La Posta, en las afueras de Chacabuco, es la última presencia humana en un vasto universo de tierra, vacas y cereales
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CHACABUCO.– “El corazón de este paraje se abrió y volvió a tener vida”, dice Maribel Lavagnino, una de las artífices junto a su padre y abuela de la reapertura de una vieja posta de 1886 en las afueras de Chacabuco, provincia de Buenos Aires, que estuvo cerrada 75 años y que recuperaron con el concepto de una pulpería y donde venden productos locales y agroecológicos que ellos mismos producen. “Nuestro sueño la gente quiera volver a vivir en el campo”, dice Sergio Lavagino.
La Posta fue un paraje con más de 20 familias en la primera mitad del siglo XX. Por el camino real que pasa frente al señorial edificio de más de un siglo, pasaban las carretas con seis u ocho caballos que hacían el trayecto Junín Chivilcoy. “Hacían el cambio de caballos y recuperaban fuerza tomando algún potrillo de vino carlón”, señala Sergio.
Sus abuelos fueron los dueños, pero en 1946 el hacedor, don Atilio Juan, falleció y la posta cerró, y quedó como depósito rural. “Acá nacimos las tres generaciones que la recuperamos”, argumenta. Se unieron para destrabar el maleficio y a pesar de que ya no existen carretas, La Posta es la última presencia humana en un vasto universo de tierra, vacas y cereal.
“Se me ocurrió que podría volver a vivir, no podía ser que un lugar donde había pasado tanta vida dejara de tenerla”, dice Maribel, la menor de este grupo familiar. Siempre le gustó el campo, y a pesar de ser una millennial y licenciada en administración de empresas agrarias, sus prioridades se establecieron en limpiar la posta durante más de un año, baldear el piso “por lo menos mil veces” y hacer todo esto en tiempos de cuarentena estricta. La familia argüía pretextos para salir de su casa en Chacabuco, a 10 kilómetros, para trabajar en la puesta a punto de este sueño intergeneracional.
“Los ciclistas siempre paraban a buscar algo de agua y me pedían comida”, cuenta Maribel. Aquello encendió la alarma. Se le ocurrió festejar en el 2021 su cumpleaños, sus 30, y con el salón ya reciclado, al apagar las luces y despedir a los invitados, junto a su abuela y padre sintieron una llamada. “Nos corrió una emoción muy grande, el abuelo nos habló y supimos que era el momento”, cuenta Sergio.
La idea tuvo que madurar un año más y recién en noviembre de 2022 las puertas de La Posta volvieron a abrir. “Queremos enviar un mensaje: que es posible todavía cumplir sueños y que también se pueden producir alimentos sanos”, asegura Sergio.
En un terreno de 30 hectáreas siembran trigo sin herbicidas. Muelen el grano y producen harina agroecológica. Las estanterías del almacén, además de tener fetiches de otros tiempos, botellas inmortales, vajilla o elementos del siglo pasado, también tienen paquetes de esta harina y de miel orgánica. “La Posta es más que una pulpería que reabre, es un estilo de vida”, asegura Sergio.
“La idea de traer abejas tiene que ver con devolverle vida a una tierra castigada por el exceso de cultivos intensivos –señala Martín Salvador, amigo de la familia que acompaña la épica rural–. Mi padre me traía a comer asados cuando era niño y me contaba historias de cuando estaba abierto, es un milagro formar parte de este renacimiento”.
Los cambios de vida son necesarios para doblar destinos que parecen inamovibles. La Posta ya sentenciaba su fin a ser una tapera, pero la familia Lavagnino más Salvador detuvieron ese desenlace. “Hace 20 años dejé mi trabajo formal y me dediqué a la apicultura”, señala.
“Cuando salía de mi trabajo, no iba a casa a descansar, sino que venía para limpiar”, confiesa Maribel en la misma línea. Lo mismo su padre y su abuela, Elsa. “El dinero está en un segundo plano en estos proyectos, acá hay vida y mucho cariño por una historia”, comenta esta última.
Detenido en el tiempo
“No queremos hacer nada complicado, la propuesta es sencilla, no somos cocineros ni especialistas en gastronomía, somos una familia que quiso recuperar un almacén”, señala Maribel.
Los ciclistas suplantan a las carretas; el camino real es muy frecuentado por ellos, quienes son los actuales moradores de los caminos rurales que los fines de semana se aventuran por estas huellas donde se aplomó la ruralidad del siglo XX. “Les hacemos picadas y cuando nos piden, asado, lechón o cordero”, cuenta. No es poco en una tierra con sobrados pergaminos en esta materia.
“La mejor carne”, así lo señala un cartel en el acceso a Chacabuco. Sus embutidos, quesos y salazones son también de gran calidad.
Molinos Chacabuco produce harina hace 117 años, premiada en distintos concursos en todo el mundo, y es la industria que más trabajo ocasiona para la localidad, una de las más importantes del interior de la provincia de Buenos Aires. Cada familia tiene tradición de hacer sus propias facturas de cerdo y tener su huerta. Esos sabores se trasladan en la mesa de La Posta. “Ofrecemos productos hechos por productores que conocemos”, asegura Sergio.
Las historias de La Posta suman a la experiencia de entrar a un lugar que estuvo 75 años detenido en el tiempo. Fundada en 1886, a un costado del edificio existió una vieja pulpería, un anexo al almacén de ramos generales. Durante la noche, el camino real se cerraba con una cadena que lo cruzaba, cancelando la chance de transitarlo. “No estaba permitido pasar por la noche”, dice Sergio.
Un peral que está en la fachada siempre concentró la atención de los viajeros. “Mi abuela me decía que tenía una energía especial, y aquel que pasaba, paraba para tocarlo”, cuenta.
Todavía está en pie, y durante los trabajos de recuperación los integrantes de la familia, continuaron con esta tradición. “Tiene una energía muy positiva”, afirma Sergio. Algunos años, da peras, pero no en forma regular. “Es un árbol especial”, resume.
Desde su reapertura, de viernes a domingo, reciben visitas, y cada vez son más. El boca a boca es la estrategia de marketing que funciona en estas viejas pulperías. Principalmente llegan aventureros de la ciudad de Buenos Aires, y de localidades vecinas. La señal telefónica e internet desaparece en estos caminos, pero aún así, son los más deseados, la desconexión se anhela. La aventura es participar de una experiencia emocionante. “Está todo en su lugar, no hemos cambiado nada”, afirma Maribel. El piso, las paredes, estanterías y el techo, se conservan con la misma solemnidad con la que fueron hechos a fines del siglo XIX.
Cinco, acaso seis mesas son las que se ven en el salón. “No queremos trabajar para muchas personas, no nos interesa”, afirma Sergio. La sencillez y la personalización de la propuesta es el imán que más atrae. “No es un restaurante, es un lugar de encuentro, como fueron las pulperías”, cuenta Maribel.
Las ventanas muestran el camino de tierra que supo ser uno de los más transitados de la zona. La Posta dio nombre al paraje, hoy ya no quedan puesteros con sus familias, el campo está vacío de población. “Queremos regenerar”, resume Salvador. Sus abejas y su milenaria acción de trasladar vida simbolizan esta nueva versión de este boliche que pretende regresar a la época en donde el trabajo manual era la herramienta más importante y el tiempo transcurría lentamente.
“Cuando era niña cantaba debajo del mostrador para los gauchos que venían a jugar a las cartas –recuerda Elsa–. Ahora las cosas vuelven a ser como antes, la gente busca las pulperías y los viejos almacenes”.
Chacabuco tuvo una gran tradición de boliches de campo, pero no han perdurado y ninguno de ellos queda en pie. “La Posta es la única”, reconoce Sergio. “Somos la resistencia, este es un lugar de esperanza”, resume Salvador.
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