Quién era Ignacio Lucero: sobrevivió a un infarto en el techo del mundo y el “ángel” que lo sacó adelante
El guía mendocino, con más de 30 años de experiencia, es uno de los andinistas argentinos que murió en el cerro Marmolejo, en Chile
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SAN CARLOS DE BARILOCHE.– Con más de 45 cumbres en el Aconcagua y varias expediciones a los Himalayas, Ignacio Javier Lucero eligió estar en el techo del mundo y también decidió bajar de allí para sobrevivir. Fue en 2011 cuando, a 7700 msnm, en el cerro Manaslu (8163 msnm), lo sorprendió un infarto. En “la montaña de los espíritus” de Nepal, Lucero supo que nadie podría ayudarlo: durante casi tres días y con hipoxia cerebral, descendió solo hasta el campamento base.
Al límite, logró llegar a Katmandú, donde lo operaron. Y luego sufrió un ACV: “Quedé sin nada. Tenía las dos lesiones más grandes que un ser vivo puede tener, en la cabeza y el corazón. Me tenía que reconfigurar”, contó en 2012 el guía de montaña en una charla TEDx.
Ayer, el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres de Chile (Senapred) confirmó la muerte de tres andinistas argentinos que se encontraban desaparecidos en el Cerro Marmolejo: uno de ellos era Ignacio Lucero.
Con más de 30 años de experiencia, Lucero solía decir que su juego se había modificado a partir de aquella experiencia. Antes, su placer estaba en subir montañas (“donde está la comida de los dioses”), buscar sus límites, explorar su cuerpo y su mente. “Mis elecciones en la vida fueron narcisistas. Hoy mi nuevo camino es el encuentro con el otro, ese es mi desafío”, afirmaba.
El guía mendocino que también era profesor de literatura tuvo que volver a aprender a hablar y a caminar. La recuperación fue larga pero tuvo “un ángel”, como Lucero definía a su perro Oro, que también era guía.
Entrenado como rescatista, Oro asistió a Lucero en su rehabilitación: al principio, le marcaba cuándo tomar su medicación, mientras que cuando estaban juntos en la montaña le indicaba los tiempos de descanso, los momentos de hidratación y el fin de las jornadas.
Oro había estado seis meses viviendo en la calle y un día se instaló en la puerta de la casa de Lucero. El perro tenía dueños –dos niños del barrio–, que aceptaron la nueva vida de Oro. La dupla se volvió inseparable: compartían transportes públicos, medios de elevación en centros de esquí, así como viajes en avión, en moto y en parapente.
Acompañante emocional
Lucero había incluso certificado a su “acompañante emocional” en Buenos Aires y Oro tenía un chip para poder acompañarlo en sus periplos por otros continentes. Juntos hicieron varias cumbres del Aconcagua (6961 msnm), entre otros cerros.
“Oro era muy social en la montaña, pero bastaba un chiflido de Nacho y partía corriendo donde estaba su amo. Era un tremendo perro guía. Siempre andaban juntos”, recuerda Miguel Infante García, un guía de montaña chileno que coincidió muchas veces con ambos.
El perro –el primer can de trabajo en el Aconcagua– era el que “empujaba” cuesta arriba. Entrenado para tirar a través de un arnés, Oro le daba la energía que Nacho necesitaba para subir, tanto cuando hacía andinismo como cuando practicaba esquí de travesía. El perro guía usaba mochila, botas dobles para nieve y crampones.
“Sin Oro, yo sería casi un discapacitado. Con él soy superpoderoso. Tengo otra velocidad, otra fuerza, otra potencia, otros sentidos, porque tengo el alcance de su vista y su olfato. Nos potenciamos. Un día, mi sobrina me preguntó cómo se llamaba e inconscientemente dije: ‘Oro’. Y está bien ese nombre, por su pelaje y por la relación conmigo”, contó Lucero en 2017, durante una entrevista televisiva.
Oro murió en noviembre de 2020. “Nos hicimos tanto bien. ¡Mi compañero!”, escribió Lucero en su perfil de Instagram. Al año siguiente, nacería Salvador, el hijo de Nacho, a quien definía como su “samurái”.
En 2019, Lucero volvería a los Himalayas, donde logró hacer cumbre en el Gasherbrum II, de 8035 msnm. Fue su mayor cima y lo hizo sin oxígeno suplementario.
En 2021 realizó una expedición en solitario al Broad Peak (8051 msnm) y el año pasado volvió al Manaslu, en Nepal, el lugar “del antes y el después” en su vida. “El placer de un libro no está solamente en la última palabra, sino en el tránsito. Una montaña se lee, se construye y se planifica”, reflexionaba.
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