificio de la Confitería del Molino, majestuoso referente del art nouveau porteño, declarado Monumento Histórico Nacional. Con pisos de mármol y ornatos con toques dorados de procedencia europea, el edificio tiene una superficie de 7600 metros cuadrados, en los que también trabaja un equipo de arqueólogos para identificar y recuperar objetos de valor histórico patrimonial.
Material invaluable
Cuando en 1999 se lograron desenterrar tres momias incas halladas cerca de la cima del volcán Llullaillaco, el equipo que realizó la tarea quedó impactado: habían pasado 500 años y su estado de conservación era tan bueno –las tumbas congeladas a 6739 metros de altura conservaron los cuerpos en óptimas condiciones– que permitía iluminar cómo fueron los sacrificios incas, en el ritual conocido como capa cocha, para ofrendar la vida de niños. Hoy las momias de Llullaillaco se exhiben en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta.
La restaurada textil argentina Patricia Lissa –formada en museología y con estudios de restauración y preservación de telas en Estocolmo, trabajó en el Museo Fernández Blanco y es curadora independiente– fue la encargada de restaurar el ajuar de las momias, integrado por las telas que las envolvían, los tocados de plumas y una serie de esculturas de metal con vestimenta con las que fueron enterradas. Manipular este ajuar implicó una responsabilidad descomunal: si llegaba a dañarse, perderíamos un documento invaluable, parte de nuestra historia.
“National Geographic financió la campaña en Sudamérica, y encontraron uno de los pocos entierros de Alta Montaña que no habían sido tocados ni saqueados por los huaqueros, que se dedican a excavar tumbas de la época prehispánica y vender el botín”, dice Lissa desde Nueva York, donde fue a ver Christian Dior: diseñador de sueños, en el Museo de Brooklyn, entre otras exhibiciones con las que se nutre para su profesión.
Para la restauración de las momias de Llullaillaco, trabajó con el Museo de Historia de Nueva York. Después de descongelar el ajuar, lo limpiaron con pequeñas pinceletas, y utilizaron la técnica del soplido para las pequeñas esculturas. “Las piezas arqueológicas casi nunca se lavan, salvo alguna excepción –dice Lissa–. De acuerdo al material (seda, tapiz, alfombra) hay distintas técnicas para limpiarlas y sacarles el polvo y la tierra”.
Si tiene que elegir uno de los mayores desafíos que asumió en su carrera, no duda: fue la restauración de las banderas de Manuel Belgrano. “Hay una en Bolivia, una en la Argentina y ahora encontramos otra en Jujuy. Las tres están hechas con la misma tela: es maravilloso como documento histórico”, señala. En estos casos, cuenta, la restauración se nota ya que se usa una tela diferente a la de las banderas: se denomina “compensación estética de faltantes” y se realiza con pequeñas agujas curvas.
A Lissa le apasionan los textiles: “Me gusta su fragilidad, su belleza y delicadeza, también la capacidad que tiene una persona de crear un diseño. Si es indumentaria, me imagino cómo se sentiría en la piel. A diferencia de una pintura, el textil tiene vida propia, se mueve con la humedad y el viento: ver textiles me transporta a otro mundo”
A Lissa le apasionan los textiles: “Me gusta su fragilidad, su belleza y delicadeza, también la capacidad que tiene una persona de crear un diseño. Si es indumentaria, me imagino cómo se sentiría en la piel. A diferencia de una pintura, el textil tiene vida propia, se mueve con la humedad y el viento: ver textiles me transporta a otro mundo”.
Formada en la Argentina y en Italia, Damasia Gallegos, quien dirige el centro de restauración de Tarea de la Universidad Nacional de San Martín y es especialista en pintura sobre tela y mural, realizó desde trabajos de restauración de las pinturas en las lunetas de Galería Pacífico hasta de pinturas contemporáneas. “Cuanto menos se nota, la tarea del restaurador es mejor; es una tarea vinculada con el detrás de escena: no hay que excederse o lucirse, lo importante es la obra”, señala la especialista.
Pasó a la historia aquel fallido y triste intento que terminó arruinando un Ecce Homo atribuido a un artista del siglo XIX. Por la intervención de una anciana de 82 años en el santuario de Misericordia de Borja (en España), el Ecce Homo terminó perdiendo su fisonomía hasta convertirse en muñeco atrofiado, que no solo fue objeto de burlas y parodias, sino que también dio la vuelta al mundo, revolucionó las redes sociales y se transformó en una atracción turística.
Esta desafortunada intervención de una inexperta no tuvo en cuenta, desde luego, los pilares fundamentales que consigna Gallegos a la hora de restaurar una pieza: mínima intervención y retratabilidad (si la restauración no funciona adecuadamente, debe poder hacerse nuevamente: es necesario usar materiales testeados y conocer cómo actúan con el tiempo).
Con una trayectoria consolidada en su área, Gallegos restauró las lunetas con pintura de Juan Carlos Castagnino en Galería Pacífico, que habían perdido el 70 por ciento de la imagen original. Basándose en documentación de época, pudo reconstruir la iconografía. “Siempre se utilizan técnicas en las que se diferencia la restauración del original: hay diversas estrategias de reintegración pictórica para diferenciar el original de lo agregado, que a simple vista no se perciben”, señala. Una de esas técnicas es la del tratteggio, en la que se aplican rayas muy finas verticales y paralelas de colores puros que, a cierta distancia, no se distinguen del original.
Un dato llama la atención: “Es escalofriante: cuanto más antigua es la pieza, es más fácil de restaurar; hoy es mucho más difícil: no sabés si el artista le agregó caviar, por ejemplo”, señala Gallegos, cuya pasión por la restauración surgió cuando muy joven vio los claustros medievales en The Met Cloisters (la sede del Metropolitan Museum of Art de Nueva York dedicada al arte, la arquitectura y los jardines de la Europa medieval).
Los tratados que seguían los artistas (que estaban regulados por gremios) al pie de la letra, consignaban cómo debían preparar los colores y moler los materiales. Hoy, un restaurador de arte contemporáneo puede toparse con obras que contienen desde sangre, pasando por orina, insectos y animales hasta carne, entre muchos otros elementos orgánicos y materiales.
Archivos de una vida
Nora Altrudi –licenciada en Historia del Arte, con estudios de conservación de material bibliográfico y archivístico en Northeast Document Conservation Center (EE.UU.)– se ocupa de la compleja tarea de restaurar material de archivos y bibliotecas. En caso de que haya insectos, su tarea de restauración incluye un tratamiento integral de toda la colección y el saneamiento del medio ambiente para que no se propaguen. Un dato fundamental que las bibliotecas deben tener en cuenta, explica Altrudi, es la verificación de las condiciones de ingreso del material cuando se incorporan, por ejemplo, libros usados: un solo volumen infectado puede llegar a contaminar todo un estante.
El mayor desafío al que hizo frente Altrudi fue la restauración de miles de libros no catalogados de la biblioteca de la Universidad de San Martín que quedaron bajo el agua tras la gran inundación en La Plata, en 2013. Con un equipo de 10 personas, freezó en contenedores el material, para evitar que se desarrollen hongos, y con infinita paciencia y complejas técnicas de secado y restauración, logró recuperar 5000 ejemplares.
Altrudi coordinó además la restauración de archivos artísticos valiosísimos como el de Ricardo Carpani, que llevó 4 años de trabajo, y los de Rogelio Yrurtia, Pío Collivadino y Lía Correa Morales. Además de limpiar y desinfectar el material, organiza los archivos bajo normas internacionales, toma medidas para conservarlos en óptimas condiciones y para que sean accesibles para los investigadores que quieran consultarlos.
El mayor desafío al que hizo frente Altrudi fue la restauración de miles de libros no catalogados de la biblioteca de la Universidad de San Martín que quedaron bajo el agua tras la gran inundación en La Plata, en 2013. Con un equipo de 10 personas, freezó en contenedores el material, para evitar que se desarrollen hongos, y con infinita paciencia y complejas técnicas de secado y restauración, logró recuperar 5000 ejemplares.
“Es fascinante involucrarte en un archivo: significa meterte en la vida y en la producción de un artista”, cuenta Altrudi en relación a esos tesoros con los que trabaja y que contienen obras, escritos, fotos familiares, documentos, contratos, facturas de compra, boletos de viajes, programas de cine y hasta las cartas más privadas y diarios íntimos.
El mural de Berni
La extracción del mural indigenista de Antonio Berni –el único fresco buono de esta temática que se conserva del gran artista argentino, y cuyo título no se sabe con certeza (podría ser Mercado colla o Mercado del altiplano, ca. 1940)–, que se encontraba en una quinta en San Miguel, fue un trabajo arduo. Coordinado por Victoria Giraudo, ex jefa de curaduría del museo, el trabajo de restauración de la pieza duró 6 meses, hasta su emplazamiento final en el museo.
Con experiencia en la extracción de un mural de Castagnino, Marcelo Magadán, arquitecto restaurador, fue el encargado de desmontar el mural: retiró la pintura junto con el revoque. Después de que un grupo de expertos analizó la composición del muro y la forma más adecuada de demolerlo sin dañarlo, Magadán inició su trabajo: “El revoque estaba por el lado exterior de una pared de ladrillos comunes que fue demolida desde el interior de la vivienda, retirando los ladrillos en fragmentos pequeños obtenidos mediante cortes realizados con disco y amoladora”. Hay que tener en cuenta, apunta Magadán, que un mural sólo debe extraerse cuando corre algún riesgo de perderse: “Es un recurso extremo: siempre debe intentar preservase en su lugar de origen”.
Teresa Gowland Llobet, quien se formó trabajando en los años setenta en la casa de restauración que Sotheby’s tenía en Londres y dio sus primeros pasos limpiando y retocando colores, fue la encargada de restaurar este fresco de Berni: “Convoqué a una bioquímica para conocer la composición de los materiales y reponer las partes faltantes con la misma proporción que el original”. El momento de mayor incertidumbre, recuerda, fue cuando se extrajo el mural de la pared. Hoy, integra el acervo de Malba y se exhibe en forma permanente.
Anacrónica. Así define Damasia Gallegos la tarea de los restauradores: “La investigación lleva más tiempo que la restauración. Y no hay máquina que apure o acelere los procesos”. Altrudi coincide: “Acá se requiere mucha paciencia, mucho tiempo: no cuentan las ansiedades. Es otro mundo”
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