El neurocientífico español Ignacio Morgado explica que “#durante siglos hubo mucha gente que creía que no era el cerebro, sino otros órganos del cuerpo, los que nos permitían pensar y razonar”;
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¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Dónde estoy?
Son los interrogantes que nuestros primitivos antepasados se formularon al observar el mundo que les rodeaba, buscando los entresijos sobre cómo funciona el cuerpo y la mente, propone el neurocientífico español Ignacio Morgado.
Son también las preguntas que inician “Materia gris” (2021), el libro más reciente del catedrático de psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona, un recorrido histórico-científico en el que nos invita a descubrir “la apasionante historia del conocimiento del cerebro”.
“Asumir que pensamos con otro órgano del cuerpo que no sea el cerebro sería algo impensable para una persona culta de nuestros días. Pero lo cierto es que no hay ninguna señal, sentido o sentimiento especial que nos indique, ni siquiera de manera intuitiva, que pensamos con lo que hay dentro de nuestra cabeza”, dice el escritor al analizar las dificultades de nuestros antepasados por resolver las incógnitas.
Morgado, autor de más de un centenar de trabajos de psicobiología y neurociencia, expone en “Materia gris” todo lo que hemos aprendido sobre el cerebro y la mente “y lo mucho que nos queda por aprender”.
¿Cuánto sabemos realmente sobre el cerebro y por qué sigue siendo el órgano más complejo y misterioso del cuerpo humano? En esta entrevista, que inaugura la versión digital de Hay Festival Arequipa*, el neurocientífico nos da algunas respuestas.
“Lo que hoy nos resulta conocido y nos parece normal, tiempo atrás fue desconocido y misterioso”, cuentas en tu libro. ¿Por qué nos costó tanto comprender para qué sirve el cerebro?
¡Uy! Es que esto de que sepamos que pensamos con el cerebro es muy nuevo. Yo les digo muchas veces a mis alumnos: “Sé que están seguros de que pensamos con el cerebro, pero ¿cómo lo saben? ¿Es que sienten el cerebro pensando o trabajando?”
Pues no, la verdad es que no lo sentimos. No hay nada que nos diga, ni siquiera intuitivamente, que pensamos con el cerebro. Lo sabemos porque nos lo ha enseñado la ciencia, la cultura, el conocimiento.
Tanto es as así, que durante siglos hubo mucha gente que creía que no era el cerebro, sino otros órganos del cuerpo, los que nos permitían pensar y razonar.
Además, se tardó mucho en creer que las enfermedades mentales eran del cerebro. Hoy nos parece natural, pero durante mucho tiempo se creyó que eran algo espiritual.
Como los “espíritus naturales” que el médico y filósofo griego Claudio Galeno propuso como “instrumentos del alma”. ¡Qué historia tan fascinante!
En la Antigüedad no sabían cómo funcionaba el cerebro ni todo lo que hace, pero pensaban que algo tenía que haber allí dentro. ¡Es apasionante hablar sobre ello!
“¿Qué hará funcionar a los nervios? ¡Ahí tiene que haber algo! Por los nervios tiene que viajar algo que vaya hasta los músculos para que estos se contraigan y andemos o hablemos o nos movamos”, se preguntaban.
Pero en aquellos tiempos antiguos no se sabía nada de la electricidad, que hoy sabemos que es la clave del funcionamiento de las neuronas.
Cualquiera de nosotros habría recurrido también entonces a una explicación rara, que hubiera podido llamar “espíritus” que se transforman para hacer posible las diferentes funciones del cuerpo, como propuso Galeno, el gran médico de la Antigüedad, al hablar de “espíritus naturales” y de “espíritus animales”.
Hoy podemos pensar que estaban muy equivocados y confundidos, pero probablemente las mentes más lúcidas de la época sabían que esos “espíritus” eran algo que un día llegaríamos a conocer con más exactitud.
Eso fue lo que ocurrió cuando mucho más adelante, a mitad del siglo XVIII, el italiano Luigi Galvani empezó a descubrir con sus experimentos con ranas que la electricidad podía hacer que los músculos se contrajeran, lo cual le permitió saber que el cerebro produce su propia electricidad.
Y ahora sabemos que cada neurona es como una pequeña central eléctrica y que el cerebro es, junto al sistema digestivo, el órgano que más energía gasta de nuestro cuerpo.
En algún momento hasta se dijo que el cerebro era un refrigerador, tal vez no andaban tan desencaminados...
¡Sí! Fue Aristóteles quien lo dijo, el gran padre de la filosofía.
Estudiar el pensamiento de Aristóteles resulta fascinante porque sus propios errores están basados en grandes aciertos, en cosas que él veía y que le parecían normalísimas para entender que el cerebro no podía ser el órgano de la sensibilidad.
Aristóteles se aproximaba al corazón como el órgano de la sensibilidad, creía que era el órgano que nos permitía pensar y razonar. Pero el cerebro tenía que servir para algo... ¡no iba a estar ahí por nada!
Según Aristóteles, teníamos un refrigerador en la cabeza. Es una teoría increíble.
Al observar la estructura del cerebro, pensó que era un refrigerador de la sangre. El corazón, como es el órgano de las pasiones, calentaba mucho la sangre cuando estaba apasionado, y esta se refrigeraba en el cerebro, que la devolvía al resto del cuerpo para que siguiera funcionando con normalidad.
Tardamos mucho en dejar atrás esas ideas. Incluso hoy día muchas personas siguen atribuyéndole al corazón una capacidad cognitiva, mental, que no tiene.
¿Por qué seguimos aferrándonos a esa teoría? ¿Por qué sigue vigente la dicotomía entre cerebro y corazón?
¡Es que es mucho más bonito un corazón con una flechita clavada que un cerebro que tiene ese aspecto tan... tosco! [risas]
El corazón es más bien rojo y el cerebro es oscuro, estratificado. No es un órgano que invite a llamar la atención desde un punto de vista estético; el corazón, sí. Ligarlo a las emociones y a los sentimientos es algo a lo que ya estamos absolutamente provistos.
¿Tan poco sabemos sobre el cerebro?
Bueno, cuando viene alguien a la universidad y me pregunta: “Ignacio, ¿es cierto que sabemos muy poco sobre el cerebro?” Le enseño un libro muy gordo que tengo en mi despacho sobre neurociencia, se lo pongo en sus manos y le digo: “Ojea ese libro, ¿tú crees que eso es saber poco?” Y me suelen responder: “¡No, no! ¡Esto es saber muchísimo!” [risas].
Y es que hemos aprendido muchísimo sobre el funcionamiento del cerebro, sobre todo después de que nuestro compatriota español Santiago Ramón y Cajal descubriera cómo son las neuronas, que son células individuales que se conectan entre sí por contacto, pero no por continuidad, y que eso convierte al cerebro en un órgano inteligente.
Hemos aprendido muchísimo, pero nos quedan muchas cosas por aprender.
Pero por más que hayamos aprendido, sabemos mucho más sobre la mente que sobre el cerebro, ¿no?
¡Absolutamente! Y eso es porque la mente se empezó a conocer -hasta donde es posible conocerla- mucho antes que el cerebro.
Los grandes pensadores de la Antigüedad sabían muchísimo de la mente humana, aunque no supieran nada del cerebro. Y los escolásticos medievales escribieron tratados sobre la mente humana que aún hoy tienen una validez extraordinaria.
Todavía hoy se sigue separando la mente del cerebro; se sigue pensando que lo mental es algo espiritual, diferente del cerebro y del cuerpo, a raíz de ese dualismo que propusieron primero los escolásticos y más adelante el filósofo francés René Descartes (alma-cuerpo).
Y cuando comenzó a estudiarse más el cerebro, afloraron algunas ideologías racistas y machistas que resumes en tu libro. ¿Cómo se llegó a ese punto?
En Estados Unidos, el investigador de origen suizo Louis Agassiz empezó a proponer que el cerebro de los negros era inferior al de los blancos y que, por lo tanto, los negros solo tenían que hacer trabajos de menor entidad; nada de trabajos intelectuales ni de convertirse en la élite social.
Más adelante, los nazis intentaron hacer eugenesia. El militar y psiquiatra nazi Max de Crinis le aportó a Adolf Hitler la teoría de la “muerte gentil” y se puso en marcha un macabro programa para eliminar a los “débiles” y a los enfermos mentales y crear una raza “superior”, que para ellos era la aria.
Se ha demostrado claramente a lo largo del tiempo que ninguna raza es inferior a otra por su cerebro o por su genética, pero ellos tenían que justificar ese racismo ideológico, que ha sido uno de los mayores males que ha padecido la humanidad.
También hubo teorías que decían que el cerebro de la mujer era inferior al del hombre, algo que por suerte ya hemos superado.
Pero ahora está circulando un libro que habla sobre la “supremacía femenina”. Para justificarla, hay científicos que se agarran a los datos que le vienen bien, pero se olvidan de otros que no encajan en su teoría. Me da la impresión de que esa no es la mejor manera de ayudar a la igualdad entre hombres y mujeres.
Dices que ahora ya sabemos mucho más sobre el cerebro, pero ¿cuáles son las asignaturas pendientes más importantes?
Nuestra gran asignatura pendiente es descubrir cómo curar las enfermedades mentales y neurológicas, particularmente esas a las que tenemos tanto miedo, como el alzhéimer.
Después hay cosas que nos interesan más desde un punto de vista filosófico o que nos interesan más a los científicos, como cómo las neuronas hacen posible la consciencia, la subjetividad o la imaginación.
Hay tanto que nos queda por saber... ¡Es impresionante! Tenemos un cuerpo que podemos ver y tocar y que nos parece algo muy comprensible, pero cuando pensamos en nuestra imaginación, en nuestros pensamientos, en nuestra mente... ¿Eso qué es? ¿Qué es eso? ¿Eso es aire? ¿Es humo? ¿Son otra vez los espíritus (naturales) que han vuelto? [risas]
¡Y mira que nos cuesta salir de los espíritus! Cuando una cosa nos resulta muy complicada, los seres humanos tenemos tendencia a explicarla de una forma extranatural, creyendo que hay cosas que nos superan, que van más allá de nosotros.
Esa incapacidad que tiene el cerebro humano de entender ciertas cosas de nuestra propia mente es precisamente lo que hace que existan tantas creencias sobrenaturales y que los seres humanos hayamos vivido desde la más remota Antigüedad hasta el presente sumergidos en ellas.
Nuestra gran asignatura pendiente sobre el cerebro es descubrir cómo curar las enfermedades mentales”.
Ignacio MorgadoPsicobiólogo y neuroinvestigador
Si pudiéramos entender todo eso que llaman los misterios de nuestra conciencia y de nuestra subjetividad, lo más profundo de la mente humana, probablemente muchas ideologías religiosas y sobrenaturales no existirían.
La ciencia todavía no es capaz de explicar bien muchas cosas que van más allá de nosotros mismos, y yo tengo la impresión de que el cerebro humano no ha evolucionado lo suficiente como para entenderlas.
¿Y si lo lográramos? ¿Y si algún día pudiéramos comprender realmente cómo funciona nuestro cerebro?
Pero yo me pregunto: ¿por qué vamos a creer que nuestro cerebro tiene capacidad para entenderlo todo? “¡No puede ser que todavía no alcancemos a entender ciertas cosas!”, nos decimos. Tenemos ansia de saber.
Un chimpancé no puede entender qué es una raíz cuadrada o el concepto de entropía. Su cerebro no tiene la capacidad para comprender ciertas cosas, por eso no tratamos de enseñárselas. Pero tampoco se pregunta qué es la imaginación, qué es la subjetividad o cómo el cerebro crea la consciencia.
Si el chimpancé tuviera un cerebro humano, podría hacer raíces cuadradas pero también tendría un problema que ahora no tiene y se preguntaría sobre todas esas cosas. [risas]
Eso es lo que nos puede pasar a nosotros también. Dentro de unos cuantos años puede que ya sepamos qué es la subjetividad y entendamos cómo la crea el cerebro, pero entonces tendremos otros problemas que ahora ni siquiera somos capaces de imaginar.
Muchas de las cosas que nos preguntamos son una creación de nuestra propia mente. Y creemos que las preguntas que nos hacemos son absolutas, que estarían ahí aunque nosotros no existiéramos.
“¿Por qué las cosas tienen que tener un principio y un fin?” Si no existiera ningún cerebro ni ninguna mente humana que la creara, esa pregunta no tendría sentido. Pero nuestra mente es como es y necesita saber por qué pasan las cosas.
¿Por qué somos así? Algún día lo sabremos. Pero entonces tendremos nuevas preguntas. Siempre habrá incógnitas que nos superen.
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