“¿Qué cosa hemos visto, Stefano?”
Y finalmente la carroza no se transformó en calabaza. Durante un mes los argentinos vivimos conteniendo la respiración, ilusionados, pero aterrados de que el cuento de hadas que estábamos viviendo con nuestro futbolista máximo se diera de bruces con la realidad. Para cualquier persona con sentido común y buen gusto futbolístico, la trayectoria de Messi hasta el año pasado era suficiente como para considerarlo uno de los tres grandes jugadores de la historia, junto a Pelé y Maradona. El hecho inédito de que su excelencia se hubiera mantenido a lo largo de década y media, probablemente, le hacía sacar una luz de ventaja sobre sus dos compañeros de podio, con carreras más cortas y alternadas por lesiones y problemas personales. Sin embargo, el capitán de la selección sentía que, sin la obtención de una Copa del Mundo, su pertenencia a esa mesa exclusiva iba a estar siempre ensombrecida.
Así, con 35 años y una carrera que empezaba a mostrar naturales signos de declive, comenzó a transitar un último esfuerzo para un objetivo enormemente improbable. Recordemos que, por ejemplo, en la última entrega del Balón de Oro, que consagra al mejor jugador de la temporada, Messi, justa o injustamente, no ingresó en la lista de treinta preseleccionados. Desde ese lugar, Leo comenzó a andar el camino del héroe.
Los argentinos simulamos por un tiempo que con la conquista de la Copa América en 2021, venciendo a Brasil en el mismísimo Maracaná, había alcanzado y que todas las deudas de y con Messi estaban saldadas: maradonianos y messiánicos de la primera hora convivíamos sin más problemas en la común admiración del jugador ahora legendario.
Sin embargo, el genial rosarino está hecho de un espíritu competitivo que no es el de las personas comunes y comenzó a construir la ilusión de que ganar un campeonato mundial, con Brasil desbordando de estrellas y las potencias europeas en un nivel superlativo, no era imposible. La idea se fue haciendo carne en sus compatriotas. La canción de moda lo dice muy bien: “Ahora, nos volvimos a ilusionar”, su línea más franca y menos demagógica que, como dijo una amiga, “nos expuso en toda nuestra vulnerabilidad”. Nos volvimos a ilusionar y con la ilusión vino el terror.
A partir del gol contra México, que abrió un partido en el que Argentina en el primer tiempo extendía el horror del inaugural contra Arabia Saudita, Messi fue redondeando un Mundial perfecto, con actuaciones descollantes, jugadas nuevas dentro de su infinito repertorio y haciendo crecer al equipo alrededor suyo partido a partido. Si se recordaba, por ejemplo, que nunca había hecho goles en las fases eliminatorias de los mundiales, se convirtió en el primer jugador de la historia en marcar en octavos, cuartos, semifinal y final. Cada partido era un récord nuevo y crecía la certeza de que esta vez sí lo iba a conseguir.
Lo que Leo fue haciendo en cada uno de esos partidos hizo que se gastaran las palabras y los adjetivos. Luego del inspirado relato de Víctor Hugo Morales del gol de Maradona contra los ingleses en 1986, relato que conocemos de memoria, los relatores y comentaristas se sienten obligados a la retórica y a la hipérbole ingeniosa. Tuvo que ser un italiano el que, renunciando a la poesía, o quizá, refugiándose en ella, se confesara impotente para describir el pase mágico de Messi a Molina contra Holanda para marcar el uno a cero. “¿Qué es lo que hemos visto en este momento?, ¿qué cosa hemos visto, Stefano?”, le dice a su compañero, atónito. Esa pregunta de una persona extasiada ante lo maravilloso demuestra que muchas veces confesar que el lenguaje es insuficiente honra más los hechos que una descripción rebuscada y empalagosa.
A lo largo de este mes inolvidable, Messi interpretó esa historia hollywoodense del héroe casi retirado que se obliga a sí mismo a buscar en una última y riesgosa misión una gloria extra que todavía no había alcanzado. Es una historia maravillosa que solo admite un final feliz: solo un guionista muy cruel puede hacer que su criatura no se lleve el premio final por el cual arriesgó todo. Esa sensación de destino prefijado y de historia con un solo final posible estaba en el ánimo de buena parte del mundo antes de la final. Lo desesperante era entender, esporádicamente, en ráfagas de conciencia, que no existía ese guionista y que el futuro no estaba escrito. Existía la posibilidad de que Messi repitiera esa foto icónica de 2014, mirando la Copa del Mundo en estado de shock, sin poder creer que no la podía tener en sus manos. La ilusión era sostenida, pero interrumpida por relámpagos de miedo.
La increíble final, con sus idas y venidas, con casi 80 minutos haciéndonos pensar que era uno de los triunfos más contundentes de la competencia merced a una actuación colectiva memorable, la aparición como un relámpago del sensacional Mbappé, el infortunio, las vicisitudes del más imprevisible de los deportes, todo eso alimentó la idea de que la realidad, una vez más, nos iba a dejar embargados por una desazón insoportable.
Y, sin embargo, llegó el final, y con el penal de Montiel, la carroza seguía siendo carroza y Messi se vestía de rey.
¿Qué es lo que hemos visto, entonces, Stefano? Ninguna otra cosa que un cuento de hadas convertido en realidad. No faltará quien diga que esta gesta demuestra que si los argentinos nos unimos y nos organizamos somos capaces de grandes conquistas, etc. Messi no hizo esta hazaña para demostrarnos algo tan trivial y evidente. No se necesita un logro deportivo para saber que es mejor estar ordenados que desordenados, ser claros en nuestros objetivos que turbios, que es mejor para conseguir un logro emplear nuestras mejores artes y trabajar a conciencia. Si no lo sabemos a esta altura, es esa la clave de nuestras desgracias cotidianas. Lo que sí nos demostró Leo es que a veces los sueños se cumplen, que los cuentos de hadas se materializan. Que nuestro destino gris y triste no es obligatorio, que el cinismo y la desesperanza no son inevitables. La gesta de Leo, sencillamente, nos habilita a soñar.
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