Por qué volvieron: facturaban US$10.000 por mes en Nueva Zelanda, pero ahora apuestan a un pueblito bonaerense
Viajaron de San Antonio de Areco a Auckland; tras siete años y un buen pasar económico, regresaron al pago chico
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DUGGAN.– “En un momento nos dimos cuenta de que ganábamos más que el Presidente”, dice María Luz Delaflor (31 años). En 2015, con su pareja se fueron a Nueva Zelanda con la idea de cosechar kiwis y, a los dos años, facturaban casi 10.000 dólares por mes. “En la primera semana ya pudimos comprarnos un auto”, recuerda Facundo Esnaola (32 años). Superando barreras idiomáticas y estilos de vida, estuvieron siete años trabajando de aquellas labores que los neozelandeses no hacen. Pero en noviembre pasado regresaron a su pago chico y construyeron una casa que se convierte en hospedaje rural los fines de semana en Duggan, un pequeño pueblo del municipio de San Antonio de Areco, de donde son oriundos.
“En un momento nos miramos y dijimos: somos ricos”, confiesa Esnaola. Nunca había salido de Areco, ni siquiera en vacaciones. Era albañil. “De no poder tener ni una moto, teníamos dos autos y vivíamos en una casa hermosa”, afirma. A los pocos días de llegar a Auckland consiguieron trabajo. “No sabía hablar ni una sola palabra en inglés”, reconoce él. El primer día de trabajo lo fueron a buscar en una combi, y a la salida no sabía cómo regresar al departamento que compartían. “Tuve que usar el traductor de Google para volver en un micro”, cuenta.
“El problema del dinero desaparece y es una pesada carga que no existe –sostiene Delaflor–. Entonces te enfocás en el trabajo. Las relaciones personales son complicadas”. La identidad cultural del kiwi, como se nombra coloquialmente a los habitantes de Nueva Zelanda, es introvertida. “No se abren a los que llegan, en siete años jamás tuvimos amigos kiwis. Nos juntábamos con chilenos y muchos argentinos que están viviendo allá”, confirma.
“Lo importante: conseguís trabajo muy rápido y te pagan bien”, anticipa Esnaola. El plan era participar de las cosechas de kiwis. “Algunos amigos de San Antonio de Areco lo hicieron y les fue muy bien”, afirma. Pero a ellos la aventura neozelandesa les deparó alejarse de la zona rural. Nunca cosecharon. Una amiga arequera los recibió. Estuvieron seis meses compartiendo casa y los “ayudó a entrar el sistema”, detalla Delaflor.
Para poder trabajar el primer paso es sacar el IRD (Inland Revenue Department), el equivalente a tramitar el alta en nuestro monotributo. El primer trabajo lo consiguió Esnaola: cortaba el césped en los parques. Le daban un celular con una app con los espacios verdes que tenía que mantener. La primera semana ya tenía 500 dólares neozelandeses en su bolsillo. Un dólar local equivale a 0,70 dólares estadounidenses. En la isla, al dinero nacional lo llaman simplemente dólares.
Peripecias
Delaflor, que es kinesióloga y en Buenos Aires tenía un trabajo estable, consiguió empleo de camarera en un bar. No fue una buena experiencia. “Pero a la semana teníamos un auto usado modelo 2010″, comenta Esnaola.
Ella comenzó entonces a limpiar casas; se alejó de la noche y de los maltratos de borrachos en el bar. “Es un trabajo que hice sin problemas, cuando salís de tu país descubrís que tenés habilidades que no sabías que tenías”, asegura. La limpieza de casas es una alternativa laboral muy rentable y estable que no hacen los neozelandeses; por lo tanto, siempre se necesita personal. “Te dan un auto, productos de limpieza y un celular con una app, que contiene la lista de casas para limpiar y algunas indicaciones de cada una”, describe.
Tenía dos jefes, una chilena y un chino. “Conocí casas de millonarios, no podías dejar ni una huella digital en un vidrio”, cuenta. “Ni un pelo en el piso, sino se quejaban en la empresa”, agrega. De 500 dólares semanales, comenzó a ganar más. A los cincos años, los dos tenían el mismo sueldo: 1200 por semana, lo que significa 4800 dólares (neozelandeses) por mes, con base doble. Facundo empezó a pintar casas en una empresa, y en el tiempo libre hacía también trabajos independientes. “En un mes, junté 8000 dólares pintando una sola casa”, afirma.
La vida allá se centra en el trabajo. La comunidad latina es la que hace todos los trabajos duros. Oficios, limpieza y albañilería. “Olvidate de comer un asado, los neozelandeses no se juntan con nosotros”, sentencia Esnaola. “De igual manera, todo termina muy temprano”, sostiene. Con amigos argentinos (muchos, de Buenos Aires) y chilenos, las reuniones comenzaban a las 18 y para las 22 todo el mundo está en su casa. “A las 18 los comercios cierran”, explica Delaflor. “No hay salidas de amigos a bares, eso no existe, y se extraña mucho”, insiste Esnaola.
Productos argentinos llegan, pero caros. Un kilo de yerba cuesta 25 dólares y una botella de fernet, 70. Se consiguen buenas etiquetas de vino por 15 dólares. El alquiler de un monoambiente está a 300 dólares; “se acostumbra a compartir casa”, dice Delaflor. En 2019 decidieron alquilar una vivienda de dos ambientes por 600 dólares. “Volvíamos a la Argentina todos los años, con una semana de trabajo ya te podías pagar el pasaje”, remata Esnaola.
“Lo que más nos sorprendía era volver de los viajes y encontrar mucho dinero en la cuenta bancaria”, afirma. “Sabíamos que no íbamos a quedarnos para siempre”, cuenta él. Entonces trazaron un plan: ahorrar la mayor cantidad de dinero.
Pero un accidente les cambió por un momento el plan trazado, de trabajar y ahorrar. Esnaola, jugando al fútbol en un parque, tuvo rotura de ligamentos. “Pensamos que todo se terminaba, acostumbrados a la Argentina y lo costosas que son las operaciones”, recuerda Delaflor. Sin embargo, el problema se solucionó rápido. El Estado neozelandés se ocupó de todo. “Cualquier persona, ciudadano o turista, que se accidenta en un parque público está asegurada y te cubren todos los gastos. Me pagaron todo, por seis meses hasta me cubrieron el 80% del sueldo que tenía. No lo podíamos creer”, confiesa el arequero.
Giro
“Pero llegó un momento en que tener dinero ya no nos hizo felices. Teníamos todo, pero el vacío de no encontrarte en tu tierra no se llena nunca”, completa. Se pusieron otra meta: invertir todo lo ganado en su pago chico. Decidieron comprar tierra. Una escribana amiga de San Antonio de Areco les señaló el lugar: Duggan, a 15 kilómetros de la ciudad cabecera.
En 2019 viajaron para Areco y le dieron un poder al padre de María Luz. A fines de ese año, compraron el terreno en Duggan; antes de regresar definitivamente a la Argentina, otro. Comenzaron a construir: la idea era hacer una casa, pero que también fuera hospedaje, y luego edificar otra.
La cuarentena por el coronavirus fue un punto de inflexión. Si bien fue leve, pensaron que no podrían regresar a la Argentina. “Solo estuvimos encerrados un mes y medio, y después seguimos con nuestras vidas normales. Pero teníamos miedo de quedar varados”, apuntan.
Un dato marca la diferencia: el Estado neozelandés les pagó a todos los monotributistas tres meses de la facturación que venían haciendo antes de la cuarentena, por adelantado. “Un día me desperté con miles de dólares en mi cuenta. La cuarentena fue unas vacaciones para nosotros”, afirma Delaflor. “También, nos dimos cuenta de que no queríamos pasar nuestra vida en otro país”, sentencia.
“Hicimos la casa por Whatsapp”, cuenta Esnaola. Un albañil de Duggan la construyó y, a través de mensajes, les iba contando los avances. El regreso fue largo; por el Covid, tuvieron que dar la vuelta al planeta. “Tardó 50 horas el vuelo”, recuerda Delaflor. Diferentes escalas que incluyeron Australia, Qatar y Barcelona, hasta dejarlos en Ezeiza, de donde habían salido siete años antes. Arribaron a fines de noviembre de 2021 y fueron directo a Duggan. “Conocimos la casa y lloramos de la emoción”, dice ella. Las familias los esperaban con un asado.
“Trabajamos muy bien todo el verano, nos dimos cuenta de que mucha gente necesita tranquilidad”, indica Delaflor al referirse a la repercusión que tuvieron de pasajeros en el hospedaje, al que llamaron La Casita de Duggan (@la.casita.de.duggan). Durante el tiempo que la tienen alquilada, regresan a San Antonio de Areco a la casa de sus padres, hasta que construyan la segunda casa en el otro terreno.
¿Qué consejos pueden darles a aquellos que quieren irse del país? “Que hagan la experiencia, afuera hay trabajo y pagan muy bien. En el peor de los casos, si te va mal te volvés”, sostiene Esnaola. “Te abre la cabeza, te da posibilidades de crecimiento, pero irte del país no te hace feliz”, acuerda Delaflor. Desde que llegaron, no volvieron a trabajar. El hospedaje les brinda el sustento necesario para vivir. “Nos encanta haberle dado al pueblo la alternativa de contar con un lugar para que los turistas vengan”, concluye.
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