Muchos de los telescopios más poderosos se ubican en una franja de terreno que se extiende por unos 1300 kilómetros a lo largo de Atacama
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OBSERVATORIO LAS CAMPANAS, Chile.– Caminar entre los domos del observatorio del desierto de Atacama es como si tu cabellera rozara las estrellas.
El desierto de Atacama, una meseta en lo alto de los Andes chilenos, es uno de los lugares más secos y oscuros del mundo. Durante el día uno puede ver hasta Bolivia, a lo lejos al este, donde las nubes se agolpan y convierten en tormentas que nunca humedecerán esta región. Por la noche, los vientos tranquilos e imperturbables del Océano Pacífico producen algunas de las condiciones de observación de estrellas más exquisitas de la Tierra.
Una noche de finales de enero, el cielo estaba tan lleno de estrellas que los huesos de las constelaciones se difuminaban en el fondo. La Vía Láctea, la galaxia de la que formamos parte, se desplazaba en línea recta sobre nuestras cabezas y la Pequeña Nube y la Gran Nube de Magallanes, galaxias satélites de la nuestra, flotaban a su lado como fantasmas. La Cruz del Sur, ese ícono de la aventura y el romance, se alzaba inconfundible sobre el horizonte meridional.
En el último medio siglo, astrónomos de todo el mundo han acudido en masa a Chile y sus sedosos cielos, y ahora muchos de los principales telescopios de la Tierra se ubican a lo largo de una especie de callejón de observatorios que se extiende de norte a sur unos 1300 kilómetros a lo largo del desierto de Atacama.
Entre los residentes se encuentra el Telescopio Muy Grande, compuesto de cuatro telescopios de más de 8 metros de diámetro cada uno y construido gracias a una colaboración internacional denominada Observatorio Europeo Austral. El Observatorio Vera C. Rubin, otro telescopio de 8 metros, empezará a operar el próximo año y mapeará todo el cielo cada tres días.
La capacidad de un telescopio para captar la luz de las estrellas distantes depende más o menos de la superficie de su espejo primario. El telescopio del Observatorio Palomar, en el sur de California, un instrumento que dominó la astronomía hasta la década de 1990, tenía 5 metros de diámetro.
El Observatorio Las Campanas, cuyos telescopios y oficinas se extienden a lo largo de una cresta escarpada del cerro Las Campanas, a 2600 metros de altura, fue uno de los pioneros del cielo de Atacama. En la actualidad, orgullosos de estar en esa ubicación, se encuentran dos telescopios innovadores, los gemelos Magallanes, cada uno con superficies curvas de vidrio aluminizado de 6,5 metros de diámetro, uno al lado del otro en recintos separados.
Sin embargo, esto solo es el principio. Las Campanas es un puesto de avanzada de los Observatorios Carnegie, con sede en Pasadena, California, que a su vez son propiedad de la Institución Carnegie para la Ciencia, en Washington. La Institución Carnegie es uno de los fundadores e impulsores de un consorcio de 13 universidades e instituciones que busca construir el Telescopio Gigante de Magallanes (GMT, por su sigla en inglés), un instrumento de un costo multimillonario que será más potente que cualquiera de los telescopios terrestres actuales.
Cuando esté terminado, el telescopio tendrá siete espejos, cada uno de 8 metros de diámetro, que juntos actuarán como un telescopio de 22 metros de diámetro, casi 20 veces más potente que el de Palomar. El GMT se construirá en la cima del cerro Las Campanas, a 3 kilómetros de los domos de los telescopios existentes del Instituto Carnegie.
En otras partes del mundo se están planeando y construyendo telescopios igual de gigantescos en las cimas de montañas. Con estas catedrales de cristal, acero y tecnología, los astrónomos esperan captar sus primeras imágenes detalladas de planetas lejanos, el próximo paso importante en la búsqueda para determinar si el cosmos más allá de la Tierra es habitable o tal vez incluso esté habitado.
Hacia el sur
La Institución Carnegie para la Ciencia fue fundada por Andrew Carnegie en 1902. Se precia de su historia en el campo de la ciencia y la astronomía, afirmó Eric D. Isaacs, físico y presidente de la institución. En 1929, el astrónomo Edwin Hubble, gracias al uso que les dio a los telescopios del instituto en el monte Wilson, en Pasadena, descubrió que el universo se estaba expandiendo. En 1978, otra astrónoma del Instituto Carnegie, Vera Rubin, confirmó que las estrellas y galaxias estaban envueltas en nubes de una misteriosa materia oscura, que los científicos aún no comprenden.
En la década de 1960, la Carnegie empezó a considerar el cielo chileno como un lugar potencial para un gemelo meridional del Telescopio Hale de 5 metros, cuya construcción concluyó en la montaña de Palomar en 1948 en colaboración con el Instituto Tecnológico de California. Veinte años más tarde, la Carnegie compró 217 kilómetros cuadrados en la región de Atacama por 30 centavos de dólar el acre. La Fundación Nacional de Ciencias estaba creando un puesto de avanzada más al sur, en el cerro Tololo, y el Observatorio Europeo Austral, una organización europea, había instalado telescopios en La Silla, un pico visible desde Las Campanas.
El primer telescopio de Las Campanas, un reflector de un metro de ancho llamado Telescopio Swope, comenzó a operar en 1969. Le debe su nombre a Henrietta H. Swope, astrónoma y filántropa estadounidense a la que se le atribuye el descubrimiento de un método para medir las distancias de las estrellas y las galaxias cercanas.
En 1984, Bradford A. Smith, de la Universidad de Arizona, y Richard J. Terrile, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, utilizaron el Swope para descubrir un disco de polvo alrededor de la estrella Beta Pictoris, evidencia de la formación de planetas en acción. “Ese fue el comienzo de los exoplanetas”, afirmó John Mulchaey, director de los Observatorios Carnegie y de su sucursal en Las Campanas.
Y en 1987, cuando una estrella de la Gran Nube de Magallanes explotó como supernova, se vio por primera vez a través del Swope y, al mismo tiempo, lo observó a simple vista un miembro del personal de Las Campanas que estaba descansando en el estacionamiento.
La atracción de la Cruz del Sur
Los alojamientos a lo largo de la ruta 66 astronómica van de lo rústico a lo lujoso. Los investigadores del Atacama Large Millimeter Array, el radiotelescopio más alto del mundo, deben usar máscaras de oxígeno para visitarlo; el Telescopio Muy Grande tiene piscina. Todos los observatorios tienen un campo de fútbol y compiten entre ellos en un torneo cada año. El consenso es que la mejor comida de toda la astronomía se encuentra en los observatorios chilenos.
Para llegar a Las Campanas hay que tomar un vuelo nocturno a Santiago de Chile; un vuelo de dos horas hacia el norte hasta La Serena, ciudad costera donde tienen sus oficinas algunos de los observatorios chilenos, entre ellos Las Campanas; y luego un viaje de tres horas por carretera hasta las montañas.
Mulchaey vive en Pasadena, donde tiene su sede el Observatorio Carnegie, pero se desplaza a Las Campanas con regularidad. En enero hizo su viaje número 134; comenzó a visitar la región en 1994 cuando fue por primera vez para realizar una investigación posdoctoral sobre la masa y el destino del universo. “En un momento, calculé que había pasado alrededor del 15% de mi vida adulta en el Observatorio Las Campanas”, dijo después en un correo electrónico.
Durante la pandemia de coronavirus, muchas de las observaciones en Las Campanas se hicieron a distancia. Ni Mulchaey ni Isaacs habían estado en los observatorios desde antes de la pandemia de Covid, y estaban ansiosos por regresar.
“Lo que ha cambiado es la gente”, afirma Mulchaey. Muchos de los integrantes del personal, que viven en La Serena, se habían jubilado. Y muchos astrónomos se habían acostumbrado a observar desde el salón de su casa, sin el estrés del costoso y largo viaje al telescopio. Como resultado, los astrónomos más jóvenes a menudo no conocían los telescopios ni a las personas que los manejaban.
“Es importante que regresen”, afirmó Mulchaey.
Criaturas de la noche
Junto a los domos de Las Campanas hay un grupo de cabañas para visitantes, miembros del personal e investigadores, quienes se hospedan máximo durante una semana, y un albergue con comedor, que cuenta con una máquina de capuchinos.
La cresta y las laderas circundantes están pobladas de manadas de guanacos, vizcachas, burros y halcones. Los domos blancos del Observatorio de La Silla se ven al sur. Junto al albergue principal hay una terraza donde, al final del día, los astrónomos se reúnen para intentar observar el destello verde, uno de los últimos y raros vestigios del Sol cuando desaparece bajo el horizonte, si las condiciones son exactamente las adecuadas.
Después de la puesta de sol, se apagan las luces en el albergue y el personal del observatorio vendrá a bajar las persianas de las ventanas de tu cabaña, si todavía no lo has hecho, para evitar la luz artificial en la montaña y en los instrumentos sensibles del telescopio.
Una noche me acerqué al Telescopio Swope bajo una Vía Láctea tan brillante que era posible recorrer el sendero estrecho tan solo con su luz. A través del telescopio contemplé Júpiter mientras era el centro de atención de tres de sus lunas brillantes y, a 160.000 años luz de distancia, en la Gran Nube de Magallanes, brumas de gas interestelar que se combinaban a través de la Nebulosa de la Tarántula.
La mañana siguiente, la vista desde la cima de Las Campanas era menos celestial: un grupo de remolques de construcción, un laberinto de barreras de cuerdas para evitar que los visitantes se caigan de la montaña. Unos halcones rodeaban una delgada torre metálica que tenía diversos instrumentos para monitorear el clima y la atmósfera.
Al ver hacia abajo, titubée al borde de un agujero en el techo del mundo. Se habían tallado unas zanjas circulares concéntricas en la roca volcánica de la cima de la montaña, algunas de hasta 18 metros de profundidad, que evocaban una excavación precolombina. Era el futuro hogar del Telescopio Gigante de Magallanes. Le pregunté a Mulchaey qué podría hacer que no hicieran los telescopios espaciales James Webb y Hubble. “Mucho”, respondió.
En primer lugar, se les estaba dando prioridad a los instrumentos del Gran Magallanes para estudiar exoplanetas, los cuales podrán detectar planetas rocosos similares a la Tierra a una distancia de hasta 30 años luz. Además, a medida que la tecnología mejora con el tiempo, los astrónomos podrán cambiar y mejorar los instrumentos principales, mientras que los telescopios espaciales se quedan con la tecnología que tengan al momento de su lanzamiento.
En una sesión informativa celebrada en uno de los remolques de construcción, Óscar Contreras-Villarroel, vicepresidente de la organización del Gran Magallanes y su representante legal ante el gobierno chileno, profundizó sobre las capacidades del GMT. El diseño incluye un sofisticado sistema de óptica adaptativa para compensar las turbulencias atmosféricas que puedan volver borrosos los detalles celestiales (y hacer centellear las estrellas). Además, algunos de los espejos podrán ajustar su forma 2000 veces por segundo para que las imágenes de las estrellas sean nítidas en un campo de visión de dos terceras partes del tamaño de una luna llena; el campo de visión del Telescopio Webb es una décima parte de una luna llena.
“Podrá ajustar en un instante a 160 kilómetros”, comentó Contreras-Villarroel.
El primero de los espejos del Gran Magallanes se fundió en 2005 debajo del estadio de fútbol americano de la Universidad de Arizona, en una fragua giratoria que desarrolló J. Roger P. Angel, astrónomo de Arizona, para construir espejos gigantes. Tres de los espejos ya están terminados y guardados en cajas en el aeropuerto de Tucson. Se están puliendo y probando otros tres. El séptimo y último espejo se fundirá este año.
En función del financiamiento, el telescopio podría iniciar operaciones en 2030, mencionó Isaacs en un correo electrónico. “En cuanto tengamos cuatro espejos, comenzaremos a recoger fotones –escribió–. Esta es la primera luz. Podremos empezar a hacer ciencia. La construcción estará completa con siete espejos e iniciaremos operaciones regulares”.
En 2012, se dinamitó el pico de Las Campanas para aplanarlo y dejarle espacio al telescopio, que será casi tan grande como un estadio de fútbol americano y medirá más de 22 pisos de altura.
Miguel Roth, exdirector de Las Campanas, dirigió una visita detallada por los cimientos. Roth comentó que la excavación había durado nueve meses, a veces a mano para evitar el uso de explosivos que pudieran fracturar la roca subyacente. Unas bolas de rodamiento gigantes aislarán el telescopio de los terremotos. El edificio del telescopio, un gigantesco cilindro giratorio, se diseñó con un sistema de conductos de ventilación y parabrisas a fin de mantener constante la temperatura interior. Además, toda la maquinaria que genera calor estará bajo tierra y alejada del viento dominante, con lo cual las corrientes de aire térmico no afectarán los espejos sensibles.
“El telescopio debe fundirse con la montaña. Tenemos uno de los mejores sitios del mundo, si no lo dañamos”, dijo Roth.
Compañía cósmica
Hace dos décadas, el Gigante de Magallanes fue una de las tres iniciativas que planearon unos grupos rivales de astrónomos e instituciones con el fin de crear una nueva generación de telescopios que no tuvieran comparación en su capacidad para reunir la luz de las estrellas y perforar los abismos del cielo nocturno.
En Hawái, una colaboración que lidera Estados Unidos está intentando construir el Telescopio de Treinta Metros en lo alto del volcán Mauna Kea, pero se encontró con la oposición de activistas nativos hawaianos. Y más al norte en Atacama, el Observatorio Europeo Austral construirá el Telescopio Europeo Extremadamente Grande a finales de esta década. Será el mayor de los tres, con un espejo compuesto de 39 metros de diámetro.
Ni el Gigante de Magallanes ni el Telescopio de Treinta Metros todavía recaudan suficiente dinero –2540 millones de dólares y 3700 millones de dólares, respectivamente– para cumplir sus sueños celestiales. Su finalización dependerá de la generosidad de la Fundación Nacional de Ciencias, la cual suele apoyar la astronomía terrestre en Estados Unidos y, en última instancia, del Congreso de ese país.
Robert N. Shelton, presidente de la Organización del Telescopio Gigante de Magallanes, dijo que confía en que llegará su día. “Cuando esté terminado, el Telescopio Gigante de Magallanes será uno de los mayores proyectos científicos financiados con fondos públicos y privados de la historia”, afirmó. “Cualquier retraso en los recursos prolongará el tiempo para completar nuestro proyecto, pero seguimos comprometidos con el éxito del telescopio”, añadió.
Mientras miraba fijamente el ojo rocoso en lo alto de Las Campanas, intenté imaginar lo que el Gigante de Magallanes y sus hermanos revelarían sobre nuestro misterioso cosmos, y qué afortunados astrónomos cosecharían el conocimiento. “Nosotros no”, sostuvo Mulchaey.
Hoy en día se necesita una generación para poder construir un instrumento científico tan majestuoso como un telescopio o un nuevo colisionador de partículas. Las llaves del cosmos pasarán a manos de astrónomos que quizá no habían nacido cuando se concibió el Gigante de Magallanes. Pero el cosmos está hecho de sueños.
Por Dennis Overbye
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