¿Quién cuida al que cuida? Aumentan las carpetas psiquiátricas en los equipos de salud
Los profesionales de áreas críticas muestran problemas como estar hiper alertas y sufrir mayor irritabilidad y déficit de atención. Expertos piden “empatía” a la sociedad
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CÓRDOBA.- Angustia, impotencia, cansancio, sentimiento de frustración y miedo son los conceptos más repetidos por profesionales de unidades de terapias intensivas (UTI) que entrevistó LA NACIÓN. Esas emociones se mezclan con la dificultad y resistencia a nivel general de acceder a ayuda psicológica. Reconocen que les “cuesta” pedir asistencia porque entienden que están entrenados para no sucumbir ante la muerte y la enfermedad.
En los primeros meses de la pandemia, Matías Guymas se desempeñó en el hospital de Tartagal, a 400 kilómetros de la ciudad de Salta: “Fue muy complicado, no teníamos los recursos, poca información de la enfermedad, mucha gente nueva. En mis 12 años de experiencia nunca vi tantos muertos, jóvenes, viejos, con enfermedades anteriores, sin ninguna. Fue terrible”.
Con diabetes y sobrepeso, Guymas decidió no pedir carpeta médica aunque confiesa a este diario que varias veces pensó “si tenía sentido el esfuerzo”. Lamenta la falta de contención. “En Tartagal había muchas licencias por riesgo y eso nos dejaba a la deriva, hacíamos lo que podíamos”, repasa. Ahora está a cargo del mayor vacunatorio de la ciudad de Salta, donde trabaja de lunes a lunes y enfrenta otras cuestiones como es la presión por las segundas dosis.
¿Quién cuida a los que cuidan? La pregunta se torna más crucial en esta coyuntura pandémica, con equipos de salud agotados. Al burn out (síndrome de desgaste laboral), que desde siempre sufren los profesionales de áreas críticas, se suman síntomas que los especialistas definen como del estadio previo a la patología: hiper alerta, enojo, irritabilidad, déficit de atención. “Todo eso es una bomba de tiempo. Si se desactiva baja, pero acá no se puede frenar”, define ante LA NACIÓN Silvia Bentolila, médica psiquiatra y sanitarista, especialista en la gestión de salud mental en emergencias y desastre.
Advierte que los profesionales de la salud registran, desde hace muchos años, dos veces la tasa depresión de la sociedad en general y tres veces la de ansiedad, pero enfatiza que están “muy mal; se funciona con el tanque se reserva y lo que viene después es el colapso”.
Terapista desde hace 15 años, director del área crítica de un hospital nacional en Córdoba y a cargo de la gestión del área de una clínica, Hugo Fernández comenta el cansancio “físico y emocional” acumulado. “El temor y la inseguridad por la posibilidad de contagio fue disminuyendo porque tenemos más datos, más certezas, pero hay hasta un desgaste propio del tener que prepararse, vestirse, controlar todo. Está la presión emocional; todo es largo”, apunta.
Cree que la sobreinformación genera inquietud en el propio círculo familiar: “Los casos que vemos son los peores, no tengo relación con mis amigos hace 18 meses, estamos en alerta incluso en las terapias blancas, donde nos vestimos igual y esperamos que llegue el PCR; es una tensión constante”.
Miedos
En la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva (SATI) el Comité de Bioética creó un programa de atención gratuita para todos sus asociados. Su responsable, María Haydee Canteli, también integrante de la Sociedad Argentina de Psicoanálisis, confiesa que esperaban verse superados por la demanda, lo que no se dio. La preferencia es la consulta con profesionales conocidos, de confianza; sí recibieron más inquietudes de jefes de servicios interesados en sumar herramientas para conducir a su gente.
“Hay deterioro de enfermedades crónicas de la profesión; testimonios muy dolorosos de abandono de la profesión -describe-. Este tiempo marcó una altísima complicación para lo emocional; es la primera vez que hay miedo a contraer la enfermedad a contagiar a compañeros y a la familia. Provocó una situación de descompensación que se fue profundizando”. Este año ya se registran “secuelas en la salud física; el freno que no se puso a tiempo ahora se impone forzadamente”.
Daniel Ramos lleva 15 años como enfermero de UTI; trabaja en un hospital público de Villa Lugano y en un sanatorio privado. Nunca antes vio “tantas muertes; se acumulan las sensaciones de impotencia, de fracaso”. Acostumbrado a trabajar con gente en alto riesgo de muerte, en muchas intubaciones no pudo reprimir “ataques de angustia”. Recuerda la charla con el padre de una chica con discapacidad: “La mamá había muerto hace dos años y le quedaba solo él, cuando fui a ponerle el respirador fue muy duro”.
David Cardozo Leanes, secretario de la Sociedad Argentina de Enfermería y psicólogo, señala que crecen las carpetas psiquiátricas por ataques de pánico o agarofobia: “Al trabajo hay que sumarle pérdidas familiares y compañero. El vacío se tapó con trabajo, pero empieza a verse; hoy todavía la sintomatología clínica está oculta pero cuando se despeje habrá más problemas, es como desmalezar y encontrar cosas abajo”.
A Bentolila le parece acertada esa metáfora. Estos equipos son un grupo de riesgo por lo que hacen: “Vivimos como si la muerte no existiera y ellos le ponen el cuerpo y las emociones, su tarea cotidiana es enfrentar lo que los demás evitamos y hacerlo no es gratis. La comunidad tiene la expectativa de cura y ese factor impacta y hace que el desgaste sea mayor por la necesidad de ser eficientes, de ser exitosos aún cuando, desde lo racional, sabemos que no se puede. No es un fracaso no sanar a todos porque eso es creer que la muerte no existe”.
Emergentes de la tensión
Daniela Olmos es terapista en un hospital municipal de Córdoba, destaca el trabajo de la SATI con el conversatorio y una aplicación de monitoreo y contención y coincide en que es difícil acercar a los profesionales: “A veces nos creemos más duros y no acudimos a buscar ayuda”. Advierte que las camas UTI que se aumentaron no “se bajarán y el personal es el mismo, tenemos agotamiento y mucha responsabilidad”.
El psiquiatra Antonio Ávalos ratifica el panorama “muy complejo” porque la pandemia de coronavirus potenció y agravó la tensión habitual de estos equipos críticos. “Ya es un estrés grave y crónico con momentos de estrés agudo -plantea-. Todo es incertidumbre y no hay descanso ni posibilidad de apartamiento del estrés”.
Belén Sirafi es terapista hace ocho años en un hospital provincial de La Rioja: “Estamos acostumbrados a manejar el estrés, pero se complicó mucho. Sentimos más impacto emocional que antes, tal vez, manejábamos mejor. Vemos internadas familias enteras, gente conocida, amigos, compañeros. Los recibimos y hablan de sus angustias, de sus miedos a morir. Siempre dar informes de terapia es difícil, pero ahora empeoró porque los pacientes no se pueden ver, no se pueden despedir. Hay que tratar de contener a la familia”. A todo eso se le adiciona -como enfatizan todos sus colegas- que los terapistas son “pocos, escasos”.
Cantelli y Bentolila coinciden en que el incremento de la irritabilidad impacta en los equipos de trabajo y en las familias. “Se arman grietas con las que también hay que lidiar, todos están agotados y crece la responsabilidad del jefe y del abordaje institucionalidad que se da para evitar mayores problemas. Hay que actuar para evitar decisiones de alejamiento de la profesión porque sería una pérdida de un capital valioso”, sostiene Cantelli.
Para Ávalos el abordaje debe ser integral, pero confiesa que las puertas habituales de salida -redes de contención, actividades sociales, abrazos, técnicas de relajación- están limitadas. “Hay actividades que recomendamos en terapia y que ahora no se pueden hacer. Hay que pasar la pandemia en pie, la estamos viviendo en tiempo real y buscando ahí las soluciones”.
Eloy Martínez con 16 años de enfermero en UTI en una clínica privada de la Ciudad de Buenos Aires está convencido de que, desde el inicio, todo fue complicado: “La familia se quedaba con temor y también nosotros con el miedo a contagiarnos y a contagiarlos. No solo hay más muertos, sino que debimos prestar el teléfono antes de intubar a una persona para que se despidiera por las dudas y hasta sacar fotos a los muertos porque era el registro para la familia. Hay hasta una despersonalización porque después de todo eso, tomás un café como si no pasara nada”.
Hace casi un año Daniel Gatica, médico de la ciudad salteña de Orán, quien fue agredido físicamente en el hospital donde trabajaba, escribió: “Estoy cansado de tener tres óbitos en una tarde o cinco en una noche y saber que nunca hay cama en terapia, que estamos solos, que no hay que molestar y arreglarse con lo que hay, días y días de guardia en emergencia donde hace más de un mes el oxígeno es un lujo. Me cansé de atar con alambre, de hacer lo imposible”.
Después de eso, dice a LA NACIÓN que se alejó de las guardias de emergencia y está en un centro de salud de la periferia de Orán, además de hacer guardias de piso. Asegura que reorientó prioridades y se dio más tiempo para él: “Es complicado luchar contra las exigencias de los pacientes, pelear con la falta de recursos. Seguimos haciendo magia a costo de nuestra propia salud mental. La gente está cansada, hay pobreza, desgano. Hay que cuidarse y cuidar a los que cuidan, de esto salimos todos juntos”.
Bentolila entiende que es adecuado y oportuno aplicar el concepto “outreach”, la búsqueda activa de los afectados: “Los equipos críticos están entrenados para desconectar las emociones, para no sucumbir a la angustia y ese mecanismo desconecta del propio sufrimiento y se ve como una debilidad pedir ayuda. En las situaciones críticas no hay que esperar que la gente venga a pedir ayuda, hay que ir a buscarla. Tenemos que entender empáticamente lo que le pasa al trabajador de salud como persona, está al rojo vivo”.
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