Que aprender RCP sea como aprender a leer y escribir
“¡Un médico por favor!”. El grito sobresalió por sobre el resto de los ruidos que acompañaban el viaje del tren San Martín, casi al punto de silenciarlos. Todos dejaron el libro que leían, el diario que ojeaban y la pantalla que miraban. Otros alejaron los auriculares de sus oídos, para dirigir sus miradas hacia esa mujer desesperada que veía como su marido se aflojaba y caía al piso sin poder evitarlo. “¡Un médico por favor!”, repitió, más fuerte y más nerviosa. Las emergencias dejan en evidencia lo poco preparados que estamos para esas situaciones.
La primera en reaccionar fue la una mujer, que pidió que abran las ventanillas. Bien. El San Martín no tiene aire acondicionado, y los ventiladores que servirían para renovar un poco el aire de los vagones permanecen apagados durante el invierno, con independencia de si hace 10 grados o 24. La segunda voz -casi una orden- fue la de un señor, que pidió un poco de agua o de gaseosa. Casi en paralelo alguien preguntó si alguno tenía algo salado, o un caramelo. Y yo -que ya había cerrado el libro que estaba leyendo y miraba por arriba del asiento, a menos de dos metros de distancia- me acerqué mientras me ponía la mochila. Lo saben los choferes, enfermeros, médicos y todos aquellos que trabajan en o con ambulancias: nunca falta el que aprovecha estas situaciones de confusión para manotear un bolso o una billetera.
Habían pasado pocos segundos. Veinte o treinta, no más que eso. El hombre seguía en el piso. Su cuerpo estaba duro, pero sin convulsionar. Movía sus ojos y respiraba. Me miró, le pregunté su nombre y apenas pudo me respondió. “César”, dijo. Levanté la mirada, y a la primera persona que ví le pedí que llame al 911. Alguien ya había apretado el botón que comunica al vagón con la locomotora, pero el parlante saturaba de tal manera que era imposible entender lo que respondían desde el otro lado. La mujer seguía mirando, y el tren frenaba su marcha en la estación Villa Crespo.
El cuerpo de César se aflojó de a poco. Él buscó con sus ojos a su mujer, y después volvió a mirarme. “¿Estás bien?”. “Sí, estoy bien, pero dejame bajar así el tren puede seguir”. Ignoré su pedido y confirmé que respiraba normal mientras se acercaban personas desde los dos extremos del pasillo: uno que venía desde otro vagón y decía ser médico, y los guardias de seguridad del tren, que con una mezcla de urgencia y prepotencia pedían permiso a los gritos. Recién cuando el médico estuvo en contacto con César me paré y me alejé. En ese minuto o dos evité que le conviden agua, Coca Cola y caramelos.
“Aprender RCP debería ser como aprender a leer y escribir”, es una especie de lema entre los instructores que dan los cursos de Resucitación Cardiopulmonar. Recordé esa frase cuando vi que los guardias de seguridad privada lo único que hacían era pedir “circulen, aléjense para que haya aire”. No podían ayudar porque tampoco lo tienen permitido: según informan en el Centro de Atención al Pasajero, el protocolo indica que el personal de seguridad no puede tocar al pasajero. Si bien el protocolo no es público, en el CAP dijeron que tanto ellos como el guarda sólo deben limitarse a llamar al servicio de emergencias, y eso sólo sucederá cuando el tren llegue a la estación. Si está en camino, habrá que esperar.
Pero una sola respuesta no alcanza. En Murata, la empresa de seguridad con la que el Tren San Martín terceriza el servicio de seguridad, confirman que los guardias tienen capacitación en primeros auxilios, pero que el convenio con la empresa (en este caso el ferrocarril, manejado por Trenes Argentinos Operadora Ferroviaria, dependiente del Ministerio de Transporte de la Nación) impide ese tipo de acción. Una simple deducción, casi obvia: ¿no sería bueno aprovechar las capacidades del personal para, en una de esas, salvar una vida? Los manuales de la American Heart Association indican que si se actúa desde el momento cero, la posibilidad de que esa persona sobreviva se duplica o triplica. En paralelo, la llamada Ley de Prevención de Muerte Súbita (Ley 27159) exime de responsabilidad a quienes auxilien a una persona en situación de riesgo de vida, si es que finalmente muere.
“Aprender RCP debería ser como aprender a leer y escribir”. Recordé también esa frase no porque haya tenido que efectuarle RCP a César -estaba consciente, respiraba por sus propios medios y su corazón latía, factores que descartan ese tipo de intervención- sino por lo que me tocó evitar que suceda. El agua, la coca y los caramelos. A veces la diferencia no está en saber o no hacer RCP, sino en saber qué hacer y qué no cuando una persona se desmaya. Porque cuando se aprende RCP no sólo se puede evitar que alguien muera: también que otro (por ignorancia) lo mate.