Quería ser profesor y un viaje en colectivo le cambió la vida: Rogelio López, el chofer de la 152 que conquista a los pasajeros
Con 20 años llegó a la Ciudad de Buenos Aires y nunca se quiso ir; su historia frente al volante y una historia que se hizo viral gracias a un hilo de Twitter
A las cinco de la mañana la Ciudad de Buenos Aires duerme. Es muy temprano y mientras un suave viento frío le da frescura a los pasillos de la capital, el sol alumbra aquellos rincones que todavía se resisten al comienzo del día. Febrero es testigo de las vacaciones de miles de trabajadores y a esa hora las calles están vacías, desoladas. Mientras tanto, en un galpón del barrio de La Boca, Rogelio López, el chofer que se convirtió en viral por su particular manera de encarar su trabajo diario, juega con las llaves del colectivo en la mano. Mira a su querido interno de la Línea 152 y marca en una pequeña oficina el horario de ingreso. La brisa le pega en la cara mientras abre cada una de las ventanillas segundos antes de prender la marcha y comenzar la jornada.
Son exactamente las 6:15 cuando el chofer pone primera y se acerca a la primera parada. “¡Buen día! ¿Cómo estás?”, exclama. Su acento es inconfundible y esa cálida voz hace más ameno el inicio del día. Debajo del barbijo, la primera pasajera devuelve el saludo con una sonrisa. Sus ojos achinados la delatan. “Muy bien”, responde. “¡Qué bueno escuchar que estés bien!”, devuelve él. Tras indicar el destino, Rogelio marca el monto a pagar y ella pasa la tarjeta SUBE por el lector, busca un asiento y pierde su mirada en el paisaje porteño.
La gente sigue entrando y la situación no cambia. A todos los recibe con una sonrisa y un “buen día”. Seguro, si pudiera y la pandemia lo dejara, hasta con un mate. “Mucha gente, estamos teniendo, eh. A full”, reflexiona. Cuando en la parada no hay fila y dentro del colectivo subió hasta el último pasajero, advierte que va a cerrar la puerta y con una risa cómplice arranca nuevamente.
Rogelio López nació en Formosa y tiene casi 55 años. Es hijo de Justo y Elvira y se crió junto a sus otros ocho hermanos trabajando en el campo y ayudando a sus padres en la chacra formoseña. Fue casi al borde del retiro cuando un hilo de Twitter le dio una fama que nunca había buscado. Su simpatía, buena onda y energía siempre fue elogiada por quienes se subieron alguna vez a su 152 querido, pero las redes lograron que hoy haya gente de Venezuela, Colombia y Estados Unidos con ganas de viajar a Argentina y tomarse un colectivo.
“Parece una nave espacial”
Los planes de Rogelio estaban muy lejos de una camisa azul y el gran volante. Corría 1986 cuando terminó el colegio secundario en su provincia natal y viajó a la Ciudad con la idea de estudiar el profesorado de Educación Física o Biología para luego regresar. Su hermano Martín ya estaba instalado hacía tiempo y manejaba un colectivo de la Línea 68. “Subí a ver a mi hermano, era uno de esos 11-14 con todas las luces. Dije: ‘Wow, parece una nave espacial. Yo quiero hacer esto, manejar, trabajar con la gente’”, recordó en diálogo con LA NACION. “Le dije a mi hermano: ‘Por favor ¿Qué puedo hacer? ¿Me podés enseñar?’. Se rió, le insistí y me enseñó a manejar. A los 21 años ya empecé en el transporte y me encantaba... todavía me gusta”, continuó.
En los primeros meses como porteño aprendió el oficio de la construcción. Mientras mira por el espejo retrovisor para ver la capacidad de su colectivo y por el lateral para saber si viene un auto por la derecha, suspira con nostalgia y rememora cómo era su vida años atrás. Los recuerdos van y vienen por su cabeza al mismo tiempo que una joven pasa la SUBE y le pide indicaciones para llegar al Hospital Gutiérrez. Él le explica dónde va a parar y le sonríe. Ella agradece y camina hacia el único asiento que todavía nadie había reclamado.
Rogelio sabía pintar, construir y reparar. Quería ser profesor y dar clases en su Formosa natal. “Cuando me subí al colectivo cambió todo. Empecé en la Línea 68, estuve cinco años y medio; después me fui a otra línea otros tres años y medio y me vine acá... y acá voy a terminar. Es un ambiente familiero, somos un equipo y así se disfruta más el trabajo”, sentenció.
Su papá, la alegría y una idea que marcó la diferencia
La Línea 152 tiene 59 paradas. Sale desde La Boca, en la Avenida Don Pedro de Mendoza 1687; atraviesa toda la Ciudad de Buenos Aires y termina su recorrido en Olivos, en la calle Capitán Justo G. de Bermúdez 3318. Con un trayecto tan largo -y con varios puntos clave- es fácil perderse y pasarse de parada. Pero si se tiene la fortuna de viajar con Rogelio, eso no se convierte en un problema.
“Empecé a cantar las paradas, a veces nos distraemos. Una vez escuché en el subte ‘Siguiente parada...’ y dije: ‘Uh, me bajo’. Pensé que eso podía ayudar. Hace siete años que aviso”, destaca mientras se ríe a carcajadas. Faltan pocos metros para llegar a la siguiente parada y López ya sabe qué tiene que hacer. Mira por el espejo retrovisor a ver si hay algún despistado, toma todo el aire que el barbijo le permite tomar y grita: “¡Terminal Retiro!”.
La gente se lo agradece. Algunos pocos lo saludan antes de bajarse y a muchos tantos se les nota la sonrisa que esconde un “me salvaste”. Cuando el colectivo se llena, hasta que no se descomprima la gente no puede seguir subiendo. Pero no todos parecen entenderlo. Cuando Rogelio frena en la Avenida Independencia, abre la puerta de atrás para que baje la gente pero no suba nadie más. Una mujer rubia, en musculosa y calzas negras le da dos golpecitos a la puerta. Al ver que no va a subir, corre hasta el medio del vehículo y sube por la puerta abierta.
A los empujones se acerca al chofer y le pide que le cobren. De mala gana y con cara de pocos amigos, indica a qué parada va y entre rezongos vuelve a perderse en la multitud. Rogelio, con 54 años, ya vivió muchas situaciones así -incluso hasta peores-. Un mal modo no lo hace perder la risa y la alegría. Tararea mientras acelera, sonríe un poco más y sigue.
“Yo siempre fui así, mi papá era así muy alegre. Cuando murió vino un montón de gente, era muy querido... Trataba muy bien a todos y eso le hace bien a ellos y a uno mismo”, recordó en diálogo con este medio. Su voz cambió un poco y cuando habló de Don Julio, su padre, le empezaron a brillar los ojos. Su papá le enseñó a ser “un hombre de familia”, como él mismo explica, a valorar el trabajo y a “trabajar para la familia”. Hoy, pese a haberlo perdido cuando tenía tan solo 12 años, lo honra desde su lugar. Con la sonrisa de las seis de la mañana y con el “hasta mañana” antes de ir a dormir.
“¡La amiga que iba al Hospital Gutiérrez! Es acá a la izquierda, tenés que caminar cuatro cuadras...”, le avisa.
Queda poco...
Su nombre se hizo conocido en febrero de 2022, a tan solo ocho meses de tener que jubilarse. Los choferes de colectivo se retiran a los 55 años y él tiene 54. Orgulloso de lo logrado y la confianza de la empresa para con él, admite que -si se lo piden- se queda un tiempo más arriba del 152.
Desde que empezó con 21 años y hasta hoy, nunca tuvo un accidente de tránsito pero si vivió dos duros hechos de inseguridad. El primero, en 1992: le robaron lo recaudado en billetes cuando todavía se cortaba boleto. A punta de pistola, el último pasajero de la jornada se llevó hasta cada moneda. El segundo llegó tiempo después y fue más duro. También a punta de pistola, lo obligaron a apagar las luces del colectivo y manejar a un área fuera del recorrido; lo hicieron bajar y se llevaron el vehículo para romper la máquina de monedas e irse con el botín.
“Mi patrón siempre me dijo: ‘Rogelio, el día que te roben... dale la plata. Tu vida es importante para mí'. Eso me ayudó cuando se presentó la situación y es lo que le digo a mis hijos. La vida es importante. Si llega a pasar eso ¿Qué vas a hacer? ¿Perder la vida?”, reflexionó.
Hoy Rogelio está casado con su “Marinita”, una mujer que conoció en Paraguay y, en una época donde la comunicación era difícil, logró contactarla, reencontrarse en la Argentina y casarse. Tiene cuatro hijos; dos mujeres fruto de la primera relación de su esposa y dos varones, Pablo y Fernando. Cuando sus días en las calles porteñas terminen y el colectivo no sea más su trabajo, va a ayudar a su hijo Pablo con un emprendimiento para el cual ya se están preparando pero siempre con la misma energía que hasta ahora lo caracterizó.
“Quiero seguir siendo así, buscando la manera de estar bien y ayudar”, precisó. Feliz porque su hijo se capacitó y quiere trabajar, el chofer de la 152 disfruta sus últimos meses arriba del volante, tiene una cuenta de TikTok y está más feliz que nunca.