Por qué la conmoción social por Báez Sosa: de la injusticia irreparable a la inquietante sensación de que la desmesura está siempre latente
No deja de ser notable la manera en la que el juicio y su veredicto cautivaron la atención; tal vez sea porque podemos identificarnos con algunas de las emociones en juego
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Más allá de las cuestiones jurídicas y penales del asesinato de Fernando Báez Sosa, no deja de ser notable la conmoción y la manera en la que el juicio y su veredicto cautivaron la atención de la sociedad. Tal vez sea porque podemos identificarnos con algunas de las emociones en juego. Podemos sentir, por de pronto, la injusticia irreparable y la tragedia del chico que fue asesinado, tanto como el dolor y la incomprensión de los padres ante el hecho. Podemos sentir el terror potencial de recibir una llamada en medio de la noche diciendo que algo le pasó a un hijo en contextos en los que priman el alcohol y el descontrol. El contexto en el que cada ser humano se encuentra potencialmente disminuido para comprender sus propios actos, lo cual ensancha las posibilidades de que ocurra algo inesperado.
A ello se agrega la presencia potencial de las patotas y de lo que señalaba Antonio Porchia: “Cien hombres juntos son la centésima parte de un hombre”. Porque la masificación licúa la conciencia individual y genera una forma inmediata de amnesia moral. Es que esa masificación es uno de los narcóticos que recorre la noche, una forma de descargarse de sí, una forma de relevarse de las fronteras de tener que elegir como individuo. Y esto ocurre en todas las escalas en la que se produce. Sea en el caso de millones de personas, como nos lo enseñan las experiencias tremendas de la historia, sea en una patota de apenas ocho chicos jurando a otro una extraña venganza tribal. Siempre el efecto rebaño disminuye a un hombre. No le quita responsabilidad, pero su conciencia queda parcialmente eclipsada y fundida en la corriente que lo rodea.
Otra cuestión que impactó también en este evento fue la inmensa asimetría entre la causa y el efecto. Mojar involuntariamente la camisa de otro con una bebida culmina, sin mucha mediación, en el asesinato de un chico de 19 años. Eso nos deja a todos la inquietante sensación de que la desmesura está siempre latente bajo la primera napa civilizada de nuestra sociedad. Algo extraño pasa si alguien relativamente educado puede convertirse repentinamente en un monstruo a causa de casi nada. La agresividad y el acuerdo de la patota para buscar a su presa, con la frialdad, premeditación y el desquite anunciado que supuso el paso del tiempo entre el incidente dentro del boliche y la golpiza, supera toda comprensión.
Y otro aspecto con el que podemos identificarnos es con la irreversible crueldad que supone el muro del tiempo. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo de volver atrás en algún acontecimiento? Porque, salvo alguna psicopatía grave, es posible que los condenados se hayan arrepentido y que no puedan entender, al igual que el resto, cómo y por qué asesinaron a Fernando Báez Sosa. A ello se aplica la frase de Friedrich Nietzsche: “Las consecuencias de nuestros actos nos toman de los cabellos. Les es indiferente que en el transcurso nos hayamos hecho mejores”. Es que la lección llega a veces cuando en nada puede cambiarse el curso de las cosas. Como el Mesías de Franz Kafka, llega un día tarde, luego de que sea necesario. La condena de los hechos se dicta de inmediato, apenas las cosas ocurren. El resto, incluidas las consideraciones penales, no son más que su desenvoltura. Que será larga y que recién comienza.
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