¿Por qué nos gustan tanto la cerveza y el vino? Una curiosa respuesta desde la ciencia
Varias teorías proponen que el gusto por el alcohol podría tener unas raíces evolutivas muy antiguas
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NUEVA YORK.– ¿Cuál fue el catalizador que impulsó a la humanidad hacia la agricultura? Este es uno de los grandes interrogantes de la antropología. En los años 50, se pensaba que el pan era ese catalizador, pero un botánico americano llamado Jonathan Sauer retó esta asunción y propuso la cerveza. A día de hoy, este debate aún no está cerrado.
Las pruebas arqueológicas recientes indican que el ser humano ya elaboraba cerveza hace 13.000 años, cuando la agricultura aún no se había introducido. También sabemos que las primeras comunidades agrícolas asentadas en Israel, a lo largo del Mar Negro y en China ya hacían vino y cerveza. Lo que está claro es que a los humanos siempre nos gustaron las bebidas fermentadas.
De hecho, nuestra historia evolutiva con el alcohol se remonta a cuando éramos unos monos peludos. Situémonos en un frondoso bosque tropical, donde el ambiente es cálido y húmedo. Cuando sus frutos maduran, comienza una intensa competición por hacerse con el valioso azúcar que contienen. Esto incluye a los animales frugívoros, pero también para los microorganismos. En concreto, las levaduras desarrollaron una estrategia para acabar con su competencia: mediante la fermentación, convierten el azúcar en etanol, que es nocivo para las bacterias.
Ahora pensemos en los pequeños monos que van saltando de árbol en árbol en busca de alimento. Para ellos, el etanol que emana de la fruta madura es una pista muy valiosa para encontrarla. La selección natural podría haber actuado en los animales frugívoros para que asocien el alcohol con una recompensa nutritiva. Por tanto, es probable que el alcohol sea un componente habitual en la dieta de muchos primates. Estas ideas, propuestas por Rober Dudley en un artículo publicado en el año 2000, se conocen como la “hipótesis del mono borracho”, que actualmente cuenta con bastantes evidencias. Sabemos que los primates salvajes consumen frutas fermentadas y que son muy sensibles al olor del etanol. También se demostró que los mamíferos frugívoros no identifican esta sustancia como tóxica, y existe una correlación entre la cantidad de alcohol que consume una especie y su capacidad genética para metabolizarlo.
Curiosamente, los seres humanos y otros grandes simios estamos mejor adaptados a la ingesta de alcohol que el resto de los primates. En el metabolismo de esta sustancia intervienen múltiples vías, que suelen comenzar con la acción de la enzima alcohol deshidrogenasa (ADH). Existen muchas versiones de esta enzima, cada una especializada en un tipo distinto de alcohol. Una de ellas es la ADH4, muy eficiente metabolizando el geraniol, un alcohol producido por las plantas en las hojas, pero ineficiente con el etanol.
Hace unos 10 millones de años, apareció una mutación en la ADH4 que permitía oxidar el etanol unas cuarenta veces mejor que antes. Se dio en un antepasado común entre los humanos y los grandes simios africanos. De hecho, el gusto de los chimpancés por el alcohol también es bien conocido. En Guinea, los lugareños cosechan la savia fermentada de la palma. Pinchan los árboles y colocan recipientes de plástico que recogen la savia que brota a lo largo de la noche. Los chimpancés aprendieron el truco y les encanta beber la savia de los cubos, que contiene un 3% de alcohol.
Este comportamiento es poco natural, porque de normal los chimpancés no tendrían acceso a esta savia, pero muestra lo proclives que son también nuestros parientes más cercanos a beber alcohol. Dado que estos chimpancés pesan de media menos que un humano, es posible que lleguen a embriagarse ocasionalmente.
También existe algún otro primate con la misma mutación, como el aye-aye, en donde evolucionó de manera independiente. Tanto él como los loris lentos se alimentan de néctar de palma fermentado que contiene una elevada concentración de alcohol, pero no muestran signos de intoxicación. Un estudio publicado en 2016 demostró que ambas especies pueden distinguir entre bebidas con distintos grados de alcohol y que prefieren la más fuerte.
Gracias al cambio de un solo aminoácido de la ADH4, el aye-aye puede explotar recursos alimenticios valiosos. Probablemente, a nuestros antepasados también les supuso una ventaja evolutiva en un ambiente y momento del pasado.
Viaje al mioceno
Viajemos unos 24 millones de años atrás en el tiempo, hasta el Mioceno temprano, la edad de oro de la evolución de los primates. Durante este tiempo aparecieron los primeros simios en el este de África. Vivían en los árboles de los bosques tropicales y se alimentaban sobre todo de fruta. Rápidamente, se diversificaron y, hace 17 millones de años, había por lo menos 14 géneros distintos. En esta misma época el nivel del mar descendió debido al enfriamiento global y muchas especies de simios emigraron de África a Eurasia.
Para las especies que se quedaron en África, el clima seguía siendo lo suficientemente cálido y húmedo para que hubiese frutas todo el año, pero en Europa el frío fue más severo y el hábitat cambió hacia bosques caducifolios con praderas abiertas. La disponibilidad de fruta en los meses de invierno se redujo y los simios empezaron a morir de hambre, como sugieren los dientes que se encontraron de esa época.
Hace unos 8 millones de años, ya no quedaban especies de simios en Europa. Algunas se habían extinguido y otras habían emigrado. Las que se fueron a Asia dieron lugar al linaje de los orangutanes, y las que volvieron a África precedieron a los gorilas, chimpancés y humanos.
Estos simios que regresaron a África se habían adaptado a pasar más tiempo en el suelo, donde podían encontrar frutos caídos de los árboles y otros tipos de alimentos como tubérculos y raíces. Además, se encontraron con un África del este muy diferente a la que habían dejado sus antecesores, pues la actividad volcánica en el Valle del Rift había favorecido una transición hacia hábitat de sabana, donde evolucionaron nuestros ancestros bípedos.
En este período se produjo la mutación de la ADH4. Por eso compartimos la capacidad de metabolizar mejor el alcohol con los chimpancés y gorilas, pero no con los orangutanes. Esto ayudó a nuestra supervivencia al permitiros ingerir la fruta muy fermentada que encontrábamos por el suelo sin intoxicarnos.
Sin embargo, lo que hace 10 millones de años fue una ventaja, no tiene por qué serlo ahora, como ocurre con el azúcar. La fuerte atracción que sentimos por el azúcar acabó volviéndose en nuestra contra y, en las sociedades actuales, donde podemos comer toda la que queramos, abundan las enfermedades como la diabetes y la obesidad.
Con el alcohol podría estar ocurriendo algo parecido. Dosis controladas de esta sustancia, como las que encontraríamos en un entorno natural, no tienen por qué ser nocivas, pero ahora tenemos a nuestro alcance bebidas con una elevada gradación de alcohol. Según algunos científicos, la mayor capacidad de nuestros antepasados para metabolizar y utilizar el etanol de la fruta fermentada hace millones de años puede estar favoreciendo las elevadas tasas de alcoholismo en la actualidad.
Por Laura Camón
©EL PAÍS, SL
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