¿Quién quiere alcanzar el nirvana?
En un monasterio budista, en el sur de Rusia, florece el árbol sagrado de Siddharta y permanece sentado, en posición de loto, un monje cuyo cadáver no se pudrió en 90 años.
En la Datsan Ivolginsky, un monasterio budista formado por siete templos, hay una casa blanca y cuadrada, de techos ornamentados, que ha sido construida para proteger la higuera que crece adentro, detrás de sus ventanas. Esa higuera no es cualquier árbol, sino un árbol divino, descendiente en quinta generación del bodhi bajo el cual Buda, antes de ser un buda, se sentó a meditar para alcanzar la iluminación.
“Como biólogo, pienso que lo más interesante es que el genoma de este árbol es el mismo que el del árbol original”, dice Valery Kozakov, un lama de la Datsan Ivolginsky que podría haber continuado con su carrera en Biología pero que eligió el camino de la religión. “Este organismo y el organismo bajo el cual Buda alcanzó su iluminación son el mismo organismo”.
Según la historia, aquello ocurrió en el siglo V antes de Cristo, en la ciudad india de Bodh Gaya. Luego, los seguidores de Buda tomaron ramas, hojas y semillas de esa higuera, y las plantaron lejos, y esos nuevos árboles, a su vez, dieron más ramas, más hojas y más semillas que fueron tomadas por otros seguidores, y de éstas surgieron más árboles, y más seguidores.
Por fin, en la década de 1910, Lama Dashi-Dorzho Itigilov, el jefe de los budistas rusos, consiguió su descendiente del tronco de Buda y lo plantó en San Petersburgo. Lo que Lama Itigilov no sabía era que él mismo iba a compartir con la higuera su propia eternidad, juntos en un sitio lejano y, como ella, él también alcanzaría una forma de vida superadora del tiempo.
La Datsan Ivolginsky está en las afueras de la ciudad de Ulan-Ude, en el sur de Rusia, a unos 4.000 kilómetros de Moscú. A dos horas de la frontera con Mongolia, este monasterio budista convive con una fábrica de helicópteros de guerra y con una plaza donde se alza la estatua de Lenin más grande del mundo, una majestuosa cabeza calva de cuatro metros.
Valery Kozakov camina bajo el sol abrasador que hoy ilumina este rincón de Siberia y recorre la Datsan Ivolginsky sin dejar de echar a girar cada una de las ruedas de plegaria con las que se topa. Las ruedas son como perinolas gigantes, de madera y metal, labradas con las inscripciones del mantra om-mani-padme-hum: hacerlas girar es otro modo de recitar la plegaria.
“El mantra significa algo así como: ‘Dejad que el loto crezca’”, dice Kozakov. “De una semilla, que sólo puede germinar en una situación de oxígeno bajo, en lo profundo del agua, crece el loto. Que luego sube y se abre fuera del agua. Es como nuestra mente: en lo profundo están los miedos, las ignorancias y los vicios; y cuando empiezas a meditar, la mente viaja a nuevas regiones”.
Kozakov nació en Perm, al oeste de los Urales, y es uno de los pocos lamas de ascendencia europea en esta datsan en la que los rostros más comunes son de ojos rasgados y tez morena: buriatianos y mongoles.
“‘Dejad que el loto crezca’ es un deseo para todas las criaturas vivientes, incluso para los demonios y los dioses vagos”, sigue. “Es un deseo de iluminación”.
Desde Perm, Kozakov viajó primero a San Petersburgo, donde con cierta curiosidad probó el camino del budismo, y un maestro le aconsejó venir a Ulan-Ude y empezar a estudiar en serio. Pero Kozakov le dijo: “Usted no me entiende, yo no quiero ser un lama. Soy un hombre absolutamente occidental”. El maestro insistió. Y como Kozakov siempre había pensado de un modo relativista y amplio, un poco al estilo budista (aún antes de saber de qué había hablado Buda), al final aceptó.
“El yogi recita los mantras, uno por uno, para formular su deseo de iluminación para todas las criaturas vivientes”, dice ahora. “A través de los mantras busca conocer algo extraordinario. Si los hechos extraordinarios nos rodean,¿por qué no los vemos? Porque estamos presos de nuestro ego. Cuando ves o escuchas algo, tu mente lo adecúa a tu ego; discrimina lo que necesita y lo que no. Así, tomamos una pequeña parte de la realidad, que es la que podemos entender”.
Kozakov camina y esquiva a algunas personas, que también hacen girar las ruedas: la Datsan Ivolginsky es visitada por rusos y chinos. Los mongoles, que desde 2015 ya no necesitan un visado para cruzar la frontera, también llegan en multitud. “Si tu mente empieza a accionar de un modo no individual, puede aprehender la realidad tal como es”, sigue. “No se trata de pensar en los demás, sino de dejar de especular con los beneficios propios. Y luego, entender los diferentes fenómenos que todo el tiempo estuvieron cerca. Al principio, tu mente te dice que es todo una ficción, pero el yogi gana la iluminación cuando entiende todos los hechos del mundo y todas sus conexiones”.
Kozakov llegó a la Datsan Ivolginsky en 2010, cuando vino a estudiar en la universidad que funciona aquí, a la que asisten 140 estudiantes. Él era uno de los 16 rusos blancos que en aquel momento querían convertirse en lamas y fue el único que quedó en pie luego del primer examen. Ahora se despierta todos los días a las 6 de la mañana y vive de la caridad de los turistas: hoy acaba de recibir una bolsa con queso y fruta. Pero no se preocupa; es austero y cuanto menos piense en lo que no tiene, más elevará su mente.
“Todo se trata de las condiciones mentales”, dice.
Los mantras y las lecciones hablan de pensamientos y de estados de ánimo. Armonía, placer y paz. Tormento, ignorancia y vicio. “En el budismo, un dios no es lo mismo que en el cristianismo. Un dios es una condición mental”.
El primer templo del monasterio fue construido en 1945 con la aprobación de Joseph Stalin. Durante muchos años, el budismo había sido clandestino en la Unión Soviética: cientos de lamas habían sido ejecutados y 46 santuarios habían sido destruidos. Pero luego de la Segunda Guerra Mundial pareció soplar la brisa liberal de la victoria. “La espiritualidad está enraizada profundamente en el ser humano; de otro modo no me explicó cómo pudo haber ocurrido que se construyera esta datsan bajo la mirada de Stalin”, dijo el Dalai Lama, en una visita a Ulan-Ude.
Los templos de esta ciudadela están consagrados a las distintas ideas de Buda; y su arquitectura buriatiana y tibetana, colorida y barroca, es de por sí un manifiesto visual. Hacia la década de 1970, su importancia era tal que el árbol sagrado de Buda fue transplantado aquí.
El edificio principal es el templo de la reunión, o Tsogchen Dugan, en el que pueden congregarse mil lamas. Ha sido construido a semejanza de un mandala y está protegido por doce leones de piedra. Tiene tres pisos: en el primero hay un gran altar a Siddharta Gautama –el futuro Buda–, las paredes lucen otros mil budas y se reserva un trono al Dalai Lama en el que nadie más puede sentarse. En el segundo piso hay habitaciones y textos sagrados; y en el tercero, un espacio para la meditación prolongada.
Kozakov pasó por dos meditaciones, cada una de tres meses. “Meditaba desde el comienzo del día hasta el final”, dice. “Casi no me movía. Alguien me alcanzaba la comida. Llegué a estados de conciencia muy profundos. Pero eso no es nada: ha habido lamas que meditaron durante 40 años seguidos”.
No muy lejos, en un templo de psicodélicos verdes, celestes y rojos, permanece Dashi-Dorzho Itigilov, el lama superior que trajo el árbol de Buda a Rusia. Itigilov sintió que su muerte era inminente en 1927, y falleció meditando y sentado en posición de loto. Desde entonces, ha quedado así. Su cadáver casi no se descompuso: para muchos, es el equivalente budista a un milagro y dicen que no murió, sino que alcanzó el estado de nirvana. La paz final en la que ya no hay tormentos ni necesidades.
De algún modo, quizás él también haya estado meditando todos estos años.
Sentado detrás de una vitrina, ahora Lama Itigilov está cubierto con una túnica anaranjada. En su templo todo es silencio y sombra. Su rostro, de piel brillosa y dorada, no tiene ojos. Se parece a Lenin, que fue su contemporáneo y que en este mismo momento también está en exhibición en un mausoleo en Moscú. Pero, a diferencia de Lenin, Lama Itigilov no ha sido embalsamado y no es custodiado por una brigada de policías, sino por un único monje sigiloso. Quizás por eso, pero más que nada por su sencilla quietud, el lama muerto transmite calidez. Algunos dicen que al verlo hay que pedir un deseo.
Itigilov les indicó a sus discípulos que, luego de enterrarlo en una caja de cedro, revisaran su cuerpo cada 30 años. En 1955 lo exhumaron por primera vez: fascinados, descubrieron que el cuerpo no se había descompuesto, pero eran los tiempos duros y racionalistas de la Unión Soviética y no se animaron a dar una noticia tan asombrosa. Volvió a ocurrir lo mismo en 1973, cuando, antes de regresar a Itigilov a la tierra, le echaron algo de sal para eliminar la posible humedad.
En 2002 llegó el momento de un nuevo encuentro. Cuatro monjes pasaron toda la noche orando y quemando incienso al lado de la caja de cedro, y a la mañana siguiente, cuando se presentó un forense, la abrieron. Lama Itigilov seguía como siempre. Su cuerpo contenía todos los órganos, resecados, y aunque la sal había carcomido una parte de su rostro, el forense quedó shockeado porque sus articulaciones eran flexibles y sus tejidos estaban blandos. Los monjes le hablaron del nirvana, pero el forense no quiso continuar y se fue. Ellos decidieron llevar a Lama Itigilov a la Datsan Ivolginsky, y ya no volver a enterrarlo.
En la foto que se tomaron con él, se los ve serios pero emocionados.
“Lo que ocurrió después fue muy interesante”, dice Kozakov. “Lama Itigilov no está vivo, por supuesto, pero las condiciones de su cuerpo muerto han vuelto a la normalidad luego de cuatro años sin sal. Se ha regenerado”.
Su temperatura corporal se mantiene entre 18 y 20 grados. A veces, sube a 34. Nadie lo puede explicar. Ni siquiera el Dalai Lama, que estuvo con él cara a cara y prefirió guardar silencio.
“No sé si alcanzó el nirvana o no. Quizás sí, o quizás está muy cerca”, dice Kozakov.
En abril de 2013, el Presidente Vladimir Putin visitó el monasterio y pasó un tiempo a solas con Lama Itigilov. Luego se reunió con los monjes y recorrió los templos. Antes de marcharse, volvió a ver a Lama Itigilov para a decirle, con todo respeto, adiós.